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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Dónde estarán nuestros votos?

Se discute ahora, o se empieza a discutir, si después de que la Constitución sea aprobada por el Senado y refrendada por los electores -los que la refrenden, claro está, que serán, a no dudarlo, la mayoría- se continuará o no con el ejercicio y la práctica del «consenso», no sólo político, naturalmente, sino también económico, que uno es consecuencia del otro y viceversa, aplazando la vigencia del pacto de la Moncloa o pactando de nuevo, en ése u otro palacio, para que el nombre cambie sin que cambie nada.Todo esto -con permiso de la frivolidad que pueda suponer, al fin y al cabo estamos en verano y siempre se ha considerado que ésta es una estación frívola- me recuerda la letra de aquel coro de «La del Soto del Parral» en el que, cambiando una palabra a uno de sus versos, diría así: «¿Dónde estarán nuestros votos ... » Puede que en medio del «revival» del rock al que estamos asistiendo, resulte demasiado anacrónica la broma, pero es expresiva y váyase lo uno por lo otro.

Porque la verdad es que, si todo va a seguir como hasta ahora desde que los depositamos en las urnas del pasado 15 de junio -acaba de hacer un año-, es para preguntárselo. Cuando los políticos nos explicaban desde la televisión, que es la que hizo gafiar las elecciones a los dos mozos -«mozos» se dice en el verso del coro zarzuelero referido y no «votos»-, el del, poder y el de la alternativa de poder, para qué querían nuestros votos, no nos hablaron nunca de «consenso» ni de pactos de la Moncloa. Claro que yo, personalmente, no tengo mucho que alegar, puesto que voté a otra opción de izquierda. Pero también esa opción se asomó a la TVE, también es entusiasta del «consenso» y también cree que los pactos de la Moncloa han de continuar.

Ahora bien, a mí me parece que es difícil negar algo tan evidente como que no votamos nadie ni «consenso» ni pactos de la Moncloa y que, por tanto, se ha abusado de nuestra condición de electores. Porque a los políticos en ejercicio se les llena la boca con la legitimidad del poder. «Nosotros -dicen- somos los auténticos y únicos representantes del pueblo.» Sí, es verdad, pero ¿pueden decir en seno que el pueblo les votó para que se «parlamentara» poco y se cenara mucho a fin de embastar la Constituci ón en un abrir y cerrar de ojos? Yo al menos no voté para eso. A mí me parece que de lo que se trataba, de lo que se debería haber tratado, era, en primer lugar, de ponerle remedio a la dificultad que representaba la ausencia de ruptura y la presencia de transición. No es que abogue por la gresca, ni mucho menos. Es una suerte que no la haya habido y es una desgracia -y si se me permite diré también que una imbecilidad, que es peor que los planteamientos estratégicos en los que entra el terrorismo como táctica de combate- que haya costado tantos muertos el paso desde el franquismo, y aun dentro de él, hasta esto en que estamos ahora, tan indefinible. Muertos, no lo olvidamos, no sólo a manos terroristas, sino también de las otras y que no son por eso menos muertos.

Es decir, que, en mi opinión, de lo que se debería haber tratado con los votos en la mano, es de haber hecho las cosas al revés: primero liquidar el franquismo de la Administración local y «provincial», que es donde más daño hace, y después, de todos los puestos que ocupe, para poder haber hecho, de ese modo, la Constitución sin prisas. No hubiera sido tan difícil, creo yo; se hubiera evitado su reinstalación, tan evidente y tan irritante, y hasta quizá hubiera podido reducirse a un partidito indudablemente minoritario, a juzgar por el resultado electoral del 15 de junio. Es decir, que sin que llegara la sangre al río, justamente por ausencia de sangre, habría que haber hecho llegar la democracia a donde no está todavía y donde, por las trazas, tardará en estar.

Cuando escribo esto no ignoro que las «fuerzas fácticas» son muy fuertes. Pero es a la izquierda a la que me dirijo, porque la derecha tenía que hacer lo que ha hecho: perpetuarse en el mando, que es lo suyo desde el paleolítico inferior aproximadamente. Y allí seguirá, por los siglos de los siglos, a base de «consensos» y «pactos». La izquierda, en cambio, de algún modo, tendría que haber hecho ver, tan suavemente como fuera necesario, que con las «fuerzas fácticas» poniéndoles límites a la democracia no puede hablarse de democracia. Cuando se sale de las Cortes o del Senado y hay que acercarse a una Tenencia de Alcaldía, sobre todo si eso ocurre en «provincias», se ve en seguida que apenas ha cambiado nada. Ni siquiera las nóminas, que siguen funcionando. Leo con horror de contribuyente que casi un 50% del presupuesto de este país se lo llevan las nóminas oficiales. Pero, ¿cómo puede ser de otro modo si nadie de los que cobraban algo ha dejado de cobrarlo? Hablo, no ya de los que han ganado eso tan sagrado entre nosotros como una «oposición» a lo que sea, sino de los que han entrado por otras puertas a las poltronas que siguen ocupando y cuyas nóminas caen del cielo madrileño hasta el que llegan procedentes del bolsillo de todo el ámbito del Estado, es decir, del bolsillo de los que vivimos en el campo duro de la competencia para sacar la tajada de cada día. Pero lo hecho hecho está y ya hay en rodaje previo a la circulación de una Constitución que, desde luego, no votaré porque no me gusta un pelo. En uso de mi legítimo derecho ciudadano. Lo cual no evitará que tenga que someterme a ella. Ahora bien, cuando se apruebe por sobrada mayoría, ¿va a continuar el «sonsenso»? ¿Van a seguir los pactos de lo que sea? ¿Van a resolverlo todo unos parlamentarios en despachos privados, en cenas más o menos secretas, en acuerdos que no pueden subir hasta el poder desde las bases, a las que no hay tiempo de predicar lo que se va a hacer y que lo han de aceptar porque un día depositaron un voto en una urna? ¿Para cuándo, entonces, la democracia? ¿Cuándo dejan de mandar los que abominan de ella, los que fueron nombrados para los cargos que ostentan,sin tener en cuenta la voluntad popular y se ríen de los que ingenuamente creen que, en efecto, estamos viviendo ya democráticamente?

El otro día, aquí, en la Valencia donde vivo y más o menos peno, el presidente del Consell asistió a un acto en el que compartió la presidencia con el alcalde, que lo es por designación de un gobernador del franquismo de ingrata memoria -hay pocos que sean de grata memoria, incluso ahora que, entre otras cosas, no son aún «mernoria», sino «voluntad» tan omnímoda como antes del 20N- y llegó a consejero del Reino. Un día, en las hemerotecas, esta información y estas fotos dejarán perplejo, espero, a más de un estudiante. Porque el presidente del Consell del País Valenciano, muy, pero que muy, preautonómico -y lo que te rondaré morena- es del PSOE. Claro que desde hace poco tiempo, unos tres años si llega. Menos tiempo llevan otros en su mismo partido. Pero de todos modos Albinyana nunca ha sido de nada que le empareje con el alcalde superfranquista de mi ciudad de residencia. Siempre ha sido un demócrata. Y, sin embargo...

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Temo mucho que si las cosas van a seguir así -y por lo menos hay un año por delante para que sigan así- después sea difícil que dejen de ser alcaldes los que lo fueron por designación. Se pasarán a UCD, si es que no están ya-, de donde son los gobernadores civiles, que han sustituido lo otro, lo de jefes provinciales del Movimiento, por lo de «inspiradores» provinciales de la UCD. ¡Y tan «provinciales»! Todo lo cual ocurre, como se ve en la foto del alcalde de Valencia y el presidente del Consell, con la anuencia, o sin la protesta -o por lo menos la ausencia-, de la «alternativa de poder». ¡Estamos listos!

Uno cree que hasta que no se ejerciten ingeniosas maneras en el Parlamento, es decir, hasta que no encuentren maneras humorísticas, aunque sean también mordaces, de decirse las cosas los parlamentarios opuestos por el vértice, la convivencia política será tensa. Porque una de las cosas que la democracia parlamentaria pide de los padres de la patria es que se canten las cuarenta, pero que no se declaren la guerra civil. Entre el diputado Letamendía -que a mí, ya se comprenderá, me cae muy bien- y el señor Fraga se han dicho cosas tremendas. También se han dicho entre el señor Fraga y Santiago Carrillo, con quien tengo una cierta amistad remota en el tiempo y en el espacio. Pero me resulta muy extraño que, después de llegar tan lejos verbalmente, se vayan a comer juntos, del brazo y por la calle. ¿Es eso el «consenso»? Pues, la verdad, me parece excesivo, hasta el punto de que si las cosas siguen así, con tanto jerarca de los «felices cuarenta» reinstalados y tanta suspensión tácita del ejercicio de la democracia, eso del «consenso» no sólo impedirá la necesaria ruptura, sino que se convertirá en «neofranquismo». Y así ¿cómo va uno a votar? Será, casi casi, como cuando votaba en la época en que lo mismo daba decir sí que decir no, y que votaran cien o cincuenta. Siempre votaba el 120 %, de los cuales el 110 se computaban como «síes». Mal asunto.

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