La Constitución, con salsa agridulce
Ayer, en este fin de fiesta, los senadores se dividían en dos: los que traían en la mano el folio de la salvación y los que no llevaban nada, los que tenían una fórmula mágica y los que pasaban de todo mirando aquel trajín de pasillo, semejante al de un andén cuando el convoy ya ha pitado y se larga con la historia asomada por la ventanilla. Y todo por una palabra, toda esta tensión por un giro que cierra la jaula constitu cional. Bajo el orgullo de una coma se esconde la propia existencia del Partido Nacionalista Vasco. Su esencia es su aparente tozudez. Cada cual se realiza como puede a lo largo del año. Ayer tuvo el Senado la emoción de una larga partida de póker en la que el bueno y el malo se envidan las pestañas hasta el amanecer. Al final, Abril Martorell golpeaba el pupitre al borde de la histeria frente a los ilustres recaderos que le acarreaban soluciones de última hora, ocurrencias urgentes y remedios de Santa Rita.Por el lado del diccionario se había intentado todo, por ahí no había solución ni salida, ahora quedaba por seguir el ejemplo de Picasso, que inventó la estética del expresionismo: cuando un retrato no cabe en el marco se le cortan las piernas al cliente y se pintan junto a sus orejas.
De esta forma Abril pensó coger la disposición transitoria y llevarla con marco y todo al interior del articulado. Pero los vascos se negaron. Después a alguien se le ocurrió simplemente borrarla del mapa. Pero esta vez se opuso UCD. Todo el día así, esto te doy, esto te tacho, esto te quito, entre componendas abortadas. carreras y recados con se nadores intermediarios blandiendo la cuchara del guiso y los emisarios transportando papeles escritos con tachaduras, gestos de paz con soluciones mágicas a bolígrafo.
Ciento cincuenta años de enfrentamiento entre los vascos y el poder central se condensaban anaustiosamente en el último cuarto de hora la prórroga histérica que un senador pedía por si acaso aterrizaba un dios en paracaídas con la receta en la solapa. En el palco, según conforme a la Constitución, así se agotaba el tiempo y Abril Martorell estaba allí con la jaula abierta y el alpiste en la mano por si al jilguero se le ocurría entrar. Pero este no es un caso de palabras, sino una cuestión de principios.
Desde que se abrió la sesión a las once de la mañana, hasta las braceantes aglomeraciones de última hora al pie de la tribuna con aquella densidad de senadores con la purga de Benito en el bolsillo, volando los papeles y las fórmulas por encima, de las cabezas, el día ha sido un ejemplo de paciencia acelerada, más allá del reglamento de mano, un baile frenético alrededor de un sofisma, una infantería cargando contra un matiz, la lucha desigual frente a la tilde que esconde una realización histórica. No se sabe qué admirar más, si el agotamiento de unos o la tozudez de otros, dentro de una buena fe entre el misticismo y el pragmatismo.
Las voces de Unzueta y de Abril Martorell en la tribuna marcaban el nivel de la inutilidad. Los gritos de Olarra, las ofertas de Satrústegui perdido en la marea, la mediación de Portabella, el último cable de los senadores reales, todo era una formación de sofistas frente al absurdo. La jornada fue cogiendo paulatinamente un clima surreal, una voluntad contra la roca, hasta lIegar al aro de la votación en que se ha vuelto a la fórmula del Congreso con la abstención de los nacionalistas vascos.
Pero el debate de la Constitución en el Senado ha terminado con aplausos de autosatisfacción. Discursos de gozo, alocuciones de felicitación y promesas de felicidad duradera que este país tanto se merece. El debate constitucional en el Senado ha terminado con ese sabor agridulce de los mejores platos.
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