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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El sector público en las economías occidentales

Director de la Virginia Polytecnie Institute and State UniversityEn las tres décadas siguientes a la segunda guerra mundial, la participación estatal en la renta nacional ha crecido de manera alarmante en todos los países occidentales. La estructura económica de estos países continúa siendo bá sicamente capitalista. Sin embargo, esta estructura no puede mantenerse por más tiempo en base a una demanda de recursos estatales ya una intervención estatal a niveles corrientes, y tanto menos si la tasa de crecimiento estatal a lo largo de las tres décadas se ha venido manteniendo.

En mi opinión, el problema más urgente que tienen planteado los países occidentales en 1978, en este aspecto, es el de limitar el crecimiento estatal en todos los órdenes. Se vislumbran algunos signos alentadores de que el problema está siendo reconocido. En Estados Unidos y en Inglaterra, de manera especial, se observa una resistencia creciente frente a los intentos de elevar la fiscalidad real y de aumentar los gastos públicos. Las dos mayores preocupaciones en Estados Unidos se centran, en la actualidad, en la limitación impositiva y en la responsabilidad fiscal.

El reconocimiento de un problema constituye tan sólo el primer paso hacia la solución del mismo. Existen serias barreras que se oponen a la ralentización del «ataque a Leviatán», que nos describe la historia moderna. Las atrincheradas burocracias de todos los países occidentales han pasado a ocupar posiciones de dominio y poder, y estas burocracias se encuentra, en una cierta medida, fuera del control de los procesos democráticos ordinarios. Con independencia de la presión burocrática frente a la continua y acelerada expansión estatal existe, sin embargo, una tendencia «natural» de los Gobiernos a crecer como consecuencia lógica de una democracia política. Como los individuos y los grupos empresariales llegan cada vez en mayor número al convencimiento de que existe la oportunidad de obtener beneficios en las actividades del sector público, los talentos empresariales se van retirando del sector de mercado. Si se pueden conseguir beneficios en el sector público, las personas y los grupos tratarán de asegurarse tales beneficios. Como consecuencia de ello, el sector público crece y prospera, pero a expensas del sector privado.

En mi opinión, los Gobiernos han sobrepasado hace mucho tiempo aquellos límites que vendría a imponer una política de eficiencia económica. Dentro de unos límites apropiados, la actividad pública resulta beneficiosa para ambas partes cuando una economía capitalista funciona adecuadamente, al mismo tiempo que esta actividad tiende a elevar la productividad de la economía. Fuera de esos límites, sin embargo, la actividad pública viene a ahogar la productividad.

El escribir sobre «el sector público» o «estatal» resulta como algo muy general. Si bien en términos generales la actividad estatal, la presión fiscal del Estado y las regulaciones estatales han quedado ampliamente desbordadas en términos de criterios de productividad, subsisten actividades y funciones específicas, llevadas a cabo por Gobiernos modernos, que en lugar de hacerlo desmerecer vienen a avalar el funcionamiento del sistema capitalista. Una valoración seria y crítica permitirá distinguir aquellas actuaciones del sector público que sean útiles de las que no tengan utilidad. Desgraciadamente la política no permite llevar a cabo esta cuidadosa selección. Si se han de imponer unos límites, como en realidad deberá hacerse si se desea que sobrevivan las sociedades privadas, nos parece que serán suficientes unas restricciones ampliamente cuantitativas y cualitativas.

En el siglo XVIII los filósofos de la política y los hombres prácticos hablaron mucho de «constituciones». Si se han de imponer unos límites al crecimiento estatal y los Gobiernos tienen que volver a situarse dentro de unos límites tolerables, «el diálogo constitucional» deberá convertirse de nuevo en el centro de gravedad, según nuestra concepción del mundo. Los Gobiernos, al igual que las personas, deben estar sujetos a unas leyes, y dichas leyes deben incluir ciertos límites para la fiscalidad del Estado y el ansia que éstos tienen por regular. El laissez-faire no encaja ya como principio para organizar la economía, pero sí conviene distinguir claramente entre el laissez-faire, como principio para organizar y el laissez-faire como criterio de ajuste en los muchos márgenes de decisión. Cuando se trate de una proposición nueva que pretenda ampliar lo estatal, el laissez-faire deberá sopesarse minuciosamente al examinar las alternativas. Incluso en otras muchas actividades de la vida ordinaria se recomienda muy encarecidamente una buena dosis de laissez-faire.

Estamos viviendo en un momento de confusión intelectual. Los intelectuales, los académicos y los líderes políticos, todos ellos han perdido su confianza en los resultados de la economía capitalista. Pero la confianza ocasional en la alternativa socialista se ha comprobado como carente de base. El ordenamiento serio y viable del mercado, al que se le permita aplicar el porcentaje mayor de los recursos económicos y generar la parte más importante del producto, constituye una condición necesaria para aquella sociedad en que la persona continúe siendo libre. Los países occidentales se enfrentan con el gran peligro de perder la libertad debido al gradual -y en la mayoría de los casos imperceptible- crecimiento del Estado. Tengo la esperanza de que aún no es demasiado tarde para tomar en consideración estas advertencias.

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