Un general entre el salazarismo y la oposición
Sus orígenes, su formación, su carácter, sus ideas y su carrera bajo la dictadura de Oliveira Salazar contribuyeron para dificultar las relaciones entre Humberto Delgado y el resto de la oposición democrática. Pero de la misma manera que nadie pone hoy en duda la sinceridad de la opción hecha por Delgado cuando encabezó la candidatura de la oposición contra Americo Thomas. candidato de Salazar, en 1958, nada permite inferir, como lo hace, por ejemplo, Henrique Cerqueira en su libro Acuso que de la ruptura surgida en 1964 entre Delgado y los círculos de portugueses exilados en Argel haya surgido la decisión de entregar el general a la PIDE, policía pglítica de Salazar, algunos meses después.Humberto Delgado entró, en 1923, a los diecisiete años, en la Academia militar. Allí completó la formación de su carácter, dominado durante toda su vida por dos impulsos contradictorios que le granjearon muchos amigos, luego una inmensa popularidad, pero también incontables enemigos, entre los cuales, según varios testimonios, el propio Salazar, que sentía hacia él una mezcla de respeto y envidia: al general, por un lado, le gustaba el mando, el aparato, el ceremonial militar, y conservó siempre una manera muy militar de afrontar los problemas y sus soluciones mediante soluciones de fuerza, cuando no de violencia pura. Su otro impulso derivaba de un espíritu emotivo y romántico, capaz de conmover sinceramente y de dejarse seducir por el gesto altivo y desafiante, por el escarnio despiadado, por la rebelión individual.
Cuando se produjo el levantamiento militar, que iba a dar origen a la dictadura de Salazar, belgado, entonces cadete y alumno de una de las primeras escuelas de aviación, se adhiere a la «revolución nacional» con el mayor entusiasmo. El 7 de febrero de 1927 ataca, con granadas, un cañón instalado en una céntrica plaza de Lisboa por un grupo de marineros sublevados en defensa de la Constitución republicana. Una vez consolidado el Estado novo, corporativista e imperial, Delgado asciende rápidamente los peldaños del régimen. En 1936 es comisario militar, participa de la organización de la Mocedade Portuguesa, organización juvenil del salazarismo inspirada en las juventudes hitlerianas. Como consejero técnico sirve al lado de Francisco Franco contra la República española. Acompaña al entonces presidente Carmona en un viaje por las colonias portuguesas.
En 1941 es encargado de una misión muy delicada y secreta: negociar con Inglaterra la concesión de una base aérea en las islas Azores. Salazar, como Franco, quiere jugar con dos barajas: ideológicamente cercano de las potencias nazi y fascista, quiere preservar la alianza multisecular que une Portugal al Reino Unido. Era, pues, maniobrar y tranquilizar a los ingleses, mientras Salazar manda hacia Alemania trenes de productos estratégicos, wolframio y tungsteno. El acuerdo con Inglaterra acaba por firmarse el 18 de agosto de 1943, es decir, a la altura de la caída de Benito Mussolini en Italia.
Cambio de ideas Delgado confesó que el esfuerzo del pueblo británico durante la guerra contribuyó mucho para modificar sus ideas acerca de la democracia. Esta influencia, reforzada por largos años de permanencia en Canadá (de 1947 a 1950) y luego en Estados Unidos, donde presidió la delegación militar portuguesa ante la OTAN (de 1952 a 1957), se vio reforzada por el sentimiento de humillación que, como militar, Delgado sufre ante el trato reservado por la dictadura portuguesa a las Fuerzas Armadas. Aunque utilizándoles y comprometiéndoles en el apoyo al régimen. Salazar desconfió siempre de los militares, sobre todo de los elementos brillantes susceptibles de transformarse en líderes de posibles pronunciamientos. Tampoco debe excluirse que, en Estados Unidos, Delgado recibiese ciertos estímulos, aunque discretos para un intento de sustitución sin sobresaltos de la dictadura por un régimen de fachada más aceptable para las democracias occidentales. Es, sin embargo, su amistad con Henrique Galvao, otro hijo pródigo del régimen, encarcelado entonces por haberse atrevido a rebelarse contra el régimen, es la que acaba por hacerle dar el paso decisivo a finales de 1957.
Es el capitán Galvao quien sugiere a Delgado durante una visita a la cárcel que se presente a las elecciones presidenciales como candidato de la oposición. Bastarán tres días a Delgado para decidirse a aceptar.
Los círculos democráticos ven inmediatamente las ventajas que pueden resultar de una candidatura tan prestigiosa, capaz de ganar adeptos incluso entre los sectores más modernizantes del régimen, pero hay también muchas reticencias.
El Partido Comunista, el único organizado a escala nacional, no aceptó retirar su propio candidato, que ya había iniciado su campaña electoral mientras Delgado demostraba su capacidad de movilizar las grandes masas populares.
General sin miedo El abogado Abranches Ferrao, hoy unos de los defensores de la familia Delgado, dice: «Había entonces una especie de atracción eléctrica entre él y el pueblo; no había en él sólo arrojo, sino también inteligencia. Era políticamente inculto, pero tenía gran intuición.»
Desafiando las prohibiciones hechas a la oposición de hacer mítines fuera de recintos cerrados, Delgado convocó manifestaciones multitudinarias en Oporto y en Lisboa. Al aplaudir al «general sin miedo» la gente parece perder también su miedo, a pesar de las cargas de la policía y de las bombas de gases.
Salazar dijo de Delgado que es «un genio de la agitación», pero una cosa es vencer en la plaza pública y otra superar el control del aparato del régimen. Al contrario de la oposición, que empieza tímidamente a creer en una victoria electoral, Delgado no tuvo nunca ilusiones al respecto. Para él, la campaña no es más que un medio para despertar el pueblo, empujarlo hacia un estado de preinsurrección. Al margen de sus actos públicos, llevó a cabo una serie de contactos secretos con militares, e incluso antiguas figuras del régimen, para tratar de convencerles de que participasen con él en un golpe decisivo el 8 de junio de 1958. Los resultados electorales le dan, al menos sobre este punto, la razón. De nueve millones de habitantes, únicamente millón y medio pudieron votar, y el escrutinio dio una aplastante victoria a Américo Thomas.
Delgado denunció la farsa electoral y pidió a Thomas que dimitiese, por considerarse como el presidente elegido. A partir de entonces estas ideas quedarán ancladas en su conciencia: el fue el elegido del pueblo, en él es en quien confía el pueblo para alcanzar la libertad. Esta libertad no se puede conseguir mediante la vía pacífica y las urnas.
A posteriori, puede decirse que los acontecimientos de 1974 le dieron otra vez razón. Después de las ilusiones liberalizadoras de Caetano, el régimen sólo pudo ser derrocado por un golpe militar. Un glope que Delgado persiguió con afán durante siete años y que acabó por llevarlo a la cita de Badajoz. Siete años, señalados por diversas «intentonas», como la de Beja, en la Nochevieja de 1961, que se salda con el fracaso del levantamiento del regimiento de infantería de esta ciudad alentejana.
Un año antes, en enero de 1961, había tenido lugar el asalto al barco Santa María, joya de la flota turística portuguesa, cuyo secuestro llevado a cabo por un grupo luso-español dirigido por el capitán Henrique Galvao, inauguró la era de la piratería política. Sí bien el rocimbolesco proyecto de desembarco en An gola para proclamar allí un Gobierno provisional fracasó, es verdad que ninguna otra acción contribuyó tanto para atraer la opinión pública mundial hacia los problemas de la Península Ibérica. Delgado conservó siempre la nostalgia de todo este mientras soportaba mal el exilio a que se había visto reducido, así como las reticencias de los regímenes democráticos para facilitarle siquiera una residencia o un pasaporte. Las discusiones con los círculos de exiliados le parecían estériles. Rápidamente llega a acusarlos en privado, y luego públicamente de cobardía, de falta de patriotismo, de comodismo. El choque fue, sobre todo, frontal con el Partido Comunista que consciente de ser el único partido con fuerza organizada en el interior del país, no está dispuesto a poner sus medios al servicio del ex candidato de la oposicion, que, además, no disimuló nunca su hostilidad hacia el co munismo. Todo esto crea el marco que hará del general -cada vez más impaciente (la palabra «prisa» es la que más a menudo aparece en sus escritos), cada vez más desconfiado de sus aliados de antaño, cada vez más desesperado- la presa fácil de un grupo de aventureros que se le ofrece para organizar el «golpe definitivo». Que este grupo estuviese infiltrado por la PIDE y dirigido desde Roma por un agente de la policía secreta, que se valió de sus relaciones con los grupos neofascistas para ofrecer al general armas y dinero, tal vez Delgado lo hubiera sospechado, pero aun así no estaba dispuesto a retroceder.
Se jugó el todo por el todo.
Un golpe, aunque fracasado, le hubiese devuelto, en su opinión, el liderazgo indiscutible de la oposición: hubiese, sobre todo, convencido al Gobierno argelino, que apoyaba entonces a los refugiados portugueses, de que dedicase a la preparación de la acción armada el dinero invertido en una emisora de radio, cuya actividad el general veía con desprecio.
En el peor de los casos caería en manos de la policía. Preso, en Portugal, esperaba despertar la conciencia nacional, agitar de nuevo, como víctima, las masas que lo habían apoyado.
La PIDE, que, desde Lisboa, seguía cada uno de sus pasos, hizo seguramente la misma composición de lugar y decidió actuar: capturar a Delgado y eliminarlo en circunstancias que pudieran hacer recaer sospechas sobre la oposición portuguesa y debilitarla, así, doblemente.
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