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Policías y ladrones

Rosa Montero

Tengo la lengua toda estremecida de ansias delatoras desde que escuché que iban a pagar un millón de pesetas a aquel que informó a la policía de la identidad del asesino de Cruz Cuenca, y que este pago podría sentar el precedente de una dinámica antropófaga de dinero a cambio de denuncia. Me vigilo la lengua, eso sí, me la saco ante el espejo con disciplina y empeño, autodisculpando tamaña grosería, y cada día la encuentro más larga y afilada, vibrando al aire húmedas sospechas y poniéndolo todo de perdigones que es un asco. Como la mía es una lengua mediana y muy vulgar, es de temer que no se encuentre sola en sus afanes, de modo que, de confirmarse lo de la recompensa y seguir la cosa así, será un pasmo ver cómo quiebra la Lotería Nacional y cómo los de las quinielas declaran bancarrota, porque los ensueños millonarios del país pueden concentrarse en una fiebre confidente, mercando sangre por pesetas y suplantando toda colaboración desinteresada por el simple negocio.En realidad, esta noticia del dinero no nos ha pillado muy de sorpresa ni a la lengua ni a mí. Bien mirado no es más que el peldaño siguiente, la consecuencia lógica del trayecto emprendido, porque nos estamos ensenando a perseguimos mutuamente, y dentro de poco, medio país vigilará al otro medio y viceversa, que todos los españoles nos convertiremos en espías de nosotros mismos, acechándonos los propios pasos desde la penumbra del portal. Mi lengua en esto no es más que una pionera humilde y aplicada, una aprendiz de Mata Hari.

Y es que, desconcertados por unos y por otros, ametrallados con balas o millones, estamos construyendo un país de buenos y de malos. O sea, como siempre. La diferencia estriba en que antes éramos todos malos a excepción de un puñado de prohombres propensos al pedestal y a la procuraduría en Cortes, y por eso, cuando en las fronteras franquistas se nos acercaba un guardia a vigilar nuestros papeles con estrecha suspicacia, los sudores se nos iban y venían sabiéndonos pecadores en todo o casi todo, arrastrábamos con congoja la culpa nacional y mirábamos sin pestañear al aduanero con ojos vidriosos y temblones intentando poner una expresión digna y decente, cosa difícil, por otra parte, porque en aquella época estábamos todos hechos unos zorros y llevábamos en la cara la marca de la infamia.

Ahora, no. Ahora, cuando el funcionario se acerca con la lista de infractores en la mano, mostramos el pasaporte con orgullo, agradecidos incluso ante la existencia de transgresores que, con su abyecta realidad, hacen aún más resplandeciente nuestra santidad a toda. prueba. Ahora resulta que todos somos buenos, y la bondad es feroz, vengativa y no da tregua.

Yo no quisiera ser ni buena ni mala tampoco todo lo contrario, que ser todo lo contrario de cualquier cosa siempre resulta tonto y maniqueo. Antes me hicieron reo y ahora voy para juez, y puestos a espantarse, más me espanta esta bondad seráfica que: hoy me invade, esta aureola que me está creciendo en el cogote y que apenas disimulo con los pelos, estos muñones de alas que me pican y desescaman la espalcla, a modo de eczema arcangélico. Porque los arcángeles manejan con demasiada alegría, sus espadones llameantes y así van, como locos, repartiendo zurriagazos y chanitiscando el aire alrededor, embriagados de justicia. Digámoslo de una vez: los arcángeles son un verdadero muermo.

Total, que a mí me gustaría ser así-así, es, decir, buena y mala, indio y americano. ladrón y policía, me gustaría ser una ciudadana de medio pelaje y no tener que escoger entre el orden y el abismo, come, siempre. Por eso, resistiéndome como una sola mujer, me esfuerzo en cometer ruindades cada día: y cuando la lengua se dispone a delatarse y delatarme, me la muerdo.

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