Obligados a entendernos
(Candidato al Congreso por Coalición Democrática)El espectáculo es en principio, deprimente. Muchos mediocres, queriendo sobresalir atribuyéndose unos méritos inexistentes, inventándose pequeños partidos políticos formados por tres o cuatro amiguetes, difamando, acusando, dividiendo, conspirando, atacando, repartiendo noticias falsas a oídos complacientes que la deforman todavía más, exhibiendo en la penumbra una falsa modestia, pero pugnando en realidad por hacerse un lugar en el sol. Caracoles introducidos siempre en su concha para estar a cubierto de temporales, asoman ahora la cabeza con las antenas bien alargadas para sintonizar todas las ondas. Y la música que escuchan les anima, a pesar de su patosidad, a, lanzarse a la pista de baile sin miedo a dar pisotones a quienes se aventuran a danzar con ellos, o empujones a quienes bailan otra música con otro son bien distinto.
¡Qué tendrá que ver toda esta ridícula danza de mezquinos intereses personales con la realidad del país, con lo que la gente está pidiendo casi a gritos! El público se va a levantar pronto de sus asientos y corrernos a zurriagazos a quienes damos este deprimente espectáculo; quiero decir a los políticos, al Gobierno, a la Oposición.
Porque es mucho más indecente y provocador ponerse a bailar apretando contra sí, voluptuosamente, el deseo de un cargo en el que, además, nada positivo se pretende hacer cuando en la calle van cayendo gentes que han sido condenadas y van siendo ejecutadas no por ambición, ni por la Constitución, ni por la democracia, ni por la Monarquía, sino por cumplir con su deber, por servir al Estado y vestir un honroso uniforme. Y también cuando la economía está aquejada de arterioesclerosis, la empresa en crisis, el paro llegando a cifras que nos hacen sangrar a quienes tenemos un mínimo de sensibilidad y no leemos las estadísticas fríamente, como si se tratara de números y no de seres humanos. Hablar de consenso, en estas circunstancias, es una prueba de humor negro de un gusto discutible.
Y dejémosnos ya de chismes, anécdotas y cuchicheos. La apuesta es demasiado importante para perder el tiempo en cotilleos.
Los cuatro modelos de sociedad
En realidad existen tan sólo cuatro modelos de sociedad. El anarquista, que es el único proyecto realmente revolucionario: destruir el orden, suprimir las reglas, prohibir las prohibiciones, eliminas el poder. Todo lo demás no es otra cosa que sustituir un poder por otro poder, unas reglas por otras reglas. Es un modelo utópico, a veces analfabeto, otras generoso, imposible siempre. Un proyecto que va en contra mismo de la esencia de la sociedad: no vale la pena hablar de él ahora.
Otro modelo que evidentemente rechazamos es el fascista. No existe ya en estado puro y tan sólo quedan de él aleaciones poco consistentes; de cualquier manera, y aun en los ejemplos más templados, nos oponemos también a todo lo que se le parezca. El tercer modelo, colectivista, socialista o marxista, es antagónico, hoy, con el democrático, pues no existe régimen alguno que sea a la vez socialista y democrático. En ningún país del mundo socialista se dan las mínimas condiciones de libertad y de prosperidad que deseamos para nuestra patria. Todos los regímenes socialistas son dictaduras y todas las democracias son capitalistas. Y si alguien encuentra sospechosa esta afirmación, que eche una ojeada a un mapa y piense que me la ha susurrado al oído Maurice Duverger, al que nadie negará su socialismo.
El modelo liberal y democrático
Nos queda, pues, aunque sólo sea por exclusión, el modelo liberal y democrático. Este, con todos sus defectos, es, el nuestro. Queremos una sociedad lo más libre, lo más justa, lo más próspera e, imaginativa posible. Somos progresistas y partidarios de un orden que garantice la paz en la calle y el ejercicio de nuestras libertades, y también, ¿para qué repetirlo?, somos partidarios de la economía de mercado. Creemos necesaria la eficiencia productiva, la mejor asignación de los recursos, la tecnología moderna, el incentivo del ahorro, el respeto al equilibrio ecológico y, desde luego, la libertad individual mientras no lesione los derechos de los demás. Somos conscientes de que una comunidad política es una suma de intereses e ideales diversos, contradictorios y antagónicos que coexisten, sin embargo, bajo el mandato de unas reglas comunes que canalizan y moderan los conflictos. Pensamos que la justicia social debe practicarse realmente en lugar de hablar a tontas y a locas de ella. Como la democracia: se debe ser demócrata, pero no hay por qué estar repitiendo cada cinco minutos que se es demócrata. Y es preciso tener el valor de decir que la justicia social no consiste en demagogias baratas, sino en dar a cada uno según lo que es, lo que hace, lo que trabaja; no según lo que debiera ser, hacer o trabajar. Acabemos ya con los latiguillos, falsedades y palabras huecas. Seamos honrados en nuestras expresiones y ¡ay!, también en las cuestiones económicas.
El desorden, la falta de autoridad, el desprestigio o la decepción de la democracia pueden conducir a un régimen de fuerza, pues la gente cede libertad a cambio de orden, tolera la corrupción a cambio de autoridad, acepta limitaciones a cambio de seguridades. El autoritarismo tiene, en ciertas circunstancias, buena acogida y mucho más en países tan emotivos, pasionales y basculantes como el nuestro. El miedo es mal consejero: un conservador aterrorizado, un demócrata indignado o un liberal asustado pueden convertirse, cuando menos momentáneamente, en fascistas agresivos.
Obligados a entendernos
El país nos pedirá cuentas. Nos exigirá responsabilidades a cuantos creemos en una sociedad democrática y sin dogmas, que somos la mayoría. Porque estábamos obligados o, si se quiere, condenados -pues debe uno gozar de un estómago resistente para tragar según qué manjares-; estábamos obligados, pese a todo, a entendernos todos aquellos que deseamos una sociedad libre, brillante, imaginativa, próspera, en paz, abierta, progresista; una sociedad en la que no se muera de hambre ni violentamente ni tampoco de aburrimiento. Porque estábamos obligados a entendernos. Porque lo estamos aún.
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