La senda constitucional
EL ACUERDO adoptado ayer por la Junta Electoral Central de no tomar en consideración el pintoresco decreto de 2 de febrero de 1979, que excluía de los espacios electorales de Televisión a la mayoría de los grupos extraparlamentarios, limitaba el tiempo concedido a otros y reservaba tan sólo para siete partidos o coaliciones el normal disfrute de la poderosa pantalla, es un acontecimiento que en verdad merece el calificativo de histórico. Porque constituye tal vez la primera prueba material y tangible de que esa Constitución que tan trabajosamente nos hemos dado los españoles no es una proclamación de buenas intenciones.Así como los diputados que votaron en las Cortes a favor del decreto-ley de 26 de enero de protección ciudadana -aun sospechando de su inconstitucionalidad- han hecho un pésimo servicio a la causa de la democracia parlamentaria, los integrantes de la Junta Electoral Central merecen, en cambio, el respeto y el agradecimiento de los ciudadanos.
La Junta se ha guiado indudablemente por el artículo nueve de la Constitución, que garantiza el principio de legalidad, la irretroactividad de las disposiciones restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica y la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. No significa otra cosa «entender que todos los partidos y coaliciones tienen derecho adquirido, con arreglo al decreto de 3 de mayo de 1977, a participar en los espacios gratuitos de radio y televisión, de conformidad con los preceptos contenidos en el mismo» y resolver que sea respetada su duración.
La apresurada, irreflexiva y caciquil decisión adoptada por el Gobierno, con la complicidad activa o la complacencia pasiva del PSOE, el PCE y CD, de alterar, después de la presentación y la proclamación de las candidaturas, la normativa para el uso de la televisión y la radio, indica hasta qué punto los nervios electorales pueden cegar a los partidos más obligados a respetar un texto que ellos mismos han elaborado y aprobado. Quienes acusan de vestales o ángeles custodios de la Constitución a los que se limitan, a cumplir con el elemental deber cívico de señalar las violaciones de la norma básica de nuestra convivencia, seguramente no han terminado de entender el abismo que separa a un sistema autoritario -en el que las leyes son la hoja de la parra de la arbitrariedad de un régimen democrático- de un auténtico Estado de Derecho -en el que no es una fórmula retórica lo dispuesto por el artículo nueve de nuestra ley fundamental-: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenámiento jurídico. »
En anteriores comentarios editoriales sobre el malhadado decreto de 2 de febrero dejamos constancia de las evidentes incomodidades que crearía la aplicación estricta -y, sin embargo, necesaria- de la antigua normativa. La Junta Electoral Central, al tiempo que ratifica la vigencia del decreto de mayo de 1977, indica que el comité de RTVE, encargado de ejecutar el acuerdo, podrá tener en cuenta en sus decisiones «los criterios de equidad y las necesidades del medio, en los supuestos especiales que se puedan presentar».
En lo que a la programación ordinaria de Televisión se refiere, no parece demasiado dificil evitar su menoscabo o desaparición a manos de la propaganda electoral. Algunos expertos calcularon que la aplicación del decreto de mayo de 1977 obligaría a transmitir cuatro horas diarias de propaganda electoral, tiempo que seguramente resultaría ahora incluso insuficiente debido a la parálisis de los tres primeros días hábiles de campaña. Sin necesidad de alterar la aburrida y entontecedora programación normal de Prado del Rey (labor que sólo podrá realizar una televisión liberada de la hipoteca gubernamental), se pueden reservar para la campaña las dos horas y media que separan la emisión de sobremesa y la de la tarde, espacio muerto los días laborables, y el tiempo preciso para complementarlas después de la sesión de noche. Esto, evidentemente, no va a resultar muy divertido, pero ya sabemos quiénes son los responsables de que se hagan mal las cosas. Por lo demás, si los sábados y los domingos Televisión no corta sus emisiones a lo largo del día, y si los domingos por la noche nos propina la tabarra de los 300 millones, ¿que insuperable obstáculo hay para consagrar espacios homólogos a la campaña electoral? La fórmula ofrece, por lo demás, alguna insospechada ventaja. Si Televisión anuncia con suficiente antelación, y de manera destacada, el horario de cada una de las, intervenciones, los ciudadanos podrán ejercer su derecho de escuchar a los candidatos o -sin duda, con frecuencia- de cerrar el aparato. La ocupación de las ondas durante las veinticuatro horas no permite recurrir a emisiones extraordinarias de radio; en este caso no quedaría más solución que sacrificar durante tres semanas algunos de los espacios fijos.
Queda, finalmente, la dificultad de valorar los «criterios de equidad». Si el Gobierno y los partidos parlamentarios, tan ocupados a veces en problemas nimios, hubieran previsto esta contingencia a su debido tiempo y establecido algún orden de preferencia, en función de los escaños o de los votos obtenidos en junio de 1977, para la presentación de las opciones, aun respetando idéntico tiempo de emisión para todos, sería de buen sentido reconocerles ese derecho. Sin embargo, y dada la actual situación, el sorteo parece la única vía equitativa para salir del embrollo en el que la imprevisión, la falta de respeto a los principios constitucionales y la concupíscencia de sufragios de los partidos con representación parlamentaria nos han metido a espectadores y actores. Enredo y confusión responsable, por lo demás, de que, a los cinco días de comienzo de campaña electoral, no se haya transmitido todavía ningún programa electoral, sólo ayer se haya constituido definitivamente el comité de RTVE e ignoremos aún el calendario de presentación de las candidaturas.
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