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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La Constitución y el lenguaje

Diputado del PSOE

Uno de los problemas centrales con los que se enfrenta la teoría del Derecho en general es el del lenguaje porque los mandatos en que consisten las normas se expresan a su través, aunque el Derecho no se agote, como pretenden algunos sectores del pensamiento jurídico actual, en análisis del lenguaje jurídico. Hoy en día la literatura dedicada a este tema es muy cuantiosa y no podemos ni siquiera evocar en un artículo periodístico todos sus complejos aspectos. En nuestro país, mi colega el profesor Capella se ha ocupado del tema en un buen libro «El derecho como lenguaje» que recoge los términos del problema, y no podemos tampoco olvidar aportaciones esenciales como las de Holmes, Kelsen, Hart, Bobbio, Ross entre otros, y en nuestro mismo ámbito cultural, las de Bartolomé Soler y las de Carrió. La repercusión de este problema es grave en todo texto legal que manifiesta a través de la palabra los contenidos normativos del Derecho, y lo es por supuesto en la Constitución donde adquiere mayor relieve, por la importancia máxima de los problemas que plantea, que acentúa en muchos casos el contenido emotivo de muchas palabras que, al margen «de lo que podríamos llamar su significado descriptivo, tienen la virtud por decir así, de provocar sistemáticamente determinadas respuestas emotivas en la mayoría de los hombres» como dice Carrió.

En ese contexto la pretensión, muy laudable y en muchos casos muy necesaria, del senador Cela de presentar enmiendas al texto Constitucional para mejorar el lenguaje castellano que sirve de sustento a los contenidos jurídicos, es decir a los sentidos normativos de los preceptos, debe ser tomada positivamente pero con especial atención a todos los matices.

Indudablemente el lenguaje jurídico es lenguaje natural, y en ese sentido la pretensión de escribirlo lo más correcta y claramente posible es adecuada. Por la función de organización social que cumple el Derecho, y por ser destinatarios de sus normas todos los hombres, y mucho más en el nivel Constitucional, no cabe un lenguaje artificial, ni una formalización a través de signos o fórmulas como en las matemáticas que impediría su pretensión de validez frente a todos. Cuando a lo largo de la historia se ha criticado a los juristas -piénsese en Quevedo, Moliére, en Goethe, en Anatole France, en Unamuno y también en Cela- los hombres de las letras y de la cultura, criticaban con razón la retórica y la creación de un lenguaje sacralizado y misterioso que sólo los técnicos del derecho podían desvelar. Todo lo que suponga acercar el derecho al pueblo, a través de un lenguaje sencillo y claro, es un esfuerzo elogiable porque sirve, sobre todo en una sociedad democrática, para que el derecho sea considerado como algo propio. En mi concepción la superioridad de la idea democrática del derecho sobre cualquier otra estriba en que los que contribuyen a la formación del poder a través de sus representantes en el Parlamento y, por consiguiente, de las normas que de él emanan son los propios destinatarios de las normas. Por eso el lenguaje de las normas debe ser entendido por sus destinatarios y realizado, para que pueda serlo, por los legisladores. Como ya he recordado en el Congreso, Dante reservó un sitio en el Paraíso a Justiniano, precisamente por la claridad y la sencillez de sus aportaciones legales. Desde esa perspectiva la intención del senador Cela merece toda consideración y valoración favorable.

Pero no es posible plantear los problemas del lenguaje constitucional con ligereza que desconozca todos los debates y todas las conclusiones que se han alcanzado en la ciencia y en la teoría del derecho, auxiliada por los enormes progresos que las ciencias del lenguaje han realizado desde el neopositivismo lógico.

Despreciar cuanto se ignora, no es un bien sino un mal, que a Castilla, como recordaba Machado, le ha costado su decadencia.

Las consecuencias que se pueden derivar son grandes y al menos habría que tener en cuenta, a mi juicio, las siguientes perspectivas generales:

Primera: La seguridad jurídica exige que la ambigüedad o la vaguedad potencial del lenguaje natural que Waismann llama la «textura abierta del lenguaje», se disminuya en todo lo posible en su utilización jurídica, para que la zona de claridad normativa sea lo más amplia posible y que las zonas de oscuridad o de penumbra se reduzcan al máximo. Por eso la utilización de palabras sinónimas no es siempre neutra, porque aunque una sea más sencilla o más comprensible, la otra encierra el contenido acotado por la historia y por el análisis que la convierte en jurídicamente insustituible. Un ejemplo en una enmienda del señor Cela puede aclarar este tema. Entre los principios que reconoce el artículo noveno se encuentra el principio de jerarquía normativa que el senador pretende, en su enmienda, sustituir por «ordenación normativa» diciendo en su justificación que «jerarquía es voz de muy señaladora e implicadora derivación semántica». Sin duda será cierto, pero el concepto de «jerarquía normativa» tiene una concreción muy clara en toda la teoría del Ordenamiento jurídico a partir de KeIsen y significa colocación escalonada de las normas, desde la norma básica o Constitución y con independencia de la norma inferior (deber) respecto de la superior (poder). La jerarquía normativa acota también los límites formales en la creación de las normas de cada escalón (procedimiento de creación) y los límites materiales (competencia y materias a regular por cada escalón, en relación con el superior). La sustitución del término «jerarquía normativa» que es claro y que ofrece seguridad jurídica, porque conocemos la precisión de su significado, por el término «ordenación normativa» donde la zona de penumbra es total y la claridad nula desde el punto de vista jurídico, sería un dislate con grave daño para el valor propio de la norma. La imprecisión soportable en el lenguaje cotidiano puede convertirse en catastrófica en el lenguaje legal.

Segunda: Las exigencias normativas que acotan conductas y relaciones estableciéndolas como necesarias, exigen la utilización de palabras con un sentido distinto del sentido habitual. Además de la utilización acotada del lenguaje de las normas, pero dentro del marco del lenguaje general, existen supuestos en los cuales el derecho da a las palabras un sentido que no se encuentra en el haz de significaciones de la palabra en el lenguaje general, sino que se le atribuye un sentido propio, por exigencias materiales de realización de la justicia como valor superior a realizar por el derecho o por simple cristalización histórica. Por ejemplo, persona para el derecho puede ser el concebido y no nacido para lo que le sea favorable y se puede extender la protección normativa frente al aborto, considerando, por ejemplo, como en Alemania Federal, que el término persona al concebido en su derecho a la vida. La palabra «vivienda» puede comprender en lenguaje jurídico a las oficinas y despachos que evidentemente para el lenguaje natural no son viviendas, y la palabra «culpa» para el derecho penal significa acción negligente y no acción intencionada, como en el lenguaje natural. Por ejemplo, el término «nacionalidad de origen» no significa como dice el señor Cela en su justificación para solicitar la supresión en el artículo once número tres «nacionalidad pretérita o renunciada» sino nacionalidad compatible con la segunda que se adquiere. Lo que en el precepto es una norma que permite al español, conservando la nacionalidad española (de origen) adquirir una segunda, se convierte en la propuesta del señor Cela en un galimatías de dificil comprensión con lo que se llega a situaciones de complicación de lenguaje contrarias a lo que se pretendía.

Lo mismo ocurre con la sustitución, por otra enmienda del señor Cela, en el artículo diecinueve de la palabra «secuestro» por la palabra «incautación», alegando que se trata de terminología del antiguo régimen, al ignorar que se trata de un término preciso que no inventaron los señores Arias Salgado ni Fraga, sino que se encuentra ya en la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 14 de septiembre de 1882 en los artículos 816 y siguientes que regulan el procedimiento por delitos cometidos por medio de la imprenta, el grabado u otro medio mecánico de publicación (Libro IV, Capítulo V). La sustitución de una palabra concreta con significado jurídico cierto y con historia arraigada en nuestro lenguaje legal, frente a otra incierta y ambigua para el derecho como «incautación» sería también grave.

Tercera: El análisis lingüístico del derecho no debe hacerse aisladamente, artículo a artículo, sino sistemáticamente, analizando el lenguaje de todo el texto de que se trate. En el supuesto de la Constitución no se puede predicar un término como más adecuado en un artículo, sin analizar su utilización en otro artículo con un significado diferente porque puede dificultar o impedir un descubrimiento o una adjudicación de sentido por quienes tienen que interpretar o aplicar la Constitución.

Así en el artículo primero número uno el texto procedente del Congreso ha sido modificado por una enmienda del señor Cela que cambia el término «valores superiores» por el término «principios». Dejando a un lado que, a mi juicio, principios frente a valores supone una concepción más antigua del derecho que desconoce todos los progresos del pensamiento jurídico en los siglos XIX y XX, lo cierto es que principios se vuelve a utilizar en el artículo nueve para hablar de los principios de ordenamiento jurídico que se reconocen. Esperemos que el pleno del Senado o en todo caso la Comisión Mixta, deshagan este lío, al prosperar por el apoyo irresponsable que obtuvo, esa enmienda que no ha tenido en cuenta el análisis sistemático de las palabras en el conjunto de la Constitución. En caso contrario, ¿cómo se va a explicar la utilización del término principios para hablar de la libertad de la igualdad, de la justicia y de la paz en la nueva redacción del artículo primero y para hablar de la publicidad de la jerarquía normativa, de la legalidad y de retroactividad de las normas, entre otros en el artículo nueve?

Desgraciadamente la buena intención indudable ha complicado las cosas para el correcto lenguaje jurídico en este caso.

Toda preocupación por la mejora del lenguaje jurídico es de alabar y de agradecer por lo que supone de acercamiento del derecho al pueblo y de profundización democrática del mismo, pero el lenguaje no se puede aislar del conocimiento y de la evolución histórica de las grandes instituciones del derecho, de los grandes valores que el derecho pretende realizar, de las exigencias de la seguridad jurídica y de lo que suponen el Estado y el poder en una sociedad moderna.

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