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Policía, justicia, democracia

Miembro de Justicia Democrática.Fiscal de la Audiencia Territorial de Madrid

A juzgar por las conversaciones y comentarios públicos y privados, en nuestro país no hay problema sino el del orden público. Esta preocupación del ciudadano -espontánea o inducida- por el principio de autoridad contribuye cuando menos a preterir otras cuestiones: el paro, la vivienda, la enseñanza, la escasez de inversiones, etcétera. En este sentido nadie podrá negar que el tema del orden público cumple una importante tarea. No en balde el hombre es el único pájaro que hace su propia jaula.

Por este tiempo hace un año -acaso sea un fruto del solsticio de invierno- andaban irritados nuestros compatriotas por otra cuestión que también reclamaba dureza represiva: el gran número de violaciones que, según se afirmaba, se producían en cualquier ocasión y lugar. Más bien parecía que se hubiera desatado un mundo de energía viril y primitiva que obligaba a nuestras mujeres a ir provistas de carabina para defender su libertad sexual. No se sabe qué incidencia habrá tenido tal floración de celtíberos incontinentes sobre el número de turistas nórdicas, que algo así pretendieron los coroneles griegos para atraer divisas, cuando proclamaban, en su publicidad, la potencia irrefenable de los mozos de su tierra. Pero, pasado el tiempo, aquel furor de violadores españoles ha decaído y desaparecido como por ensalmo.

Es inevitable observar que la reiterada difusión de una afirmada inseguridad personal genera reacciones infantiles, que reclaman una respuesta aturdida, indiscriminada. A la simpleza del planteamiento sigue la simpleza de la solución. Los ciudadanos exigen justicia, seguridad. Y puesto que -se dice- aumenta el número de los agresores y son se dice también- ineficaces los instrumentos de la justicia, habrá que recurrir a medios más contundentes. Nada mejor que el sheriff, los hombres de Harrelson, las jovencitas policías, para acabar con los delincuentes. (Nada mejor que suprimir a los obreros para acabar con el paro, sería una de las consecuencias.) Los jueces son lentos, están abrumados de fórmulas y papeles, dejan en libertad a delincuentes. Así se difunde, así se «razona», así se pontifica. Y una Sociedad que debe caminar hacia la democracia -que es investigación y serenidad, y firmeza y publicidad del juicio- se ve lanzada por una estimulación acrítica o aviesa hacia un plano de primitivismo en que está al llegar el linchamiento, la ley de Lynch, de un momento a otro.

Porque, en lugar de verificar los fenómenos que se dicen y de estudiar el método de evitarlos o corregirlos con todos los respetos para los derechos de la persona, se genera una reacción predemocrática, fascistizante. Se están arbitrando las condiciones que pueden llevarnos a que el pueblo acabe en un estentóreo «vivan las caenas». Y casi se pretende «ejecutar la sentencia aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa», método repudiable según Cervantes y propio de los moros (de aquella época), «entre los que no hay traslado a la parte, a prueba y estése, como entre nosotros». Así que nuestros antepasados lograron puntos de civilidad que, en esta aurora que nos anuncian ciertos gallos, estamos a punto de abandonar.

Pero, además de la relación entre la delincuencia masiva y voceada y la ansiedad ciudadana, se advierte igualmente que el ritmo de esa delincuencia va acompasado de pretensiones legislativas que fortalezcan la represión y que cercenan los derechos de todos, sean o no delincuentes. Los antiguos estados de excepción son ya innecesarios. Todo esto crea un grave riesgo para nuestra Sociedad. El griterío puede anegar las voces. Los monólogos son un buen camino para el envanecimiento y el error. Cuando, para dialogar -nos enseñó Machado- «preguntad, primero / después, escuchad».

Por eso conviene recordar unas cuantas palabras, que serían ofensivas en otras latitudes: los principios elementales de la vida en una sociedad democrática.

La relación de la Justicia con la Democracia es absolutamente insustituible. Un mundo ordenado a «la dignidad de la persona y a los derechos inviolables que le son inherentes» así lo reclaman. En una Sociedad democrática cada Poder del Estado ha de cumplir su función sin invadir la de los demás. «La Sociedad en la que no hay separación de poderes ni garantía de derechos carece de Constitución». Y así, que la policía -en dependencia orgánica del poder ejecutivo- «averigüe los delitos... recoja los instrumentos y las pruebas de cuya desaparición hubiere peligro y los ponga a disposición de la autoridad Judicial». Que los jueces -el Poder judicial- juzguen y publiquen lo juzgado «en un proceso público, sin dilaciones indebidas y con todas las garantías». Después de lo cual podrá afirmarse la existencia del delito y del culpable y su responsabilidad, e imponerse la pena adecuada. La Democracia, más que cualquier otro régimen político, requiere de la asistencia de la Justicia, lo que implica que los Tribunales han de ser provistos de medios, infundidos por el espíritu de los tiempos, por «la realidad social». Lo que no tolera la Democracia es la sustitución de la Justicia como método civilizado de definir y garantizar los derechos.

Las gentes presurosas que piden o ven bien el castigo sin previo juicio, sereno, público y contradictorio, olvidan que la paloma -la de Kant y todas las palomas- no vuela menos por la resistencia que a su esfuerzo le opone el aire. Esa resistencia es la que le permite volar. Lo demás es vacío y testarazo. Y esperan -desmemoriadas- que fórmulas de urgencia vayan a producir resultados milagrosos, y que, ya ensayadas en otras épocas, no los cumplieron. Recuérdese, por ejemplo, que el entonces denostado decreto-ley Antiterrorista de 1975 facultaba la detención policial por un tiempo de diez días y que ahora, con aprobación de los denostadores (ley de 4 de diciembre de 1978) viene a ocurrir otro tanto. De la eficacia de aquel decreto-ley, denunciado y repudiado porque ofendía los derechos de los ciudadanos, puede calcularse la de las normas actuales y recientes. «¿Y este hoy es el mañana de ayer?»

Acabamos de estrenar Constitución y ya tenemos un real decreto-ley (de 26 de enero de 1979) que la deja malparada. Esta historia ya nos es conocida. Así ocurrió con la Constitución de la Monarquía restaurada -1876-, que inmediatamente después de proclamar las libertades públicas dio al mundo la ley de Secuestros (1877), y la de Explosivos (1894) y la de represión del anarquismo (1896), cercenadoras de los derechos proclamados y en las que se han inspirado las abundantes disposiciones antiterroristas posteriores. Y hasta se creó una policía antiterrorista (real orden de 19 de septiembre de 1896). Y -nihil novum sub sole- se ofrecía en premio «la exención del servicio de las armas al que hubiera denunciado o contribuido a la captura» de procesados a tenor de la ley (1877), beneficio en el que -como si de bien hereditario se tratase- podía «subrogarse el pariente dentro del cuarto grado...»

La vida ciudadana no es fruto de la limitación de los derechos procesales de los individuos. Es, por el contrario, consecuencia de la diaria producción de las garantías que la Justicia tiene que cumplir. Es secuela del esfuerzo y del ejercicio de los derechos, no de abdicaciones infundadas y peligrosas. No es conveniente creer -como se creía en aquella tribu de que habló Nietzsche- que la barca se mueve por la voluntad de los dioses a los que era grato el esfuerzo del barquero sobre los remos. La barca -probablemente- se mueve por el esfuerzo del hombre.

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