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Reportaje:

Los madrileños gastan 2.000 millones anuales en las salas de billar

El apogeo de los billares, que coincidió con el principio de los años sesenta, pudo ser un indicio de que en la ciudad comenzaban a faltar los espacios libres. Anticipaba la vocación subterránea de los chicos de Madrid, y en él se definió con toda exactitud una cronología de las aficiones: el recién llegado comenzaba en el ping-pong, se establecía durante unos años en el billar, y a menudo desembocaba en las mesas de ajedrez que habían sido instaladas en los mejores locales, como un remanso de los juegos. Casi siempre, el principiante era un muchacho que acaba de dejar el colegio, o un estudiante con mucho tiempo libre.Cada uno de los grandes barrios disponía, dispone, de una cadena de salas menores en las que se foguean los novatos, y de una especie de central a la que acuden principalmente los campeones, como si los clientes hubieran convenido un ajustado principio de selección natural.

Por un segundo indeliberado mecanismo de orden, en la central del barrio hay una mesa, generalmente la mejor atendida, que está reservada a los mejores. El derecho a entrar en ella vale a su vez otros derechos: muchos de los clientes de las seiscientas salas madrileñas se limitan a cumplir con el instinto del juego, pero los restantes pretenden convertirse en alguien.

Y bastan unos meses en los billares para que cualquier nombre común pueda transformarse en un nombre propio.

Nombres propios

A las ocho de la tarde llega Melero, el taxista, a los billares Callao. Probablemente ha estado siguiendo el circuito de las grandes salas. Habrá estado en los Sport Club, en los Cortezo o en los Cristal, quizá en los Quevedo o en los Fuencarral. Tiene restos de talco azul en las yemas de los dedos, y el rostro ligeramente crispado. Lleva un pitillo negro en el montante de la oreja, según su antigua costumbre: nunca fuma cuando juega, y siempre se olvida del cigarro cuando acaba de jugar. Sube al coche, hace unas cuantas carreras y sigue completando el circuito. Hoy, evidentemente, las cosas le han rodado bien: la arrogancia con la que ha saludado a los habituales permite deducir que habrá mondao a tres o cuatro pardillos. Se le considera un jugador algo cruel, pero él sólo es un profesional. Un modesto ciudadano que sabe cómo usar la palanca de cambios y el taco de billar; al cabo del tiempo ha conseguido entenderse por igual con los guardias urbanos y los alfiles. Llega al salón, busca un contrincante, procura encelarlo, y luego lo aplasta sin compasión. La lección nunca es demasiado cara: perder ante él cuesta de quinientas a 10.000 pesetas, según sus necesidades.En cada sala, él suele dedicar veinte o veinticinco duros a apertura de máquina, es decir, a mantener en funcionamiento las mesas de billar o de futbolín el tiempo justo para vaciar los bolsillos de un campeón de barrio. «Veinte o veinticinco duros es lo que vienen dejándose los clientes de Billares Callao un día con otro», dice Domingo García, el encargado. Sí, está claro que hoy a Melero le ha ido bien. Tiene prisa por jugar. Y como todos los virtuosos del juego, cree en las buenas rachas.

Pide cambio. Luis del Mazo, uno de los dueños del local, mete la mano en la faltriquera, y poco después le entrega un chorro de monedas con la soltura de un prestidigitador. El metal, los dedos y los años se ponen de acuerdo en el movimiento, los desocupados se inquietan, varios espectadores se desplazan hacia la mesa de los maestros. De pronto, Willy, un colega de Melero que está seco, le dice unas palabras al oído: «¿Ves a aquél de allí? Quiere jugarse mil duros a tres bandas.» Melero solicita que se lo presenten: viste bien, seguramente es un jugador provinciano que pasa sus vacaciones en Madrid por alguna incomprensible razón. «Eh, Melero: aquí hay un señor que quiere conocerte»; no, no es precisamente un modelo de buscavidas.

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«¿Así que quieres jugarte mil duros a tres bandas? ¿O prefieres a cuatro? ¿A tres? Bien. Te doy doscientas carambolas de ventaja sobre quinientas.» El jugador provinciano se atropella un poco al responder; él no está acostumbrado a aceptar ventajas, él juega siempre a la par. «En ese caso, la aventura te costará 10.000 pesetas.» El provinciano comienza a caer en la trampa de Melero: parece confuso, pero mira a su alrededor, se quita la chaqueta y hace un gesto de asentimiento. Comienza la partida, los mirones se acercan un poco más.

Entonces, en Callao, igual que en todas las grandes salas, se repite una situación de cada tarde. Como siempre, entre las ocho y las diez, que son las horas-punta de los billares, se respira en ellas un aire común. La expectación, la luz pálida de los fluorescentes, la profundidad de los locales y la escasa ventilación componen el ambiente denso de los garitos y las basílicas. El humo firme de los cigarros y los destellos de las máquinas electrónicas se combinan en la atmósfera, el color de la pintura se hace líquido y parece esfumarse hacia tonos oscuros, y el público se clasifica por edades y aficiones. Los más ruidosos se congregan en torno a las mesas de futbolín; únicamente en la de los campeones se escuchan sólo los topetazos de los resortes y los chasquidos de las bisagras. Al fondo, en la primera mesa de billar, suena un tacazo. Una vez más, Melero ha conseguido que la moneda al aire caiga de cara. Por tanto, juega de salida.

Planta sótano

Corren los relojes-monedero de los billares. En segundo plano, el chino de cada día disputa una partida de ping-pong a un dependiente. Alrededor de los tableros de ajedrez todos respiran muy despacio. En la mejor mesa de futbolín, El Yenka y Sivori disputan una final del campeonato de la tarde a Cuchi y a El Muerto, que es un jugador impávido que empezó mal, pero está ganando enteros. Cerca, un grupo de ancianos que se resisten a terminar sus cigarrillos miran con vehemencia, y hablan sólo para celebrar las mejores jugadas. Son un agradecido público de jubilados que odia la obligatoria inmovilidad de los bancos de parque. Prefieren compartirla emoción del juego con sus ídolos de última hora en el sótano de la ciudad. Miguel, Luis o Melero forman parte ya de su mitología. Algunos descubren de nuevo una perdida inclinación a apostar, se juegan por fuera céntimos y judías pintas con sus convecinos, y, al final de la sesión, explicarán por qué hoy creyeron más en Sivori y en El Yenka que en Cuchi y El Muerto.Melero lleva ochenta bolas de ventaja. Todos miran con ojos inquisitivos, pero nadie pregunta nada. Los billares son una legión extranjera de las profundidades: sólo de tarde en tarde, cuando sigue una pista, la policía se atreve a investigar cerca de los encargados. Pero lo hace discretamente, sin alterar el ritmo de las partidas. Melero sigue ganando.

Y a las nueve de la noche, los Quevedo, los Cristal o los Victoria están a tope, y Melero gana en Callao; sin embargo, todos vislumbran una decadencia de los billares. «Al comienzo de los años setenta, los jóvenes comenzaron a disgregarse hacia los pubs y las discotecas, y, simultáneamente, se impusieron las máquinas electrónicas en nuestros locales: una máquina nos cuesta hoy casi 50.000 duros, aunque tienen la ventaja de que se amortizan por sí mismas; hay que esperar, eso sí, mucho tiempo.» A partir de entonces, los usuarios empezaron a cambiar.«Ahora acuden chicas en una roporción de casi un 15%. Además, los jugadores de máquina electrónica son un público inestable, que va y viene: prefieren sobre todo las que tienen adosada una pantalla de televisión. Piden cambio, juegan durante unos minutos, y se marchan. » Entre los antiguos y los nuevos clientes hay la misma distancia que entre las tertulias y los encuentros.

Los magos del «pisado»

Sigue Melero a un palmo de las diez mil, pero los magos del pisado y de la tiza han comenzado a retirarse. Primero, a las mesas alejadas; después, a horas concretas; finalmente, a los días de máxima concurrencia. «Por aquí, por Billares Victoria, vienen muchos homosexuales en los que eran los mejores momentos en otras épocas. Se refugian aquí a la espera de sus ligues; son casi todos muy jóvenes. Consecuencias del paro», dice tristemente Esteban, el encargado. A los billares les ha perdido un poco su penumbra interior, su aureola de clandestinidad, si bien, fuentes de la Dirección General de Seguridad afirman que «son puntos de concentración de pandillas peligrosas sólo en algunas zonas de Carabanchel y Vallecas. A veces, localizamos en ellos a pequeños delincuentes: descuideros, desvalijadores de coches, rateros de tirón. Es justo añadir que no se congregan en los billares en mayor proporción que en los pubs y en las discotecas».Quedan todavía en los billares el aire intransferible y violento, y una jerga levemente carcelaria, a ratos íntima y a ratos insolente. Queda Melero algunas tardes, pero Luis del Mazo recuerda «partidas irrepetibles de Camilo José Cela; partidas familiares que los hermanos Rivas disputaban en los fines de semana para mantener la familia unida; partidas imposibles que ganaba Don Efectos, un jugador cuyo verdadero nombre no supimos nunca y que murió de repente». Sólo los gitanos de los cuadros flamencos de la zona centro siguen acudiendo puntualmente a sus mesas. Llegan siempre juntos y silenciosos, jamás discuten las carambolas dudosas, y cuando se van, ofrecen una última imagen apacible y vertical, y dejan un tibio olor a brillantina. Dice Luis que tampoco ha vuelto «aquel psiquiatra que se hacía acompañar de los pacientes que padecían de complejo de timidez. Inicialmente, los insultaba cuando cometían el más pequeño fallo, y ellos se quedaban encogidos. Sin embargo, quince días después comenzaban a devolverle los insultos. Esa era la señal: estaban curados».

A las diez desaparecen los jubilados, a Melero acaba de bajarle la bandera el rey Midas, y la ciudad empieza a olvidarse de lo que aún se puede hacer con cinco duros en calderilla.

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