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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte en un paraíso

A PRINCIPiOS del verano, Madrid se cubrió de grandes anuncios siniestramente redactados en forma de esquelas fúnebres: La droga mata, rezaban estas pancartas, debajo de una línea de puntos suspensivos colocados para poder escribir encima el nombre de las víctimas. La realidad se ha ido encargando de rellenar tan macabros reclamos, ideados como una de las variantes goyescas del tremendismo hispano. En poco más de una semana, cinco muertos por sobredosis parecen dar razón a esta necrofílica publicidad, que, sin embargo, por el inmediato efecto de rechazo que ha producido en la opinión es, sin duda, contraproducente.La droga es un fenómeno muy antiguo, y sus testimonios pueden rastrearse en todos los tiempos y todas las culturas. Desde el opio milenario usado en China, pasando por las plantas alucinógenas de México y Perú, hasta los experimentos literarios de Cocteau, De Quincey o Baudelaire, la droga ha sido una tentación permanente: la de recobrar el paraíso perdido mediante la fabricación de paraísos artificiales. La de huir de una realidad esquiva y angustiosa recreando las sensaciones de otra falsa realidad ilusoria. La explosión incontenible de la sociedad de consumo ha convertido a la droga en objeto de tráfico y especulación, y la ha puesto -en grados diversos y mediante todo tipo de procedimientos- al alcance de casi todos, esto es, de la gran mayoría de los eventuales consumidores.

Ya hace tiempo que los Estados modernos luchan contra este azote: en el caso español, por desgracia, se hace de manera indiscriminada y acudiendo simplemente a la represión.

Es mucho más sencillo y menos comprometedor detener a un joven que está fumando un porro que desarticular las potentes mafias multinacionales que operan en el mundo entero lucrándose con la falsa felicidad y el dolor ajeno. Estos días hemos podido leer escalofriantes relatos de jóvenes yonquies transportando el cadáver de uno de sus compañeros fallecido a causa de una sobredosis, o el caso de otro que, tras conservar en su domicilio el cuerpo de una compañera muerta por la misma causa, decide finalmente poner fin a su vida de un postrer y excesivo pinchazo. Este es el pasar de todo definitivo e ineluctable. En el seno de esta vertiginosa alucinación, donde toda realidad se ha esfumado, las palabras -delito, homicidio, asesinato, suicidio- ya no tienen sentido. Un mundo donde todo valor, absolutamente todo, es cuestionado y hasta el propio sentido de la vida suele carecer de sentido.

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¿Qué hacer entonces? No basta con detener a un drogadicto, ni siquiera a un pequeño camello -quienes pasar la droga, frecuentemente consumidores también-, raparles el pelo y encerrarles en Carabanchel. Si eran sólo fumadores de marihuana, podrán salir convertidos en adictos a las drogas fuertes, pues en las cárceles también hay droga, a precios astronómicos. Recientemente, dos funcionarios de prisiones fueron expedientados por tráfico de estupefacientes. La Administración carece de una normativa eficaz y justa y de personal especializado en el tema. A mediados de agosto, la Unión Española de Defensa contra la Droga (asociación priyada) se quejaba en este mismo periódico de la falta de apoyo oficial. Sólo dentro de tres días se reunirá en Madrid, por primera vez, una comisión provincial contra la droga organizada por el Gobierno Civil. En Madrid: 150.000 consumidores, 15.000 detenidos el año pasado, 718 farmacias asaltadas también en 1977 por jóvénes delincuentes en busca de fármacos anfetamínicos o conteniendo droga.

La lucha contra la droga debe partir de varias premisas previas. En primer lugar, la diferencia archiargumentada por los científicos entre las drogas duras y las blandas debe ser tenida en cuenta en las legislaciones. El consumo de droga es, al mismo tiempo, un síntoma que indica la existencia de conflictos internos previos: el drogadicto no es un delincuente, sino un enfermo, y como tal hay que tratarle. Más información, más investigación en torno al tema, creación de centros y personal especializado, he ahí el camino a seguir. Y una actividad policial efectiva contra el tráfico y la especulación.

Pese a todo, el crecimiento del paro juvenil, las irritantes desigualdades en la enseñanza y la educación, y la falta de ofertas de integración a los jóvenes que la sociedad actual padece, contribuyen a agravar el problema. Si la sociedad niega a los jóvenes un trabajo, una inserción, un acceso al mundo de la cultura y una posibilidad práctica de ser felices en su legítima búsqueda de la felicidad y el placer, es la propia sociedad la que les está empujando al paraíso artificial de la droga.

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