La cuesta de otoño
No sin cierta pereza debe encararse uno con el otoño, que ha llegado, como cada año, de improviso. Hace pocos días aún, las altas temperaturas de un cálido septiembre nos invitaban, a quienes tenemos la fortuna de vivir a orillas del Mediterráneo, a sumergirnos en sus aguas todavía en algunos lugares no contaminadas y a olvidar para más adelante los trabajos que quedaron a medio hacer en la diáspora veraniega. Aquí, en Madrid, en una reunión de personas serias y solemnes, encorbatadas y vestidas ya de un oscuro color invernal me permití, no hará más de tres semanas, decir no sin cierto escándalo: «Para quienes nacimos del Mediterráneo, como Minerva armada de la cabeza de Júpiter, es aún verano. Venimos del almendro. del ciprés y del olivo, del pino y de la encina. Somos del calor, del mar y de la tramontana, y no queremos renunciar a los plácidos días -o a las horas- que nos quedan todavía para gozarlo.»Los 32 grados de temperatura justificaban mi poco entusiasmo por comenzar otra vez la ascensión de la cuesta de otoño. Sisifo tenía la ventaja de empujar la enorme piedra sin grandes calores, al menos la mitología no alude a la temperatura. Claro es que Sisifo era un héroe rebelde y audaz; era también muy osado. A punto de morir quiso probar el amor de su mujer y le pidió que a su muerte arrojara su cuerpo a la plaza pública sin darle sepultura, convencido de que no haría algo tan impío: se encontró en los infiernos.
A fin de cuentas, quizá no fuera tan sólo el calor lo que impedía la plena incorporación al nuevo curso, sino también la angustia que se experimenta al adentrarse en un otoño que se presiente «caliente». El trapecista no se lanza al vacío sin tener la seguridad de que va a atrapar en el aire el trapecio siguiente. Los saltos mortales de nuestro país, en cambio, no sabemos a dónde nos van a conducir, aunque presentimos, vagamente, que al desastre. Y, para colmo, no vemos por parte alguna la red protectora. Aquellos mañanas que cantan se convierten, ay, en un presente que desencanta y en un futuro amenazador. Y no sólo en España. En los últimos cincuenta años la ciencia y la técnica han progresado mucho. Jamás hubo tanta prosperidad ni tantos coches, televisores, neveras o lavadoras. El coeficiente de escolaridad se ha elevado; el índice de mortandad infantil, en cambio, ha llegado a unas cotas muy bajas, impensables poco ha; felizmente, la expectativa de vida ha aumentado en mucho. A pesar de todo ello, el hombre no es más dichoso. El mundo ha sido incapaz de producir una idea o un símbolo que tengan el mínimo atractivo. Las ideologías actuales rechinan.
Pero ¿no será un tópico, un disco rayado, eso del otoño caliente? ¿Acaso no se asegura monótonamente cada año la misma cantilena? Es posible. El otoño es, a primera vista, triste: es el final de algo. Una nueva temporada va a comenzar. Octubre es, en realidad, el primer mes del año nuevo que va a empezar.
De niño me gustaba el otoño pese al horror al colegio, que asomaba ya sus orejas a la vuelta de la esquina. Recuerdo con la precisión de los recuerdos infantiles que en aquellos veranos de antes, mi padre, abrumado de trabajo, escogía para él tan sólo un mes y siempre era septiembre en nuestra casa del Alto Ampurdán. Con él iba yo a escuchar el canto de la perdiz, a coger moras para hacer mermelada o a sacar algún conejo de su madriguera. A él le gustaba subirse a las higueras y comer algún higo: elegía siempre los de «coll de dama», que aseguraba eran los más exquisitos y sabían mejor comidos en el acto; cogía también unos membrillos que colocaba en el armario de la ropa blanca y entre sus camisas. Solía detenerse en alguna viña y; tras la aprobación del payés que la cuidaba, tomaba un par de racimos de uva para refrescarse en su caminata. Era el tiempo en que el castaño, el manzano y el mandarino daban también sus frutos, y a finales de mes, si llovía, esperábamos con ilusión que salieran las setas. ¡Cuántos rovellons, ceps, rovells d'ou u oriols, como también se les llama allí, entre pinares y aleornocales, o camasecs.en los prados húmedos no habré aprendido a ver con mi padre! Todo me enseñaba a hacerlo civilizadamente, todo tenía un sabor a rito. Los hongos no podían arrancarse de cuajo, ni mucho menos; estaba permitido pasar un rastrillo por el monte. Cuando se encontraba con una colonia apetitosa de setas buenas, « ¡mira, mira. qué he encontrado!» A un conejo recién muerto había que hacerle orinar apretándole el vientre y alas perdices era preciso mocarlas introduciéndoles una rama. En el campo, era feliz. Sentía un cierto desprecio hacia quienes no sabían disfrutar de él y decía que el campo se defendía de aquellos que no le amaban. Se reía explicándome que Galdós paseaba cierta vez con Baroja hablando sin parar y, distraído con su propia charla, llegó a las afueras de Madrid. Cuando cayó en la cuenta de que había abandonado su ciudad, agarró asustado el brazo de Baroja y le gritó: « ¡Cuidado Baroja, el campo! »
¿Será el otoño, efectivamente triste, lo que me conduce a estas divagaciones preñadas de nostalgia? Lo ignoro, pero no estoy dispuesto a complacerme en el recuerdo y pienso con horror en lo que le sucedió a la mujer de Lot por mirar hacia atrás, o, peor aún, en Euridice en los infiernos porque Orfeo no pudo resistir a la tentación de contemplarla.
¿Por qué este pesimismo otoñal que a tantos nos acongoja? Los psiquiatras nos han dicho en su reciente congreso que no está prohibido suicidarse en primavera -como quería Casona- y que, al contrario.. son los suicidios y las depresiones más fuertes en aquella alegre estación que en otoño. Aunque las noticias que leemos a diario no presagian nada bueno, estoy dispuesto a creer que las enfermedades, tanto en las sociedades como en las personas, secretan en ellas mismas, muchas veces, su curación. Y responderé como Santiago Rusiñol, enfermo, respondía a su mujer cuando ésta le anunciaba la visita del médico: «Dile que no puedo recibirle, que estoy enfermo.»
Inoportunamente, pues estaba a punto de expulsar los malos presagios, le en Newsweek que el premio Nobel Miltón Friedman piensa que el crecimiento económico va a disminuir y una recesión a finales del 78 o principios del 79 es muy posible. No quiero creerlo. Estoy decidido, a pesar de todo, a embellecer el futuro. Pues, si lo pensamos bien, Sisifo era feliz. Cuando bajaba de la montaña «d'un pas lourd mais égal» -como dice Camus-, para volver a atrapar en los bajos de la montaña su enorme carga, estaba lleno de lucidez. Tenía conciencia de que no acabaría jamás de empujar la piedra, pero, sin embargo, sabía también que era superior a su destino. Que era mucho más fuerte que la pesada roca.
Por eso pudo escribir Homero que Sisifo era e más sabio y el más prudente de los mortales.
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