"Crecer en Andalucía"
Senador del PSOE por AImería secretario general de la Junta de AndalucíaEl discurso jeremíaco, las obsesiones personalistas o partidistas, el infantilismo nacionalista, la elucubración totalizadora sobre el «alma andaluza», la educastración de la conciencia popular, están convirtiendo algo tan perfectamente serio como el camino hacia el autogobierno andaluz en un espectáculo donde la lucha por la butaca amenaza con ser importante. El panorama inicial no abonaba excesivas alegrías y, como siempre ocurre, sólo los no informados o los mal informados podían llamarse al optimismo. La preautonomía andaluza -cuya gestación resultó larga, laboriosa y no exenta de cicaterías gubernamentales- nació rodeada de expectaciones de muy diversa índole, desde las que se traducían en ilusiones de realización inmediata hasta las que encarnaban en el recelo o en el anticipado regusto por el fracaso. La Junta de Andalucía no mereció el lógico paréntesis de confianza que se otorga a cualquier institución recién nacida y el acoso fue casi inmediato.
Para unos, quedaba invalidada por el propio proceso de creación que habían aceptado -poco menos que con «fervor claudicante»- las fuerzas políticas que, juntamente con el Gobierno, sirvieron de coparteras. Al parecer, se podía haber obtenido una norma más densa y ambiciosa de la que se obtuvo; al parecer, la realidad institucional del momento se prestaba a mayores conquistas normativas y políticas para Andalucía. Los que así pensaban, enristraron sus lanzas contra la Junta y, con la «adarga al brazo, toda fantasía», se aprestaron a un combate aguerrido donde la discusión sobre el «sexo» de la criatura ocupaba un lugar excepcional.
Para otros, la actuación de la Junta había de ser apartidista, aséptica, imparcial y, a ser posible, inexistente. Era de todos y para todos los andaluces y, por tanto, debería estar «por encima» de las ideologías y de los partidos, «por encima» o al margen de los conflictos de clase, como símbolo de concordia y aglutinación de esfuerzos. Al mismo tiempo, como sus competencias, hasta que no se realizara la liturgia procesal de las transferencias, no existían, la Junta debería transitar con el coturno de las «altas instancias» y con el disfraz del poder ausente. Había de recordar, en suma, a la vieja campana-concordia de Schiller que, «enmedio del éter puro, suspensa debe quedar». El hambre andaluza, la muerte andaluza. la pasión andaluza por una justicia real -la que arrasa privilegios y desigualdades, la que quema el cortijo andaluz de los viejos y nuevos mandarines, la que crea riqueza sin vocación migratoria, la que explota y liquida a los explotadores- nada tendrían que ver con la Junta: eran elementos contaminantes y disgregadores.
No faltaban los románticos de la revolución, para los que la Junta debería acaudillar, desde el principio, los ímpetus revolucionarios de las bases más radicalizadas, agudizar los sentimientos de frustración para transformarlos en instrumentos de una guerra de clases, bendecir e impulsar las estrategias maximalistas de cualquier anarco-terrorismo incipiente, embestir contra el Gobierno y sus instituciones e instaurar, en definitiva, en Andalucía una política de ruptura que pulverizara, en, el solar andaluz, la «aberrante y repulsiva» política reformista y de consenso de los social- traidores de turno.
Abundaban las quejas anticipadas por un seguro centralismo de segundo grado, por una imposición del «sevillanismo centralista». La Junta, alojada en dos despachos de la Diputación sevillana, con sólo un teléfono para todos, con unos consejeros que vagaban por los pasillos como remeros de una nueva barca de Caronte, como sirgadores sin derecho a silla ni a respaldo, con un presidente agobiado de carencias y blanco común de todas las cerbatanas por no compartir, pese a todo, el «pudor por el trabajo» que algún sabio al uso atribuye, como piropo, al pueblo andaluz, era solemnemente acusada de centralista. El «centro» abusivo y totalizador, el gran Leviatán andaluz. la nueva Corte absorbente y esquilmadora -aunque de mayoría socialista- eran esos dos despachos precaristas, ese teléfono único y una secretaría particular establecida en una sala de visitas, reuniones, entrevistas y audiencias presidida por un botijo. Que el Consejo permanente -un seudogobierno de seudoconcentración- decidiera la posibilidad de distintas sedes para el propio Consejo y para el Pleno de la Junta, el hecho de que cada Consejería se instalara en la ciudad de residencia de su titular, nada significaban. El estigma centralista era, a lo que se ve, un turbio e inevitable efecto de algún pecado original.
¿Por qué tanto desgarro, tanta premonición, tan absurdos temores, tan infundadas pretensiones, tanto ejercicio de irracionalidad? ¿Cómo es posible que la preautonomía andaluza pueda haberse contemplado como privilegio sin función o como función esotérica y estética al margen de la realidad andaluza? ¿Acaso alguien puede pretender, con un mínimo de lógica, que la dignidad institucional de la Junta de Andalucía es compatible con su «ingravidez» funcional, con su flotación en el vacío de las grandes constelaciones de entes de razón? ¿Que se le exija eficacia cuando, huérfana de contenidos concretos, es permanentemente incitada a la polémica intestina, a los círculos de tiza, a los protocolos de cartón-piedra enmarcados por el oropel de las viejas túnicas, por los recelos y rencores de los antiguos virreyes y por las inexplicables negativas a una relación normalizada con «altísimas instancias estatales»? ¿Que se la impulse a continuar en un cada vez más difícil ejercicio de contención, de equilibrio y racionalidad ante la creciente crispación expansiva de una parte importante de su pueblo que puede empezar a ensayar el camino del estallido enmedio de tanta incomprensión, de tanta estúpida rutina, de tantas mutilaciones prolongadas? ¿Que admita como normales los agravios sustantivos y comparativos y se encargue de explicarlos como «cosas de la política nacional»?
Yo creo en la formidable energía creadora, que también ha de ser destructora, de mi pueblo andaluz. Pienso que él se encargará de liquidar las torpezas, de constituir, a medio camino entre el amor y el sufrimiento, su propio autogobierno, de poner a la Junta en su sitio, a los caciques en el suyo, a los «jeremías» al borde de los pantanos, a los neorrománticos a descubrir estrellas y a sus verdaderos representantes a servir con firmeza la causa de su país andaluz. Muchos de los cuales miembros del ente preautonómico y, por supuesto, entre ellos, el presidente, merecen bastante más, por su pueblo y por sí mismos, que un seudogobierno de seudoconcentración.
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