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En defensa de Martha Frayde

«Estar preso es estar condenado al silencio forzoso, a escuchar y leer cuanto se habla y escribe sin poder opinar, a soportar los ataques de los cobardes que se aprovechan de las circunstancias para combatir a quienes no pueden defenderse y hacen planteamientos que, de no encontrarme imposibilitado materialmente, merecerían mi inmediata réplica. »En un artículo reciente (EL PAÍS, 8 de diciembre de 1978) evocaba el caso indignante de la luchadora independentista puertorriqueña Lolita Lebrón, detenida desde hace veinticuatro años en una prisión federal estadounidense en flagrante violación de los derechos humanos proclamados en la Carta de las Naciones Unidas y nominalmente defendidos, de puertas afuera, por la administración de Jimmy Carter. Hoy quisiera tocar un nuevo ejemplo de injusticia igualmente clara que afecta a otra mujer de conducta revolucionaria intachable: me refiero a la doctora Cubana Martha Frayde, recientemente condenada a veintinueve años de cárcel por un presunto delito de espionaje por las autoridades de su país.Martha Frayde, nacida en 1921, titular de la cátedra de Obstetricia y Ginecología de la Universidad de La Habana, conocida internacionalmente en los medios profesionales por sus cursillos en diversos hospitales y facultades médicas de Canadá y Europa occidental, intervino desde muy joven en la vida política cubana, militando en la década de los cuarenta en el ala izquierda del Partido Ortodoxo, a la que pertenecía, asimismo, Fidel Castro. Al producirse el golpe militar batistiano de marzo del 52, colaboró activamente en la lucha contra el dictador. Militante anti-imperialista, miembro del Comité América Latina Libre y del Comité pro Guatemala, creado en defensa de Jacobo Arberiz, fue detenida por la policía de Batista a causa de sus contactos con la organización clandestina del Movimiento del 26 de Julio, que, paralelamente a la lucha guerrillera en Sierra Maestra, fomentaba huelgas, sabotajes y atentados en los centros urbanos. Obligada a exiliarse, sirvió de enlace, en razón de sus simpatías marxistas, entre el movimiento de Castro y el viejo Partido Socialista Popular de Blas Roca, Carlos Rafael Rodríguez y Aníbal Escalante. Nombrada directora del hospital Nacional de La Habana a la caída, de la dictadura, acompañó a Fidel Castro en su gira por Estados Unidos en la primavera de 1959. Vicepresidenta de la Asociación de Amistad Chino-Cubana, fue elegida presidenta del Consejo de la Paz, y a este título condecoró personalmente al Líder Máximo con la orden de Lenin. Delegada de Cuba en la UNESCO con el rango de ministra. consejera, permaneció en París desde 1962 a fines de 1964. En 1965 regresó a La Habana y fue cesada en todos sus cargos oficiales, reintegrándose en el ejercicio privado de su profesión. Invitada por la facultad de Medicina de Madrid, solicitó en 1967 un permiso temporal de salida de la isla; unos días antes de la fecha fijada para el viaje recibió una llamada telefónica del comandante Abrahantes comunicándole que por orden personal de Fidel Castro, y obedeciendo a «razones de seguridad», no podía abandonar el territorio cubano. En 1970 reiteró su petición de salida de Cuba, esta vez de forma definitiva. Su demanda fue rechazada de nuevo invocando pretextos burocráticos. En junio de 1976 la policía de la seguridad cubana detuvo a Martha Frayde: su piso fue sellado, su automóvil y material médico confiscados, sus muebles y enseres destruidos. Trasladada a la cárcel de mujeres Nuevo Amanecer, en la sección de presas comunes, enfermó gravemente a causa de las condiciones reinantes y obtuvo su traslado a la cárcel Benéfica con el estatuto de presa política. En 1972 fue juzgada secretamente y condenada a veintinueve años de cárcel por un supuesto crimen de «espionaje».

Conocí personalmente a Martha Frayde en París, en 1962. Desde su puesto de delegada de Cuba en la UNESCO realizaba una magnífica labor de acercamiento entre los escritores, artistas e intelectuales franceses y la Revolución. Inteligente, apasionada, persuasiva, abierta, fue la mejor abogada de la causa de su país en las horas difíciles de la crisis de los cohetes y supo crear relaciones de amistad y confianza con quienes, como yo entonces, veíamos en una joven revolución llena de promesas el único rayo de luz para los pueblos de habla hispánica, víctimas de la opresión, violencia y rapacidad endémicas de sus propias clases dirigentes, instrumento dócil a su vez de los intereses económicos de las multinacionales y la política hegemónica del State Department.

Al igual que Carlos Franqui y numerosos intelectuales progresistas cuyo nombre callo por hallarse en la isla en condiciones precarias, Martha Fravde era plenamente consciente de que -como dice la carta de protesta contra su detención, encabezada por Jean Paul Sartre- «los peligros que amenazan a una revolución no son sólo exteriores (reacción imperialista, labor contrarrevolucionaria de la burguesía desposeída), sino igualmente internos (burocratización, totalitarismo, confiscación del protagonismo popular por un pequeño núcleo de dirigentes)». Resuelta a combatir en ambos frentes, no ocultaba sus inquietudes acerca de la paulatina sovietización de la que fue en sus orígenes una revolución profundamente popular y democrática. Recuerdo que en la víspera de uno de mis viajes a Cuba, Franqui y ella me comunicaron un hecho que me llenó de consternación: la recepcionista de la embajada de Cuba en París -una mujer delgada, cabello blanco, riguroso perfil de medalla, con quien había conversado alguna vez y que, al enterarse de mi origen barcelonés, me había hablado de Cataluña con evidente nostalgia- era nada menos que Caridad del Río, madre de Ramón Mercader, el asesino de Trotski. Caridad del Río había sido puesta allí directamente por la KGB, y tanto Franqui como Martha Frayde estaban convencidos de que el Ministerio cubano de Asuntos Exteriores ignoraba totalmente el hecho. La cuestión era grave tanto cuanto corría el riesgo de divulgarse y ser explotada por la prensa sensacionalista y reaccionaria francesa para una posible campaña contra Cuba. Dado el cargo oficial que ocupaban, cualquier intervención personal suya corría el riesgo de volverse contra ellos, y convenimos con Franqui en que el encargado de alertar al servicio diplomático cubano fuese yo. Unas semanas más tarde, en La Habana, solicité una entrevista con Raúl Roa, entonces ministro de Asuntos Exteriores y le expuse la potencial explosividad del asunto. Raúl Roa se mostró sinceramente sorprendido y dijo que se ocuparía inmediatamente de ello. Días después me crucé con Caridad del Río en el vestíbulo del hotel Habana Riviera y pasó junto a mí sin saludarme. El encargo había surtido efecto, e imagino que fue destinada por sus patrones a un puesto de menor exposición y peligrosidad pues desapareció para siempre de la embajada.

Volví a ver a Martha Frayde poco antes de su regreso a Cuba. Me pareció vivamente preocupada por las noticias de la creciente represión intelectual y la campaña desencadenada contra los homosexuales, y me manifestó su propósito de discutir de ello con el propio Fidel. Aunque ignoro si esta discusión tuvo lugar, lo cierto es que a su regreso fue «liberada» de todas sus responsabilidades oficiales. Cuando visité Cuba por última vez, en el verano de 1967, junto con los intelectuales y artistas del Salón de, Mayo, Martha Frayde se había convertido en una figura conflictiva, cuyo contacto todo el mundo evitaba para no comprometerse. En un momento en que los intelectuales se encastillaban en un silencio prudente o hablaban de la situación con murmullos, ella seguía expresando leal y abiertamente sus puntos de desacuerdo con la nueva línea de la Revolución. Un viajero que la vio después de haber sido rechazada su primera solicitud de salida de la isla me dijo que llevaba una vida retirada, totalmente entregada a su profesión médica y que «callaba como los demás». Esta fue la última noticia que tuve de ella hasta la monstruosa nueva de su detención y condena.

Los procesos por espionaje y «actividades al servicio del imperialismo» son una excrecencia fatal del mal llamado «socialismo» en el poder. Desde el fusilamiento de la vieja guardia bolchevique en los años treinta hasta la reciente condena de los militantes pro derechos humanos en la URSS, la «inteligencia con el enemigo» sigue siendo el expediente favorito del sistema para desembarazarse de quienes, por una razón u otra, disienten del pensamiento oficial. Pero los tiempos han cambiado, la opinión democrática mundial empieza a abrir los ojos y el aparato burocrático soviético-cubano se ha visto obligado a camuflar sus métodos represivos. En lugar de manifestaciones multitudinarias con antorchas para celebrar la ejecución de los «enemigos del pueblo», operan ahora en silencio, en estricta clandestinidad. La noticia del juicio y condena de Martha Frayde llegó a sus familiares y amigos con varios meses de retraso. Ni el secreto inquisitorial estaba tan bien guardado.

Como dicen los firmantes de la carta antes mencionada, «es absolutamente inconcebible que una mujer con el pasado revolucionario de Martha Frayde, tras haber manifestado honradamente su desacuerdo con el modelo soviético impuesto a la revolución cubana y solicitado oficialmente el permiso de salida, haya podido entregarse a actividades de espionaje al servicio del imperialismo». Los verdaderos espías y agentes de la CIA no exponen públicamente sus ideas ni piden el permiso de emigración: son, al revés, funcionarios de apariencia modélica, como aquel misterioso y temido señor Castro -ninguna conexión con el Líder Máximo- que, oficialmente encargado de los servicios de seguridad de la representación diplomática cubana en Francia, a fines de la pasada década, apareció un buen día en Washington, tras haber entregado a los servicios secretos estadounidenses la lista completa de los revolucionarios latinoamericanos que recibían sus propias instrucciones en los locales de la embajada. Si de espías se trata, las autoridades de La Habana harían mejor en desconfiar menos de los intelectuales y más de sus mismos agentes.

Con ocasión de la próxima visita de Fidel Castro a España, los medios de comunicación y partidos políticos de izquierda tienen el deber moral de plantearle el caso de Martha Frayde, del comandante Huber Matos, del ex embajador Gustavo Arcos, del poeta. Armando Valladares y muchos otros presos políticos que combatieron en las filas de la Revolución y son hoy víctimas de su sistema carcelario.

La reciente promesa del primer ministro cubano de liberar a 3.000 presos políticos muestra que la presión internacional en favor del respeto de los derechos humanos está dando sus frutos. Dicha presión debe mantenerse hasta conseguir que las personalidades citadas obtengan el permiso de salida de la isla. El tabú político que las envuelve -tan semejante al que cuarenta años atrás envolvía a los presos políticos en la U RSS- ha de desaparecer de una vez. Que nadie nos venga ya con la monserga de la «inoportunidad» del tema o el peligro de «suministrar armas al enemigo». El derecho a la libre opinión exige un acatamiento universal, y pensar lo contrario es proceder -como los testigos silenciosos de los crímenes del estalinismo- a un lamentable y aberrante humanitarismo selectivo.

Fidel Castro, prisión de Isla de Pinos, 1955.

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