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Tribuna
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Algunos problemas pendientes en la Iglesia

Obispo auxiliar de Madrid-AIcalá«Al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.» Nunca mejor dicho. Porque la «agenda» que espera al próximo Papa, como en realidad la de todos los papas, no es nada envidiable. Es un regalo quizá brillante por fuera y envuelto en sedas, pero amargo y duro por dentro. Menos mal que esa «agenda» no es sólo del Papa, sino de toda la Iglesia católica. En eso estoy de acuerdo con el artículo de Martín Patino aparecido en EL PAÍS recientemente. Sin embargo, es innegable, por una parte, que al romano pontífice compete una carga muy grave; y, por otra, que su persona y su estilo influyen poderosamente, en un sentido o en otro, en la marcha de los asuntos de la Iglesia, aunque quizá cada vez menos. Más aún: del mismo modo de ser del futuro Papa dependerá en gran parte el elenco que haga de problemas, así como la relativa importancia que les atribuya y los posibles enfoques que les dé. Ni voy a negar que ese relativo subjetivismo estará influyendo también en mí a lo largo de este artículo, ya que el análisis de los problemas de la Iglesia depende mucho de la eclesiología que uno lleva dentro y de cómo considere el ideal en las relaciones entre la Iglesia y el Espíritu Santo, entre la Iglesia y el mundo. Ahora bien, como tendencia de objetividad trataré siempre de atenerme a esas dos coordenadas que, como referencias más inmediatas, pueden darnos una cierta plataforma común de diálogo y de piedra de contraste en la búsqueda de la verdad. Me refiero al espíritu del Vaticano II, por una parte, y a la situación real y concreta de la Iglesia y de la sociedad actual, por otra. Teniendo en cuenta simultáneamente esos dos puntos de referencia, yo creo encontrar entre los asuntos pendientes y los problemas más urgentes de la Iglesia católica al menos los siguientes:

Continuar la renovación de la Iglesia

Acaso la tarea o actitud primordial consista en afirmar y confirmar la necesidad y el propósito de la Iglesia de continuar su proceso de renovación, que no está en modo alguno concluido ni agotado. Es absurdo achacar los males de la Iglesia al Concilio reciente, cuando éste no hizo más que empezar a estudiar y a resolver problemas de siglos. Yo creo que la Iglesia tiene buena salud en su conjunto; pero aun cuando no fuese del todo buena, sí me parece cierto que está mejor, muchísimo mejor que antes del Concilio. Precisamente la mayor parte de las dificultades por las que atraviesa proceden de su buena salud, de su coraje para revisar a la luz del Evangelio y del mundo actual su papel y su servicio. Sin embargo, queda todavía un largo camino para aplicar seriamente el espíritu del Vaticano II. Es preciso seguir adelante con valor, con esperanza y con alegría, sin escuchar los cantos de plañidera de los que ya Juan XXIII llamó «profetas de calamidades», aunque sin descartar nunca la prudencia ni un sano discernimiento. De todos modos, si la Iglesia sigue andando por el camino de la historia, como es su deber, puede tener algún que otro peligro, temer alguna que otra infidelidad. Pero si se vuelve atrás, o simplemente se para, tiene todos los peligros y todas las infidelidades que temer, por no cumplir su tarea de ser en el mundo concreto de cada día una presencia de Jesucristo. Aquí tendríamos que recordarnos la parábola de los talentos.

Cuando la Iglesia católica vive realmente su dimensión planetaria, ya no puede pretender que la inevitable inculturación de la fe se exprese en una sola cultura, como ocurrió en los primeros siglos del cristianismo o en la Edad Media y hasta ayer mismo. Es preciso no sólo aceptar, sino estimular, respetar y asumir como un enriquecimiento el hecho de que la fe cristiana, única en su sustancia, caiga y se desarrolle en otras tierras, hombres y culturas. De este modo brotarán con originalidad espontánea una teología hindú o negra, una liturgia china o una normativa pastoral y canónica adaptada al confucionismo o los nómadas del norte de Africa, etcétera. Inclusive dentro del pensamiento occidental es preciso hoy reconocer la legitimidad de diversas teologías aun dentro de la confesión católica más estricta.

Corresponsabilidad

Habría que seguir estimulando y planificando la corresponsabilidad, la subsidiariedad y la descentralización de la Iglesia, a todos los niveles. El sínodo ha sido un primer paso, pero hay muchos aún que dar. No sólo no hay dificultades teológicas, sino que desde el Nuevo Testamento hasta el Vaticano II, todas las fuentes más importantes indican que por el bautismo y la presencia del Espíritu Santo, en la Iglesia todos somos corresponsables, aunque precisamente para animar y coordinar esa corresponsabilidad exista de manera indispensable el ministerio pastoral. Desde los consejos pastorales de parroquia o zona hasta los consejos diocesanos o nacionales, sin excluir un posible sínodo mundial del pueblo de Dios, se deberían seguir potenciando ámbitos donde los obispos, los curas, las religiosas y los seglares nos reuniéramos para estudiar los problemas de la comunidad y buscar caminos y soluciones.

Ecumenismo

También aquí se han dado pasos enormes, que hace sólo pocos años hubieran, parecido increíbles. Pero precisamente por los avances que las Iglesias han dado a nivel tanto de actitudes como de reflexión teológica, con un gran número de declaraciones conjuntas donde se reconocen convergencias antes desconocidas y hasta, a veces, acuerdos prácticamente totales, parece que llega el momento de tomar decisiones concretas de tipo pastoral, disciplinar y litúrgico, que expresen más vivamente esa gran unidad ya existente y a la vez nos empujen a una unión cada vez más completa. Por decir algunos ejemplos entre los más notorios, citemos la ampliación de la intercomunión eucarística y el reconocimiento mutuo de los ministerios pastorales, al menos entre ciertas confesiones en las que la tradición sobre este punto sea más fuerte.

Por muchos paños calientes que se quieran aplicar a esta herida, me parece innegable que todavía sigue a siendo para la Iglesia católica un problema pendiente y candente. Y no sólo por la famosa ley del celibato, sino por estar sometido su rol a una resituación muy fuerte, debido a diversas causas. Una de ellas es sus relaciones con la nueva y más esperanzadora Iglesia que se dibuja en cuanto «comunidad de comunidades». ¿Cuál es el papel del presbítero en una Iglesia así? ¿Tendría cada comunidad su propio presbítero? ¿Para qué tareas? ¿Lo recibiría la comunidad catapultado o lo presentaría ella al obispo? ¿Quién y cómo lo formaría? ¿Actuaría vitaliciamente o sólo por los años precisos? -sin que ello afecte al problema de la validez permanente de la ordenación y el carácter sacramental, desde luego-. En una Iglesia donde hay ya de hecho variedad de ministerios y en la que se están reconociendo de derecho y consagrando litúrgicamente, ¿tendrá que seguir siendo el presbítero el «hombre-orquesta»? ¿No podría ser perfectamente un casado con su familia y con su profesión civil, aparte de que hubiera un ministerio de coordinación de las comunidades, para el que sería más apto el carisma del celibato que facilitaría su movilidad? Bien mirado: esta última figura, ¿no sería la de un obispo, concebido menos administrativamente y más misionera y proféticamente? Todos estos y muchos más son datos objetivos y reales, nada caprichosos, sino procedentes del mismo dinamismo de la Iglesia, que están pidiendo seguir buscando soluciones y salidas mejores que las actuales.

Etica y espiritualidad

En concreto, el tema de la ética sexual está en estos momentos en carne viva en la sociedad y, por lo mismo, en la Iglesia. La fe debe tratar de iluminar no al hombre abstracto, al «hombre-patrón», que no existe, sino al hombre concreto, tal cual es en cada época. Y en este aspecto el hombre de hoy es muy diferente. Ni se puede caer en una anomía deshumanizadora a la larga ni dejar de atender las interpelaciones legítimas del cambio antropológico. Por citar un problema todavía vivo en el pensamiento católico, aludiré al de los anticonceptivos y la planificación familiar. En la misma Humanae Vitae se reconocía que el problema debería ser objeto de nuevos estudios.

Por lo que hace a la espiritualidad cristiana, parece que en estos momentos está necesitada de un estudio serio y de un nuevo impulso, a la vez que ciertas circunstancias de la vida intraeclesial parecen desear y facilitar este rejuvenecimiento. Pero ¡cuidado! No se debe tratar de repristinaciones. «Dios hace un santo y rompe el molde.» Hay que preguntarse: ¿Cómo ser un hombre espiritual ahora? ¿Cómo vivir la experiencia de Dios, del Dios de Jesús, en la ciudad moderna y en su ritmo? ¿Cómo unir política y mística, lucha y contemplación?

Pastoral liberadora

La fórmula es mía, para expresar sintéticamente toda una serie de factores que conllevan a un tema fundamental que tiene hoy planteado la Iglesia; es decir, la lucha por la justicia, el cristianismo como fuerza liberadora, la caridad en su expresión política y en su opción partidaria, aunque no partidista. Muy en concreto e inmediatamente se presentará en Puebla; pero es problema de toda la Iglesia, y quizá de todas las Iglesias. El cristianismo debe buscar en sus más profundas esencias evangélicas para ponerse al lado de todos los hombres que buscan una sociedad justa, fraternal, sin clases y libre, aunque sepa que también hay otras esclavitudes personales además de las estructurales. Pero no puede en este momento, sin ser infiel a Jesús de Nazaret ni al Espíritu Santo, volverse atrás de los tímidos balbuceos que aquí y allá estamos haciendo para quitar de la doctrina del Señor la sospecha blasfema de que sirve para alienar a los oprimidos y legitimar a los opresores.

Recordemos, para concluir, que acaso ningún Papa de la historia se haya encontrado la situación tan propicia para el ejercicio de la colegialidad y la corresponsabilidad como el que venga después de Pablo VI, pues éste, siguiendo las orientaciones del Concilio, y a pesar de ciertas ambigüedades de formulación y titubeos de ejecución, ha dejado de hecho un organismo de corresponsabilidad, el sínodo de los obispos, que puede tener una inmensa importancia en estos tiempos inmediatos. Importancia en sí mismo e importancia como modelo y esperanza para la Iglesia en general, una vez que el sínodo vaya desarrollando sus grandes virtualidades.

Por eso, quizá en nuestro tiempo podemos resituar el enfoque de la importancia de la figura del Papa y su responsabilidad, si éste se apoya y se descarga más y más en sus hermanos sinodales. Ni es justo que un sólo corazón humano deba soportar a solas una carga psicológica como la que supone la responsabilidad exclusiva sobre esta gigantesca y complicada Iglesia católica actual; ni es justo tampoco que esta Iglesia deba estar casi totalmente pendiente del talante, las vivencias y la personalidad, aunque sea desde el punto de vista cristiano, del Papa que en cada época le caiga en suerte. Aun visto el asunto estrictamente como creyentes, que confiamos en la ayuda del Espíritu Santo, no sólo no se excluye el que la Iglesia se esfuerce en poner a contribución todos sus recursos mejores, sino que estos esfuerzos suponen un ingrediente normalmente indispensable para esa ayuda, como lo es el pan de las panaderías para que podamos tener el pan de la Eucaristía.

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