La autoridad del Parlamento y los deberes de sus miembros
Los NOSTALGICOS de la «democracia orgánica» y del burdo simulacro de Cámara de Diputados que fueron las Cortes de procuradores no tienen más vía para difuminar el mal recuerdo de aquel impresentable invento que la puramente negativa de denigrar el funcionamiento del actual Parlamento. Aunque sólo fuera por esta razón, nuestros diputados y senadores tienen la grave responsabilidad de evitar que sus conductas, en tanto que representantes de la soberanía popular, ofrezcan motivos fundados para esas censuras. El sistema parlamentario recibe su fuerza y su autoridad del respaldo de la opinión pública: y si quienes tienen encomendadas las más altas funciones en la vida democrática no están a la altura de las expectativas populares y contribuyen, con sus acciones u omisiones, a su descrédito, de alguna forma se convertirían en cómplices de los que no persiguen con sus críticas otro propósito que acabar con las instituciones pluralistas.La utilización injustificada del suplicatorio para rehuir responsabilidades penales ordinarias ante los tribunales de justicia sólo se ha dado en un solo caso, no por ello menos lamentable. Tampoco parecen haber sido frecuentes las situaciones en que algún parlamentario, reviviendo aquella amenaza tan habitual en los cuarenta de «no sabe usted con quién está hablando», haya tratado de utilizar su credencial de diputado o senador para actos de arrogancia o para exigir privilegios. Más grave es el creciente y frecuente absentismo en los Plenos del Congreso e incluso en las comisiones. Habría que recordar a los señores diputados que su asistencia al hemiciclo es no sólo un derecho. sino también un deber, por el que perciben, con cargo a los impuestos de los contribuyentes, una remuneración bastante superior al salario mínimo, y al que les obliga moralmente el voto de sus conciudadanos. El argumento de que muchos parlamentarios -demasiados- desempeñan, a la vez, cargos en la Administración puede ser contestado con una sugerencia encaminada a reducir el amplísimo espacio hoy existente para la corripatibilidad entre el desempeño de la representación popular y otras funciones públicas. Y en lo que a las actividades privadas se refiere, el criterio es obvio: quien vea dificultada su labor parlamentaria por sus negocios y ocupaciones puede optar por renunciar a éstos o por dimitir de su escafio.
Por lo demás, el rigodón organizado en el Grupo Mixto del Congreso después del regreso de vacaciones plantea dos cuestiones que dejan bastante malparado el respeto a la Cámara. De una parte, es muy dudoso que diputados elegidos en una lista cerrada y bloqueada, encabezada por la sigla de un partido, tengan derecho cuando abandonan la disciplina de su organización a retener un escaño que no ganaron por sus virtudes personales, sino por su encuadramiento partidario. La ley electoral prevé el sistema de sustitución del diputado dimitidó por el candidato que le siga en la lista. De otra, el desembarco de tres diputados de UCD en el Grupo Mixto, cuya composición ha quedado alterada después del verano a consecuencia de esas rupturas de disciplina y de la incorporación al PSOE de tres representantes del extinguido PSP, tiene como único propósito evitar que el señor Lasuén se siente en la poderosa Junta de Portavoces. La maniobra es poco seria. ¿Qué ocurriría, por lo demás, si el PSOE enviara ahora varios diputados suyos en socorro del algún otro miembro del Grupo Mixto? Llevando las cosas al absurdo, los dos partidos dominantes en la Cámara Baja podrían iniciar una absurda guerra de conquista hasta que las sucesivas y cada vez más engrosadas patrullas de ocupación terminaran por adelgazar al mínimo reglamentario a los dos grandes grupos parlamentarios. Ninguna de estas dos cosas añade un gramo de respetabilidad al Parlamento, y ambas, probablemente, merman su autoridad y su prestigio.
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