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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El peso de las palabras

El rechazo del Premio Ciudad de Barcelona por el pintor Jorge Castillo, sus declaraciones al Correo Catalán, la respuesta del jurado, la introducción en la polémica de algunos francotiradores y otros menos francos y menos acertados tiradores, han sacudido en Barcelona el adormecido mundo del arte.Esto es, en principio, conveniente. Que los artistas salgan de sus cuevas, de sus torres de marfil o de sus ghettos y se conviertan en unos seres de carne y hueso que hablan, viven, opinan, polemizan y ejercen un oficio como cualquier otro, me parece saludable. Que la opinión pública intervenga en el debate, me parece necesario. Porque aunque algunos me estén tirando de la manga para que me calle, no voy a hacerles caso: el arte es demasiado serio para dejarlo exclusivamente en manos de los críticos de arte. El arte necesita oxígeno.

Pero ¿cómo? ¿Quién es este engreído personaje que osa hablar de pintura? «Zapatero, a tus zapatos», gritarán sin duda algunos, indignados por mi introducción en el coto cerrado. Pues también aquí los espacios están ya repartidos, los papeles asignados de antemano; la función debe empezar y no puede interrumpirse de ningún modo. Para colmo, es un político ese espontáneo que se lanza al ruedo sin más muleta que su ilusión ni otra idea que cambiar unas estructuras mentales anquilosadas. Parece que a los políticos les corresponde representar en el reparto a unos aburridos personajes -lo son a menudo-, algo cínicos, que hablan mucho y no dicen nada. Comprometerse, decir su opinión sencillamente, sin ambages, es, al parecer, poco político. En el fondo, se les pide a los políticos que estén en el poder o en la cárcel. Y algunos pájaros raros nos defendemos de lo uno y de lo otro, no siempre, ¡ay!, con éxito. A mí me impresionó mucho la pregunta que formula el importantísimo personaje de «Les grands de ce monde», de Polrot-Delpech, a quien le pide una cartera ministerial: «¿Está usted seguro de preferir esto a la vida?» Para quienes tienen otras ambiciones que mandar, no es fácil la respuesta. Porque el poder sin posibilidad de realizar algo en lo que se cree, sin tener respuesta favorable a las preguntas que debieran formularse siempre a quien lo ofrece: «¿cómo?, ¿con quién?, ¿para qué?», el poder en sí mismo, en suma, no es más que una ocupación frívola.

«Bueno», como dicen invariablemente los entrevistados en Televisión Española. Tendremos que volver al principio. Y si alguien encuentra que estas líneas se apartan del comienzo del artículo, le recordaré que Platón interrumpe uno de sus más hermosos diálogos para explicarnos cómo se asa un buey; bien puedo yo permitirme esta disgresión antes de volver al inicio de mi discurso, bastante más modesto.

¿Será posible, sin perder demasiadas plumas, opinar en esa polémica enconada en la que todos, absolutamente todos los que la han originado o intervenido en ella después son amigos míos? Lo intentaré,y aun a sabiendas de que no es «político», me adentraré con cuidado en ese extraño mundo poblado de frágiles figuras de porcelana. ¿De porcelana? No, no son de porcelana. Quizás sean solamente de barro.

Estamos poco acostumbrados a la crítica. que soportamos mal, como sí muerto Franco en la cama. de muerte natural, tuvieran siempre que estar dándonos incienso con un gran botafumeiro encendido. Y esto no es, dichosamente, así. La unanimidad era franquista; el. consenso es suarista, quiero decir eurofranquista; la contestación'es democrática; la libertad, revolucionaria. Seamos ahora libres, imaginativos, auténticos, antidogmáticos. «Otez toutes choses, que j´y voie», gritaba Valery. Sí, quitemos de nuestra vista a todos estos cantantes que lanzan sus gorgoritos alaire como si fueran mensajes divinos. A los dogmáticos pensadores. A los realizadores que disfrazaban su falta de talento con la disculpa de la censura. A aquellas vedettes que se quejaban de no poder interpretar los grandes papeles del teatro prohibido y se limitan ahora a enseñar el trasero. A tantos pintores que sin Franco, han perdido toda inspiración. Ha llegado el momento de la verdad: ahora es preciso pintar, pensar, cantar, actuar, dirigir; y además, hacerlo bien. El antifranquismo ha dejado de ser una patente de calidad; ni siquiera es ya rentable.

Jorge Castillo es un gran pintor. Y resulta que Jorge Castillo ha renunciado a compartir el Premio Ciutat de Barcelona 1978 a la mejor aportación a las artes plásticas y ha hecho, además, algunas clarificaciones. Se ha permitido también, enjuiciar algunos comportamientos que le parecen discutibles y ha emitido su opinión sobre lo que él considera que es la cultura catalana. Se puede estar no de acuerdo con él, pero las con testaciones a su actitud y a sus pa labras deberían dar mayor altura al debate, en lugar de caer en una tramposa polémica insultante chirle y estéril. Es inadmisible que cualquier chisgarabís vaya repartiendo títulos de catalanidad o que pretenda exigir a quien sea que de muestre su limpieza de sangre catalana: no vayamos a convertir el nacionalismo en nazinalismo.

Jorge Castillo vive y trabaja en Cataluña. Luego es tan ciudadano de Cataluña como el que más. Aquí se ha instalado, hace ya varios años, tras pintar -y triunfar- en Francia, en Italia, en Alemania. Aquí ha nacido también un hijo suyo. Hace pocos meses cinco de las más importantes galerías de Barcelona exhibieron simultáneamente su obra, sin duda alguna muy valiosa. Fue un gran acontecimiento.

Barcelona debiera absorber plenamente a Jorge Castillo, como París hizo inteligentemente con Kandinsky, Van Gogh, Picasso o Juan Gris. No hagamos la Cataluña «petiteta y empreñyadora» que con tanto acierto ha fustigado siempre mi querido Joan de Sagarra. Que nadie sea extranjero exiliado en su propio país.

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