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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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En busca de la ciudad perdida / y 2

Doctor ingeniero de CaminosProfesor de Urbanismo

A mitad de la década de los sesenta empieza en Madrid una labor sistemática de destrozo de la ciudad, buscando espacios para el automóvil; esta política, con la que se sacrificó buena parte de los elementos necesarios para la convivencia humana, olvidó que con ese sacrificio, a cambio de acabar con la ciudad, lo único que conseguía era prolongar unos años la agonía, ante el aumento de la motorización que hoy ya no puede tener respuesta con un aumento del espacio para circular.

El ciudadano contempló la destrucción de Madrid con indiferencia o con preocupación, aunque esta última nunca pudo manifestarla, al menos de forma eficaz. Impasible o preocupado, pero en todo caso inerme, el ciudadano, al observar la destrucción de la ciudad por parte del poder público, reaccionó de forma que no puede extrañarnos. Si no se demostraba desde la autoridad ningún respeto el patrimonio urbano común, si se atentaba contra la esencia misma de la ciudad, ¿podría exigírsele más respeto al ciudadano?

Así, al ver cómo el poder público, sacrificada la ciudad al automóvil, se tomó este sacrificio como algo correcto y necesario y se consideró normal, a partir de entonces, que los derechos del automóvil hubiesen de prevalecer sobre cualesquiera otros. Esta hipótesis tiene un punto de apoyo fáctico en la consideración de que Madrid es, al mismo tiempo, uno de los ejemplos más claros de ciudad sacrificada al tráfico y de indisciplina automovilística.

En 1978 nos encontramos con un problema de tráfico semejante al de 1966, aunque hemos perdido la ciudad en un sacrificio inútil. Ya parece que hemos llegado al consenso de que únicamente un transporte colectivo eficaz puede resolver el problema de la articulación urbana.

Las dificultades para establecer ese sistema ideal de transporte colectivo eficaz no son sólo de orden financiero, con toda la importancia que tiene; son, básicamente, de orden psicológico, de orden social. Hay que vencer la barrera que supone esa mentalidad de «ciudadano motorizado» y hay que vencerla, como paso previo a cualquier otra medida, por la vía de la persuasión, por la vía de la explicación, por la vía de la propaganda y, en, último término, por la vía de la coacción. Si el problema del tráfico no tiene solución sin unos transportes colectivos predominantes, una política de transportes colectivos debe pasar necesariamente, en primer lugar, por una formación del «ciudadano motorizado», al que hay que convencer de que con su conducta está destruyendo la ciudad y, en definitiva, se está destruyendo él mismo. Es urgente iniciar una campaña de formación de la conciencia colectiva utilizando todos los medios de difusión disponibles a través de los cuales hay que explicar cómo la anarquía en la utilización del automóvil y del espacio urbano está atentando contra la libertad básica del individuo, contra la esencia de la ciudad como lugar de convivencia y, en definitiva, contra la colectividad, que está perdiendo el soporte para seguir siendo una colectividad.

Unicamente cuando la conciencia colectiva haya entendido que no puede seguirse tal como ahora y que el nuevo camino que se propone es mejor que el precedente, podrá el poder público restablecer la autoridad y la disciplina, restaurar, en lo que sea posible, la escala humana de la ciudad.

¿Se podría en el futuro, a través de estas medidas, devolver a la ciudad su fisonomía humana y restaurar los espacios de convivencia que antes fueron arrasados? Constituiría, sin duda, una acción inédita hasta el momento y todo un programa de política urbana.

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