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Tribuna
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Soliloquium

Una cierta desazón me sube por el esófago, en la hora oscura posmeridiana, y se conjuga con todo lo demás, las elecciones, la familia, el trabajo, las demarcaciones, las fosas relativamente asépticas. Necesito volver a respirar (en antiguas terminologías: rezar) y no sé por dónde comenzar; quizá por ahí, por la escritura misma, y por la constatación condicionada, la desazón que empuja fuera de sus límites, el lenguaje en rebeldía, el lenguaje en contra de sí mismo. Probablemente sea este el preámbulo de toda emancipación: el lenguaje harto de sí mismo. De entrada, la sintaxis; luego, la misma ortografía. Hasta el siglo XVIII, sólo los tipógrafos conocían bien la ortografía; los escritores escribían (como les daba la gana, como les salía del cuerpo. Los manuscritos tenían una ortografía bastante libre. El lenguaje, en Shakespeare y en Cervantes, andaba bastante suelto. Después llegaron los corsés, las reglas, la gramática (que, como dice André Martinet, es una materia muy difícil), la preceptiva literaria, la esclerosis. Ahora escribir es casi imposible, respirar (en viejas terminologías: rezar) es casi imposible. Hemos acumulado demasiadas inocencias perdidas. A la que uno se descuida, uno declama, se somete (fingiendo que no se somete), confecciona jergas ya inventadas. Y así vamos jugando, simulando una comunicación que no es tal, simplemente parloteando bla, bla, como si fuéramos hombres de las cavernas, metidos en la cárcel del lugar común y del corsé-sintaxis-penuria-hueca moneda falsa. Ni siquiera los quejidos tienen consistencia; hemos de empezar de nuevo, porque no conseguimos que nadie nos escuche, y mucho menos, que alguien nos conteste. Hay demasiadas palabras interpuestas. Demasiados hábitos. En 1953, Samuel Beckett vació las formas teatrales de toda anécdota, de toda acción, de toda referencia, para no presentar más que un esquema próximo al silencio. Eso estuvo bien. Comenzar con un esquema próximo al silencio, sí; el ruido, por ejemplo. Comenzar con el ruido. La ruidología ya vendrá a su tiempo, si es que hay tiempo. Los críticos literarios ya se encargarán de degradar los ruidos sibilinos en frases llenas de inteligibilidad y de sentido. Dirán (a propósito de Beckett): «Este contestatario de la palabra sólo se expresa realmente por medio de la palabra desnuda.» Son sagaces y parlanchines los críticos literarios; consiguen trivializarlo todo. Con la excepción de Roland Barthes y otros de su línea. Ellos, al menos, han comprendido el problema. Cada escritor que nace abre en sí mismo el proceso de la literatura. Leemos aproximadamente en Le degré zéro de l'écriture que el escritor se encuentra inscrito en una contradicción sin salida: o bien el objeto de su obra se acomoda ingenuamente a las convenciones de la forma, y la literatura permanece sorda a la historia presente, y el mito literario no se sobrepasa: o bien el escritor reconoce el vasto frescor del mundo, pero comprende que para rendir cuenta del mismo sólo dispone de una lengua espléndida y muerta. En efecto. Hay una trágica disparidad entre lo que el escritor dice y lo que el escritor percibe. Así nace el drama de la escritura, el drama del hombre, que tiene que batirse contra los signos ancestrales recibidos. Percibimos el mundo, las cosas, en su fantástica novedad, y nos sentimos condicionados a mandar tarjetas postales. Nos sentimos presionados a ceñirnos a un conjunto trivial de reglas codificadas. ¿Cabe atropello mayor que el acto de comprensión?; ¿cabe coacción mayor que el acto de someterse a un código de inteligibilidad? No le demos muchas vueltas: la cuestión de la verdad se articula con la cuestión del poder. El poder de lo inteligible es la inteligibilidad del poder. Y si uno desea la libertad y el aire libre, uno tiene que aventurarse al exterior de la caverna, donde un imprevisible ambivalente caos sopla.Lo he pensado boca arriba, echado en la cama, que es como se piensan las cosas que sólo a uno le conciernen. La desazón que hace un momento me subía por el esófago, la percepción global de que algo sobrepasa los límites de lo tolerable, esto sigue ahí. Y a esto se le puede extraer el jugo. Dejándolo tal cual, en su misma y apenas inteligible contradicción. Es la hora de los últimos cuartetos. La desazón no cede, o comienza a ceder muy suavemente, una vez que se ha olvidado el texto y el destinatario, cuando la utopía del lenguaje se convierte en el silencio compartido de los cómplices anónimos.

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