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Tribuna:TRIBUNA LIBREConsideraciones al hilo de un nuevo Estatuto / 2
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La imparcialidad del funcionario

Presidente de la Asociación Española de la Administración PúblicaLas incompatibilidades y la imparcialidad componen las dos caras de la moneda de la Administración independiente con la que la Constitución quiere regalar al pueblo español. Aluden, respectivamente, a dos órdenes de cosas, al económico y al político, y propugnan el corte de ligaduras tanto respecto de la instancia económica como de la ideológica. La necesidad de liberar a las Administraciones de los modernos Estados industriales de la compleja trama de intereses de las mallas financieras nacionales o multinacionales se complementa con la necesidad sentida en los regímenes democráticos pluralistas de procurar también aquella liberación respecto de las consignas partidistas. Si se consigue que los altos puestos de la Administración no se ocupen por quienes tienen asiento en los consejos de administración de las empresas habrá que velar también por que aquellos puestos no se cubran por quienes son dirigentes de los partidos políticos en liza. Al primer objetivo ha de apuntar una adecuada regulación de las incompatibilidades; al segundo, la regulación de la imparcialidad.

Si el sistema de incompatibilidades acusa principalmente un fuerte sabor económico, el de la imparcialidad cobra un predominante acento político. Prueba de esto último es que en el proyecto constitucional se denominaba «imparcialidad política» a lo que la Constitución hoy encierra bajo el escueto lema de «imparcialidad». La supresión del adjetivo no debe, sin embargo, impedir registrar el matiz preponderantemente político que concurre en el propósito de juego imparcial. Lo que ocurre es que. puede obviarse su consignación expresa e incluso de tal omisión puede concluirse que más que perseguirse el objetivo de «imparcialidad política» lo que la Constitución pretende es el objetivo «político» de la «actuación imparcial», que tiene una doble faceta, económica y política.

Alzase, en suma, la imparcialidad como consigna del comportamiento de la Administración pública. Su observancia cabe se vea o obstante, minada por dos órdenes de consideraciones económicas ideológicas, cuyo peso, gravitando fuertemente sobre los funcionarios, puede dar lugar a fenómenos de actuación interesada o comprometida (en todo caso, parcial). La configuración de un funcionariado sustraído a ese doble frente de influencias representará mayor seguridad para la tutela del interés público. A esto último se orienta la adecuada regulación del sistema de las incompatibilidades (imparcialidad económica) y el de la imparcialidad (imparcialidad política). Se tratará, por tanto, del fin político de neutralizar las conexiones que puedan mediar sobre los servidores de la cosa pública por parte de las esferas de interés económicas y de las organizaciones partidistas.

Al llegar a este punto es, sin embargo, preciso hacer una distinción: Una cosa es sustraer la «actuación» del funcionariado a las expresadas influencias y otra que éste se independice frente a todo en e manejo de los resortes del poder o hay que olvidar que la independencia a ultranza del funcionariado, antesala de los mayores refuerzos en el burocratismo, es mercancía que puede pasar de contrabando al intentar abonar el terreno donde haya de desarrollarse la actuación imparcial de la Administración. Los principios políticos propios del Estado democrático que la Constitución instaura han de requerir, por lo demás, algunas precisiones en el tema.

Sentido democrático de la imparcialidad

Entendida la imparcialidad como independencia respecto de la instancia ideológica, habrá que precisar que la necesidad se sentir, no obstante, más que frente a la ideología dominante, frente a la ideología de la clase políticamente dominante. Mas las conexiones (por supuesto, soterradas) que en la etapas de desajuste se mantienen, sin duda alguna, entre las ideologías hegemónicas y las que dominan el aparato político, llevan también a estar alerta frente a las influencias de las primeras, aunque no dominen políticamente. Y, finalmente, como los intentos históricos en los que el funcionariado haya querido compensar con su intervención las debilidades de las ideologías que no han alcanzado posiciones de hegemonía ni de dominación no han servido sino para alumbrar simples momentos de apogeos burocráticos, querrá decirse que no hay que descuidar las seguridades tampoco frente a las ideologías de esta última clase.

Habrá siempre matices que quitarán rigor a lo que se acaba de apuntar. Si se tiene presente que la ideología de la clase políticamente dominante se ve apoyada en la práctica por la presencia de esta clase en la instancia económica que es la que predomina en la sociedad, pronto se advertirá la necesidad de que un Estado democrático intente fórmulas de equilibrio. De otra manera, mal podrían habrirse paso las nuevas concepciones del mundo, aun siendo compartidas por la mayoría de los ciudadanos, y no quedarían más salidas que los «modos de inserción» en la vida (Perry Anderson) por parte de las clases hegemónicas.

Fórmula constitucional

Nuestra Constitución se refiere al establecimiento de las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de la función pública. La tarea queda a cargo de la correspondiente ley. Se trata, nada más y nada menos, que de crear un marco objetivo que posibilite la actuación imparcial del funcionariado de un Estado democrático que se organiza sobre el propio espacio hasta ahora ocupado por la burocracia del régimen autoritario precedente. La trascendencia, delicadeza y complejidad del tema (enlazado con el de las incompatibilidades y con el de la profesionalídad) no debe permitir que una breve fórmula de prohibiciones a los funcionarios para ocupar cargos destacados en los partidos sea la solución que ofreza el nuevo estatuto de funcionarios (otra cosa no contienen por ahora los borradores de anteproyecto).

Las contradicciones reales erizan el tema de las relaciones de la Administración con la instancia ideológica. No debe, sin embargo, desmayar por ello el cumplimiento del mandato constitucional. Que el «cemento» -como diría Gramsci- con el que las ideologías quieren tapar los poros de tales contradicciones no llegue a embotar el difícil equilibrio democrático en que se ha de resumir la actuación pública imparcial.

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