El asesinato de vagabundos
En Los Angeles ejercita sus artes macabras un asesinó de vagabundos; lleva ya siete u ocho hombres muertos, todos de raza blanca, y la policía aún no dio con él. Los blancos sospechan que es un negro y a los negros nadie les preguntó sobre el color de su sospecha. En los crímenes de los maníacos sexuales suele prevalecer la teoría de los contrarios -Jack el destripador, Landrú, el vampiro de Dusseldorf o el estrangulador de Boston fueron hombres que no mataron si no mujeres-, y el asesinato de vagabundos blancos, hilando muy delgado en el arcano de las motivaciones eróticas, quizá no quede fuera del todo de la nómina de las más sutiles aberraciones sexuales del sedentario negro. Es difícil acabar de entender a un animal tan esquinado y tan poco digno como el hombre, ese simio que no se conforma con desaparecer sino que se aferra desesperadamente a la idea de que su recuerdo, poco importa si bueno o malo, deberá flotar y pervivir, por los siglos de los siglos, en el ambiente que se respira y en la memoria de la especie.En recuerdo de mis años de vagabundeo, cuando todavía acertaba a gozar contando España desde el camino, quiero dejar constancia de mi dolor por este rosario de sucesos. El vagabundo ciudadano no es del todo idéntico al del camino, bien lo sé, pero la maquinita que le lleva a caminar, un pie tras otro, sin detenerse más que para serenar el resuello, tampoco es tan diferente, ni extraña, ni ajena.
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