Terrorismo
El terrorismo se ha convertido en un fenómeno demasiado complejo, a semejanza del vivir entero del hombre actual. Su tratamiento, por parte de la sociedad en que actuamos, resulta sumamente complicado y peligroso. No es posible arrogarse frente a él fórmulas mágicas ni procederes decisivos. La elementalidad de quien aconseja, creyéndose poseedor de un remedio infalible, la aplicación de una indiscriminada ley del garrote -por aquello de que «tranquilidad viene de tranca»- no es menor que la del intelectual o el político que, ante las actuaciones criminales de diversos grupos, se entretienen en aclarar -o justificar- esos actos con apelaciones a la alienación colectiva, a la búsqueda de perdidas identidades o a la falta de autenticidad en el proceso de democratización española.No creo que nadie ponga en duda que el terrorismo sea uno de los instrumentos más indiscriminadamente utilizados por cualesquiera tentativa revolucionaria. Incluso grandes teóricos de la insurrección han establecido la consustancialidad de la revolución y la violencia. Las tesis de los exaltadores de la «acción directa» han penetrado hondamente en la mentalidad de los estrategas de la subversión, acrecentando la operabilidad terrorista en parecida magnitud a la empleada por los gobiernos autoritarios en su defensa.
Esta enunciación esquemática está erizada de equívocos, comenzando por el de la existencia -latente o explosiva- de dos facciones terroristas, potencialmente activas en el seno de toda sociedad. La aceptación de este, esbozo de violencias antagónicas nos puede conducir a las más estremecedoras conclusiones. Sobre todo si se piensa que frente a los predicadores de la «revolución permanente» -de la «revolución en la revolución»- se alzan quienes -rojos o blancos- enarbolan las artes y menesteres defensivos como las razones mismas de la existencia del Estado.
Si Maquiavelo llega a la admiración por el éxito de César Borgia en la operación de Sinigaglia, es por su agilidad, astucia y osadía en la defensa del poder, adelantándose con su violencia a la de sus peligrosos adversarios. Maquiavelismo de largo alcance y encarnizamiento resultó, en ese sentido, el desarrollado por Stalin con sus «purgas» y «baños de sangre», que le permitieron -a más de sus dotes de estadista- permanecer a la cabeza del Estado soviético hasta la hora de su muerte.
En la inflexibilidad de esa violencia defensiva de la autoridad, encuentran los profetas del anarquismo su argumentación en pro de la acción directa y vindicativa. Cuando Georges Sorel escribe su extraordinario libro «Reflexiones sobre la violencia» -obra casi canónica y acusada poco menos que de designios reaccionarios-, el terrorismo ha recibido ya las máximas bendiciones revolucionarias.
Desde la dinamita en el teatro Liceo, de Barcelona, hasta la lucha sindical en las calles a punta de Star, España atraviesa por ensangrentados decenios. Rubén Darío, en su garboso poema Agencia, llega a escribir: «Barcelona es bona/si la bomba sona.» Son los tiempos del anarquismo iluminado y terrible. De los sueños libertarios, alimentados en las cavilosas y exasperadas soledades de los magnicidas, que conducen al atentado -con flores mortales- contra Alfonso XIII, en el día de su boda, o al asesinato de tres presidentes de los Gobiernos de la «Restauración».
El azote terrorista no es de hoy ni de ayer. España ha sentido sus latigazos de sangre y de fuego bajo los más diversos regímenes y situaciones. No es atribuible, por consiguiente, en abstracto, a circunstancias adjetivas, aunque éstas puedan agudizarlo en ciertos instantes o actuar de peligroso detonador. Hay estados latentes, prontos para el desencadenamiento agresivo y fulminante, que nuestra sociedad -no digo ya nuestros Gobiernos- tiene la obligación de vigilar y prever el encauzamiento de sus estallidos y desfogues. ¡Que a eso, precisamente, es a lo que se llama gobernar!
Sin divagaciones en torno a los arrastres históricos -de tan obvia presión sobre los hechos-, la realidad es que España vive envuelta por una amedrentadora conmoción terrorista. El terrorismo no se circunscribe tan sólo a las metralletas de los comandos del País Vasco. Si los hombres de la ETA no contasen sino con ellos mismos y con su particular ambiente, hace tiempo que su sangrienta agresividad habría decrecido, hasta reducirse a atentados esporádicos, productos de la necesidad de mantener las ascuas de los sagrados fuegos.
Aquí, si hemos de ser sinceros -y sin concesiones a clase alguna de demagogias-, hay que confesar que la violencia coactiva se ejerce, en la medida de sus fuerzas, por los unos y por los otros: partidos, sindicatos, organizaciones de enunciados pacificadores, ligas de delincuentes, etcétera. El chantaje -con escasos disimulos- se agazapa en la base operativa de los grupos más inesperados. La titulada «era de la protesta»; la que desembocó, exaltada y aturdidora, en la apoteosis insurreccional del «mayo francés» de 1968, dejó entre nosotros una abundante siembra de retardados efectos.
Aquella descarga de rebeldía, donde las técnicas del alzamiento revolucionario pusieron a prueba los mejores sistemas de protección estatal, quedó a medias embalsada en los ambientes protestatarios españoles. La universidad -cual acaecía mundo adelante- se constituyó en aguda, punta de vanguardia de una sociedad poseída por el deseo de cambiar de postura. El desencadenamiento del gran turbión terrorista sobre España arranca de aquellas sacudidas, insuficientemente registradas por los sismógrafos de la política nacional.
La despiadada batahola de la violencia zarandeaba Europa de extremo a extremo. Una nueva versión del tradicional anarquismo romántico empuñaba las armas y recomponía sus argumentos. Se trataba de una imprescindible readaptación frente a los planteamientos de las revoluciones nacionales del amplificado «Tercer Mundo», casi todas ellas azuzadas y manipuladas desde la URSS.
Mientras tanto, un acontecimiento de gran trascendencia se desarrollaba, con mitificador dramatismo, en la selva de Bolivia: la derrota y muerte del Che Guevara. El legendario guerrillero de Sierra Maestra, al caer en la emboscada del Ejército boliviano, falto del apoyo del campesinado de la zona, obligaba a un distinto replanteo en la estrategia de la guerra revolucionaria. La guerrilla urbana sería consagrada, en todos sus términos y consecuencias, como el más eficaz sistema de desgaste e intimidación de una sociedad y del Estado que la conformaba y protegía. (Cambio de método que no invalidaría la posterior intervención del Ejército regular cubano, como fuerza de choque de las penetraciones soviéticas, en las recientes guerras africanas montadas por el latigueante neocolonialismo.)
La guerrilla urbana -consecuencia de tantas paternidades- se ha asentado, con apariencias omnímodas y elemento de máximas distorsiones, en el corazón mismo de la enmarañada trayectoria de nuestra transición política. Su multiplicadora irradiación hace muy difícil cualquier intento de fijaciones categóricas y de los consiguientes tratamientos. La acción terrorista de la ETA, con su fisonomía de un nacionalismo a ultranza, guarda bajo sus agresivas acometidas exteriores los entresijos de impensables complejidades -y complicidades-, difíciles de comprender desde ópticas simplificadoras. El terrorismo. vasco ha absorbido un abanico de líneas e invocaciones de violencia.
En él se ha dado cita el casi místico sentimiento por el terruño -en su más arrebatada sensibilización-, el arrastre de una serie de impulsos revanchistas, las técnicas afinadas de un marxismo siempre al acecho, la mitificación del activismo juvenil, la eficacia táctica de la «internacional del miedo», las manipulaciones -a veces revueltas en perjuicio de los propios maniobreros- de fuerzas y partidos políticos de muy diversos y contradictorios fines, el creciente antagonismo que provoca la sangre derramada inútil e indiscriminadamente, la dificultad de frenar -a media carrera- unos mecanismos lanzados a la enajenación de la muerte, el culto a la violencia como sistema de acercamiento a logros y objetivos...
A esta enumeración -casi farragosa- podrían agregarse varios factores y concurrencias más. Los suficientes para desanimar a cualquier persona que ensaye acercarse al problema con fórmulas y prejuicios obvios y elementales. El terrorismo -por todas sus vertientes- es el rejón que lleva clavado nuestro cuerpo político, sin que se vislumbre remedio alguno que restañe la angustiosa sangría. Es evidente que -aun sin proponerse demasiadas esperanzas- la afligente cuestión precisa de acuciosos replanteamientos y profundizaciones. No descarto la eventualidad de que estos cometidos se hayan realizado en buena parte. ¡Soy hombre a quien le cuesta renunciar a la fe y a la ilusión!
Claro que las dificultades de una transición suelen restar autoridad y recursos para las acciones más enérgicas y meditadas. Pero de marzo en adelante -si las cosas no se tuercen- las cosas deberán producirse bajo otros estímulos y maneras. El español tiene, en estos instantes -según rezan las consignas democráticas-, el destino en sus manos. Y entre las tormentas que descargan sobre nuestro suelo, acaso sea la violencia la más conturbadora. Pero ha llegado la hora de que el español deje de sacudirse los fantasmas de su conciencia a base de lamentaciones -consuelo de indecisos- o de descargar las culpas en las espaldas ajenas -disculpa de blandos y espantadizos. Que cada cual se haga responsable de sus deberes y convicciones frente a sí mismo y a la comunidad. Y que lo manifieste. Sólo un firme respaldo permitirá a los conductores de la sociedad ejercer -por los medios que fueren- la acción precisa paraque no se perpetúe el ciego galo pe de la violencia.
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