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Reportaje:Los marginados / 2

Eugenio Cuevas, de repartidor de novelas por entregas a hombre para todo en un asilo

«Señor Eugenio, que esta señorita quiere hablar con usted.» Eugenio Cuevas lee el periódico atrasado, hoja por hoja, hojas sueltas, rotas, como de haber envuelto con ellas bocadillos. Lee casi siempre en este mismo sillón del corredor, que es donde el sol da más de lleno, recortes de diarios o novelas, que son su gran pasión. Pero nada hay comparable a una visita, y entonces dobla su hoja de periódico y guarda las gafas, porque, desde que desapareció aquella señora argentina, hace muchos meses, no ha venido nadie a verle, y menos aún a escucharle. Eugenio Cuevas vive en esta residencia. «Mi casa», desde hace ocho años, y no es que sea de los más antiguos, pero sí, ha visto muchas modificaciones, cambios, «esta sala de la televisión está muy bien, aquí me paso la tarde del domingo». y remodelaciones hacia el plástico, el metal, el frío.Historia de melodrama

El jardín sí que está como siempre, muy vacío. Lo malo es el ruido de la calle, pero eso tampoco le impide hablar. Su historia es como un argumento de esas novelas por entregas que él mismo repartía hasta el día antes de ser admitido en el asilo. Es una historia casi de melodrama, pero con un final que afecta a muchos miles de ancianos. Y él no es precisamente reservado, tiene una urgencia diábolica por contarla a cualquier persona que simule oír, que no salga corriendo. Son las novelas por entregas que repartía en un saco y miles de otras ocupaciones que ya casi no recuerda, pero lo que le queda en la memoria está lleno de datos, de precisiones innecesarias, que son como un alarde de vitalidad. «Eran varias editoriales, muchísimas, estaba la editorial Castro, la editorial Albero, Vechi, Guerri, y había una cantidad de títulos: La mujer adúltera: El diablo en palacio, que tenía doscientos y pico capítulos. La agonía de un déspota... Estas novelas ahora no se estilan, pero entonces yo se las servía a la Beltrán de Lis, que era camarera mayor de la infanta Isabel, y a los dueños de los almacenes Maldonado, que dicen, por lo visto, que han fracasao y que ahora están los muebles Leganitos, y también a Lolita Campos, que tenía dos perros chatos y que fue la que estrenó La Blanca doble.

Aparte de un desastroso viaje a Barcelona, «de donde me tuve que venir con un billete de caridad», y de una breve etapa en Ávila de la que sólo recuerda cómo los campesinos se alumbraban aún con teas, su vida ha estado ligada siempre a Madrid. «En el hospicio de la calle Fuencarral, donde ahora hay un museo, estuve viviendo hasta los veinte años.» Seguramente allí sería de los que se amoldan bien, como ahora en el asilo de ancianos, «aunque como en casa no se está». Y eso que casa en realidad no ha tenido nunca, porque siempre vivió en pensiones de mala muerte o sirviendo en casa del director del Hospital de San Juan de Dios. «donde ahora está el Francisco Franco».

Una memoria minuciosa y subjetiva

En 78 años de vida se ha amoldado bastante bien a todo. «Yo me llevo bien con la gente, aunque tengo uno que es un titirimbaina y encima le tengo que hacer los recados, porque como está ciego, yo voy por las rriedicinas. Voy a muchos sitios, a por las formas a Blanca de Navarra, a la farmacia de aquí, y siempre, ya digo, en Metro y andando.» Su memoria se ha vuelto minuciosa y subjetiva al máximo, y ya da igual que recuerde sus últimos años de trabajo que la guerra civil en Madrid, porque siempre se describe a sí mismo como un viejo. «Me dijo uno que era un teniente, me parece: "Abuelo, ¿y usted de qué quinta es?" Yo de la del 20, le contesté.» Pero en 1938 Eugenio Cuevas, que ha nacido con el siglo, tenía 38 años. «No, será que me equivoco, claro, eso me lo dijo uno cuando yo repartía las novelas.» Da la impresión de no tener recuerdos de plenitud y abarcar con su visión de anciano todas las otras etapas de su vida, la escuela del hospicio, los compañeros que encontraron empleo en los últimos dieciséis días de plazo, el servicio militar, del que quedó excluido por corto de talla, todo con el mismo sentimiento de derrota ya prevista y esperada. Sabía desde muy pequeño que no iba a ser como el joven héroe de las novelitas italianas que les leía el maestro, «uno que tenía un hijo que estaba en esto que me parece que ya no existe, en el fútbol, en la Gimnástica Española», y que tienen en su cabeza más vigor, más resonancia que tantísimos bombardeos presenciados, más incluso que el fusilamiento de Barceló visto justo detrás del pelotón de ejecución, «estábamos allí con los fusiles, por si al final se escapaba o pasaba algo». Hay sobre todo un primer párrafo inolvidable: «En el año 1849. durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferini, ganada por los franceses y los italianos frente a los austriacos, una sección de caballería caminaba a paso lento por estrecha senda solitaria. Mandaban la sección un oficial y un sargento...»

-¡Anda, ya la ha empezao el Eugenio con las novelas! -el portero del asilo se ha acercado de pronto a interrumpirnos-. No le haga usted caso, que siempre está igual.

Dos pesetas de sueldo al mes

En la residencia se come entre una y media y dos de la tarde, la cena y el desayuno se sirven pronto y entre estos tres momentos del día, a los que no se suele faltar, flotan las horas, los recuerdos, contra los que pueden bien poco el cuarto de costura, la biblioteca recién inaugurada, la sala de la televisión, las mil y una antesalas y cuartitos relucientes llenos de sillas, vacíos. Nadie ha venido a buscarle para que ponga la mesa. Hoy, Eugenio Cuevas reconstruye el Madrid de su infancia, las dos pesetas de sueldo al mes cuando trabajaba como aprendiz, de carpintero en todos los establecimientos de la Diputación provincial, «un día me tocó ir allí, a la calle Santiago, porque luego la trasladaron a la calle Fomento, 2, y estuve trabajando allí, acuchillando el suelo y llevando unos muebles, y ese día me dieron quince pesetas, ¡en aquellos tiempos!, y yo me dije, ¡ahí va!. con esto me tengo que ir al teatro Martín, que estaba orilla, porque me gustaba mucho, que daban Zarzuelas: El perro chico, El santo de la Isidra, El pobre Balbuena...» A las tres de la tarde sale, a veces, al bar de enfrente. «cuando no manda nada la hermanita», porque el café es un vicio que conserva intacto, igual que los cigarrillos, y acepta rubio, negro o lo que sea, porque tiene buena salud, aunque dinero no le sobra precisamente. Por eso hay días que se queda en la casa y se conforma con el café que se sirve a las 4.30, un poco aguado, «pero tengo yo mi bote de leche condensada».

Sin historias sentimentales

No hay casi historias sentimentales en su vida, a las cinco de la tarde no recuerda ninguna, y es que en eso también se resignó, «no me casé porque creía que sacaba poco, y otros sacaban menos». Sí, recuerda a la hija de extranjis que tenía el director del hospital de San Juan de Dios: «Era guapísima y me tenían envidia cuando yo iba con ella y con su madre por la calle», pero ni en los mejores tiempos se decidió a formar una familia propia. Le queda por el mundo una especie de ahijada que ha sido bailarina y que al asilo no ha venido nunca. «He ido tres veces a su casa, pero no me quieren abrir, y ella está bien ahora, se ha casao y tiene una nena. Yo la llamé por teléfono desde aquí y le dije, ¡oye!, que he ido tres veces a verte y no estabas, y me contesta: "Es que como no paro en casa, y que esto y que lo otro", no la he vuelto a llamar.» Pero le pregunté por su padre y me dijo que está en una residencia, «o sea como yo». Y eso lo ve casi como un triunfo, en este punto final de la vejez su vida se confunde con la de muchos otros asilados a los que a lo mejor las cosas les fueron hasta bien, pero que han terminado aquí, con más visitas, desde luego, pero durmiendo en una habitación de tres como la suya, arrastrando los pies por los corredores, de una salita a otra, o echando una partida de cartas. «Un amigo mío que vive con un hijo casao me decía: "Yo con el hijo, bien, pero los críos me dicen, ¡este viejo!, y eso me sienta como un rayo".»

Fuera se está peor

No se estará tan mal cuando faltan plazas y sólo en Madrid más de 17.000 solicitudes esperan ser satisfechas. O simplemente fuera se está peor. El corredor, a las ocho, es una galería de espejos móviles. Se habla muy poco y además las conversaciones son paralelas, nadie escucha a nadie. «¿Le he contado ya cuando me dijo el celador: "Eugenio, ¿has encontrado ya trabajo?" Yo le dije que no, pero entonces me sucedió una historia... » Hay un sprint final de palabras atropelladas, superpuestas, de fechas, de datos, una historia circular que se muerde la cola, que vuelve a comenzar siempre de la misma manera.

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