Las relaciones de China y Estados Unidos
Los PRINCIPIOS de la coexistencia pacífica entre todas las naciones del planeta -propugnados, entre otros países, por la Unión Soviética casi desde su fundación- invitan a recibir como una excelente noticia el anuncio del intercambio de embajadores entre Estados Unidos y China. Carecía de todo sentido que la primera potencia industrial y militar del mundo y la nación más poblada de la Tierra mantuvieran relaciones sólo oficiosas. La abismal diferencia de tradiciones históricas, sistema político y organización de la vida económica y social entre ambos países constituye un motivo adicional para buscar, a través de los canales diplomáticos y de los intercambios comerciales, una comunicación que la enorme distancia cultural entre China y Estados Unidos hace todo menos espontánea. El mantenimiento de la paz, o al menos la evitación de conflictos que no puedan ser localizados, exige la multiplicación de contactos y de instrumentos de negociación entre todas las naciones del globo, especialmente entre las más poderosas. El establecimiento de relaciones diplomáticas normales entre Estados Unidos y China puede considerarse simplemente como la recuperación de un retraso: debía haberse producido mucho antes, y tenía prácticamente la fuerza del destino. En noviembre de 1973, Henry Kissinger, visitante de Pekín, exclamaba: «Pase lo que pase, sea cual sea la Administración americana, se proseguirá el progreso en nuestras relaciones, y nuestra amistad seguirá siendo uno de los factores constantes de la política americana. » La Administración americana ha cambiado tres veces (Nixon, Ford, Carter), han pasado cinco años (casi siete desde la visita de Nixon a Pekín, en 1972, ocho desde la entrada de China en la ONU) hasta llegar a esta normalización. No se puede considerar que Washington se haya apresurado. El obstáculo aparente era el mantenimiento de relaciones de Estados Unidos con la «China nacionalista» de Formosa, que aparecía como una «cuestión moral», poco convincente para quienes no creen en la presencia de la ética en las relaciones internacionales. El obstáculo real -o la razón de la espera por parte de Washington; Pekín sólo ha sentido impaciencia- era todo el complejo de las relaciones triangulares: Washington-Pekín-Moscú. El poder permanente de Estados Unidos -aparte de los cambios presidenciales- podía esperar un esclarecimiento de los acontecimientos interiores chinos y de la evolución de sus relaciones con la URSS. Los acontecimientos interiores de China se han movido con una velocidad uniformemente acelerada, que en los últimos meses ha precipitado los hechos que ya se multiplican en el mismo sentido -una occidentalización acentuada en la política exterior china, una definición continua de posiciones antisoviéticas que ha tomado la forma de ofensiva, una rectificación de personas y de orientaciones que tienden hacia un cambio brusco de sociedad-, mientras la evolución de las relaciones de Estados Unidos y la URSS se produce en un sentido negativo. Hace unos días, en la conmemoración del XXX aniversario de la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, Carter volvía a insistir sobre las violaciones de estos derechos en la URSS, y aún se desempolvaba el caso de las repúblicas bálticas devoradas -Lituania, Letonia, Estonia-, mientras se omitía cualquier alusión a problemas parecidos en China, cuando, precisamente, Amnesty International acababa de emitir un informe sobrecogedor sobre la cuantía y el trato a los prisioneros políticos, y cuando se publicaba la noticia de la ejecución de unos antiguos «guardias rojos».En este contexto internacional, el intercambio de embajadores y las próximas visitas de Estado representa algo más que la recuperación de un tiempo perdido, o el reconocimiento de jure de algo que estaba reconocido defacto; es -como ha dicho ya Le Monde- un duro golpe a la Unión Soviética. En Moscú se ha debido sentir como una agresión. El terreno político soviético se estrecha cada vez más. Ha pasado de ser un cerco en sus zonas de influencia para situarse junto a sus fronteras con las visitas del presidente chino y del enviado de Carter -el secretario del Tesoro, Blumenthal- a Rumania, esta última después de la disidencia abierta de Ceaucescu ante el Pacto de Varsovia.
Podría entenderse que la nueva aproximación del PCUS a los eurocomunismos -que cada día se hacen por su parte más pro soviéticos- es un indicio de respuesta del Kremlin a esta situación. Pero los propios partidos eurocomunistas tendrán mucho cuidado en un cambio demasiado visible que pueda incitar a susaya escépticos seguidores a nuevas críticas acerca de su volubilidad y de su coyunturalismo. La respuesta soviética puede producir, además, o una evolución sensible hacia la «apertura» de su régimen interior o, por el contrario, un endurecimiento y una instalación en sus posiciones anteriores. Ninguno de estos dos cambios de posición parece, en estos momentos, fácil. La política exterior soviética está tan esclerotizada como la interior.
La URSS está hoy debilitada por el malestar de las potencias de su zona -Rumania es sólo un ejemplo visible de lo que pasa en otras repúblicas populares-, por la consistencia cada vez mayor de sus disidencias, por el abandono de los partidos comunistas europeos -sea cual sea la aproximación coyuntural de ahora- y por la pérdida continua de posiciones internacionales. El paso de China a una ofensiva abierta con la colaboración de Estados Unidos es el hecho más grave con que se ha enfrentado en su historia después de la agresión nazi. La Unión Soviética debe haber advertido ya más de una vez a Estados Unidos que la colaboración con China puede arrastrarles a situaciones imprevisibles. Puede estar ocurriendo que si Washington cree que está manipulando a China en su política antisoviética, Moscú crea que el manipulado sea Estados Unidos.
En resumen, es previsible un empeoramiento en las relaciones soviéticas con Estados Unidos y un final de la política de «détente».
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