La nueva presencia de la Iglesia el palacio de las Cortes
Pro vicario general del Arzobispado de Madrid AlcaláEl cardenal presidente de la Conferencia Episcopal va a estar hoy presente en el palacio de las Cortes. Los católicos de a pie pueden sentirse sorprendidos de que en una democracia y con un Estado no confesional un obispo tenga algo que hacer en la sesión solemne en que se va a ratificar por el Rey y por los representantes del pueblo la Constitución. José María González Ruiz, que es tenido por teólogo y progresista, escribía ayer, precisamente en estas páginas, un artículo desconcertante. González Ruiz no ha superado aún el trauma de aquel rey visigodo que se llamó Recaredo y que en el año 589, como es sabido de todos, proclamó ante unas Cortes-Concilio la confesionalidad católica de algo que pudiera ser el antecedente del Estado español. San Leandro cantó entonces la alegría de la conversión de los arrianos y todos los prelados hispánicos se unieron al gozo de ver restituida, no sólo la unidad de la Iglesia, sino de ésta con todo el reino visigótico. Y no va mal esta referencia histórica que nos ofrece el teólogo malagueño, para situar la presencia de un representante de la jerarquía católica en la sesión solemne que va a tener lugar en el palacio de la Carrera de San Jerónimo.
Aquello de entonces fue fundamentalmente un acontecimiento eclesial: el rey y los obispos arrianos volvieron a la unidad de la fe. Lo que se firmó en Toledo fue una profesión de fe. Lo que se firma hoy públicamente es una Constitución secular, democrática, redactada por los representantes del pueblo, sometida ya a la aprobación de todos los ciudadanos y que va a ser ratificada por el representante máximo del Estado. Pero, ¿son sólo las instituciones del Estado y cada uno de los ciudadanos los que tienen que ponerla en práctica?
No pocas de las instituciones del Estado, como la misma Corona, el poder judicial y el Ejército, no han participado en los debates constitucionales ni se van a sentar hoy en el hemiciclo de las Cortes, porque no son propia mente autores del texto que se proclama. Pero sí van a estar encargados de cumplirlo y de hacerlo cumplir. Lógico es que se sumen con su presencia y su homenaje, si no como actores, al menos como espectadores activos al hecho constituyente. Los representantes diplomáticos de otros Estados han sido también invitados para tomar conocimiento oficial del marco jurídico en el que se va a desenvolver la convivencia de los españoles. El nacimiento de una nueva estructuración del Estado español es también un acontecimiento internacional, y para que sean testigos de ello se requiere la presencia de los embajadores. ¿Y cómo justificar la presencia de un representante de la Iglesia católica y la de otros dos representantes de confesiones religiosas? Por lo pronto no va a haber ningún obispo sentado en los escaños del hemiciclo. Ninguno ha tenido voz ni voto en los debates legislativos, ni parece que va a tenerlo en lo sucesivo, al menos como pastor religioso. Pasar de actor a mero espectador no es poco cambio, si se tiene en cuenta que desde la primera Constitución española (1812) hasta hace poco más de dos años, quitando los breves períodos republicanos, la jerarquía católica ha venido tomando parte activa en la elaboración de las leyes para todos los ciudadanos españoles. La sombra de Recaredo ya no cubre ningún escaño del hemiciclo, ni se llama a los representantes de Dios para que legitimen el nuevo ordenamiento jurídico. La nueva Constitución es tan respetuosa con la increencia de los españoles y con la libertad religiosa de los individuos y de las instituciones en las que esa libertad se hace real que no se va a invocar el nombre de Dios para exigir su cumplimiento, como hacían nuestros antepasados.
Pero ni se trata de resucitar la figura de Recaredo, confesionalizando parcelas de poder, ni de desconocer ni infravalorar la dimensión pública de la Iglesia y de las otras confesiones. La Iglesia no tiene por qué mendigar nada, ni «entrar de puntillas» vergonzosamente, ya que en el marco jurídico-político de la Constitución se le reconoce el lugar propio que el Concilio Vaticano II postuló dentro de un Estado democrático. También ella, como institución, y no sólo los ciudadanos católicos, tiene que cumplir la Constitución. La novedad de la presencia de un representante de la jerarquía católica, a mi juicio, lleva consigo la afirmación de dependencia y sujeción de la Iglesia y de su actuación respecto al marco coactivo impuesto por el Estado. Al mismo tiempo, la comunidad católica, al tomar conciencia del ámbito de sus derechos reconocidos y de las garantías que se le ofrecen para su acción eclesial organizada o institucional, ve asegurada de algún modo su propia libertad. Desconocer ese hecho de dependencia y de autonomía equivaldría a negar la relación de servicio que para bien de todos debe existir entre el Estado y la Iglesia, y que será tanto más eficaz «cuanto más sana y mejor sea la cooperación» entre ambas instituciones, como se pide en la Gaudium et spes, en el número 76.
Conviene que quede muy claro que esa relación no es de subordinación, pero tampoco de confrontamiento de poderes. El Estado no se subordina al poder eclesiástico (= teocracia), ni siquiera la Iglesia va a utilizar el poder estatal en función de sus propios intereses a cambio de una legitimación trascendente. Tampoco la Iglesia se va a someter al Estado en la línea de la restricción de sus derechos, lo que equivaldría a una situación más o menos clara de persecución. La reacción pendular del anticlericalismo atávico no tiene, no puede tener, ningún punto de apoyo en esta Constitución. El Estado neutral, tanto respecto a la creencia o la increencia como en relación con las distintas confesiones, no es un ser abstracto, cerrado en sí mismo, sino comprometido con la libertad civil de los ciudadanos en materia religiosa y con las instituciones en las que esa libertad se hace sustantiva y real. Y esto es lo que se establece en la Constitución cuando se dice que los poderes públicos mantendrán «relaciones de cooperación».
La relación de enfrentamiento de poderes se hace inevitable, cuando la Iglesia es vista como un poder paralelo al Estado, con el que hay que pactar, dado su peso sociológico, para evitar posibles conflictos futuros o para superar esa especie de esquizofrenia colectiva que se provoca con la apelación a la conciencia religiosa o cuando han desaparecido los cauces obvios de la cooperación y, el buen entendimiento. No cualquier relación de la jerarquía católica con los poderes públicos confesionaliza al Estado. Pensar que no vamos a ser capaces de cumplir el artículo 16 de la Constitución, por dejarnos llevar de rutinas anteriores, equivale a condenarnos al endiablado dilema histórico del clericalismo y el anticlericalismo.
El drama de muchos progresistas españoles es que empiezan a manifestar una cierta incapaci dad de innovación. Llevan bajo el brazo unas fórmulas estereotipadas que se convierten en sus únicos puntos de referencia. Y cuando se paran no lo hacen para reflexionar, ni para hacer nuevos planteamientos, sino para tratar de aplicar las mismas sentencias y las mismas críticas que ellos mismos lanzaron hace años en circunstancias diametralmente distintas. Los eclesiásticos no tienen por qué desempeñar el oficio de comadronas en el nacimiento del nuevo Estado, pero tampoco tienen que permanecer mudos ante el mismo, precisamente porque la presencia pública de la Iglesia en nuestra sociedad y dentro del marco constitucional es tan necesaria y tan evangélica como la misma acción dispersa de cada uno de los cristianos.
Y yo creo que para enterrar a Recaredo no es necesario llegar a una clandestinidad pactada, por otra parte mucho más peligrosa. Por el contrario, aquel rey visigótico podría resucitar más fácilmente si el Estado ignorara deliberadamente las fuerzas reales de la sociedad y sucumbiera a la tentación permanente de derivar de la necesidad de los servicios públicos el totalitarismo propio de los mesianismos políticos. Y para tomar buena nota públicamente del acatamiento a la Constitución y de los contenidos que entraña para la Iglesia, no hace falta consultar a cada uno de los miembros de la Iglesia, basta simplemente haber asumido la responsabilidad y el carisma de hacer visible en este mundo a su Cabeza, que es Nuestro Señor Jesucristo.
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