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La patria es un refresco

Manuel Vicent

En la puerta de la mezquita de Atarín, en la medina de Fez, cuando un día vi pasar entre aquel dédalo medieval un pollino moro cargado con coca-colas tuve el presentimiento de que mi madre patria había muerto, de que toda política podía ser convertida en un refresco y el concepto de nación en un lavaplatos. Después se ha confirmado aquella percepción con que Alá me sacudió la ingle. Las nuevas naciones son tan sólo abstractas redes económicas que atraviesan los territorios en forma de filiales y sucursales, cables de teléfono donde están ensartados por la oreja los cristianos, los árabes, los budistas y los taoístas en una inmensa colada.Cualquier madre patria moderna nace probablemente, en el piso 45 de un rascacielos de Nueva York donde está sentado detrás de la mesa un señor gordito que come palomitas de maíz. La madre patria pasa por las Azores, se adentra en Portugal, cruza España, se va por Italia hacia Grecia, Turquía, con un ramal en dirección a la Meca y otro hacia China, sigue por Pakistán, India, Australia, Japón, y así hasta dar la vuelta para volver al piso 45 del rascacielos de Nueva York y caer en el regazo del señor gordito que come palomitas de maíz en forma de dividendos que son auténticos valores eternos.

Sin embargo, hay todavía muchos patriotas. Son precisamente aquellos que no se han enterado de que la madre patria ya no existe, que es un concepto enterrado que discurre por los oleoductos y andan por ahí dando palos de ciego con bates de beísbol sobre las cabezas de los viandantes en busca de un desenterrador y hablando mal del Gobierno. Pero los Gobiernos no son más que estaciones de seguimiento; la Moncloa o Robledo de Chavela, gestores del paso de una multinacional o de una cápsula espacial por un determinado país. No hay que tocar nada.

En cierto modo, gobernar consiste en hacer sólo alguna leve corrección de vuelo y vigilar la posición de las agujas o las señales luminosas del panel.

Los políticos se dividen en dos: los que saben que la patria ha muerto y los que aún ignoran la triste nueva. Franco no lo supo hasta 1958, cuando se la comunicó Ullastres en una cacería. Déjese de autarquías, excelencia, y abra las lindes de su finca a Persil activado, Avón llama a su puerta, ding-dong. Franco, que fue el primer pasota, cayó en la cuenta al instante. A partir de entonces se dedicó a disparar sobre todo lo que se movía: rebecos, demócratas, perdices, masones, conejos, rojos, ciervos, y a vigilar de vez en cuando el piloto automático. Adolfo Suárez, según se ve, también está en el ajo, porque recientemente ha declarado que en, estas elecciones los españoles sólo se juegan el nombre del presidente; es decir, el nombre del farero, del vigilante o intérprete de los mensajes del más allá, el traductor del morse. Lo demás seguirá igual.

En esta campaña electoral hay políticos a los que les gustaría quitar el piloto automático, jugar con las clavijas de la carlinga y conducir por sí mismos el aparato del Estado. Pero el asunto no tiene solución; estos geypermans huelen a naftalina. Miren una cosa: en este tiempo de elecciones, las paredes están llenas de propaganda ideológica y publicidad comercial, unos políticos contra otros, unas patrias junto a otras. De modo que mi consejo es éste, joven ardiente, viejo patriota: ponte un bigotito de mosca, crúzate el pecho con un correaje, enfunda tus manos con manoplas de cuero y, con este uniforme de redentor alquilado en Cornejo, échate a la calle a buscar la esencia de Occidente. Saluda brazo en alto cuando veas un anuncio de Westinghouse, cuádrate militarmente ante un cartel de mirinda naranja, coloca con respeto el sombrero sobre tu tetilla izquierda ante un panel de Standard y silba un himno rock, pega un taconazo ante una valla de Philips, joven ardiente, porque esas son tus patrias unidimensionales. Después vota a quien quieras. En estas elecciones sólo se elige al farero. Lejos hay un señor gordito que come palomitas de maíz.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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