Obituario
A mi pariente político don Clodoveo del Cura y Papalaguinda, q.e.p.d., tío segundo de mi primera y fenecida esposa, q.e.p.d., fabricante de aparatos para sordos de manufactura casera, numísmata y zahorí natural de Porriño (Pontevedra), le dieron seis o siete infartos de micardio, uno detrás de otro, y le pusieron de mote el Duque del Infartado. A don Clodo, la cosa no le hizo ni pizca de gracia y, para demostrarlo, le acometió semejante cabreo y tan a lo vivo que falleció de infarto de miocardio.-¡Era un predestinado, mi buen amigo, era un predestiado!
-Pues, sí; más bien, sí. Y además, muy propenso a infartos y cabreos, ¿verdad usted?
-A no dudarlo, mi buen amigo, a no dudarlo. Los hay a quienes se les pinta en la cara.
-¿Se les pinta el qué?
-Lo ignoro, mi buen amigo, lo ignoro.
-¡Pues anda!
Mi interlocutor, el culto presbítero don Serafín Gutiérrez de la Hispanidad y Ceneque de Recarajuelo, alias Marsopa Enamorada, que era muy corpulento y bamboleante, algo bisojo y bastante malaúva por lo manso, tenía muchas dotes dialécticas.
-¿Y de las otras?
-No; de las otras, no; la verdad es que de las otras no tenía casi ninguna.
Cuando a don Clodo se le enfriaron las magras, las mucosas y los cartílagos, el clérigo don Serafín mandó inscribirlo en el obituario.
-¿Y si se le escapa?
-No, descuide; de aquí no se me ha escapado nadie jamás. Se conoce que a los muertos ya no les queda entusiasmo.
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