El debate social
Catedrático de Derecho del Trabajo
Quizá el tema por antonomasia de nuestro país sea el debate social. Es como el tejido invertebrado de la convivencia político-cívica, pues en el mismo se traman y se condicionan muchas decisiones, acciones y estrategias que hacen de las relaciones industriales la base de despegue de nuestra naciente democracia. De que exista o no debate social dependen muchas cosas en este país, en el que yo creo y vivo. Y al decir debate se admite el enfrentamiento y se presupone el posible entendimiento. La guerrilla social en un país con relaciones industriales maduras no es desdeñable, pero sí marginal. El tema, el debate, radica esencialmente en las posiciones de partida o, si se quiere, en el enfoque o concepción del sistema o modelo laboral. Yo diría con Jacques Delors que si hubiera que presentar la política de relaciones industriales como el equivalente de la paz social, me negaría a ello. La política de relaciones industriales no es, en absoluto, como una línea Maginot levantada contra las ofensivas sindicales. El intento ha de apuntar, por el contrario, a establecer unas nuevas reglas del juego en las relaciones entre el Estado, el patronato y los sindicatos obreros. En otras palabras, llenar el vacío existente, consiguiendo dotar al país de un verdadero sistema de relaciones industriales que permita que las personas vivan juntas sin que nadie abandone sus propias convicciones ni su propia estrategia. Y en tal estrategia, es importante tomar postura por los conflictos como fenómenos habituales, cotidianos, o bien, como fenómenos colectivos, estructurales, puesto que el paso de una consideración a la otra traduce de alguna forma el deslizamiento que se opera del hecho que marca la historia de la vida de un ciudadano a las rupturas constitutivas de la historia social de una nación.
Estamos en la antesala de una Constitución que reconoce los derechos básicos sindicales e instaura unas coordenadas socio-laborales que permiten un debate social que sepa compaginar la productividad con los intereses no sólo ya de clase, sino de la sociedad como tal.
Tal debate, en un Estado moderno, exige unos protagonistas adecuados, un talante social y una temática que no desborde los cauces que la democracia ofrece. Sé, desde luego, que ahí, agazapado, está también, en lo laboral, la tentación de la «contrademocracia». Lo que no se obtiene por las urnas se obtiene por la fuerza; hay que ir más allá del Parlamento, al monte. En ocasiones es el grito desesperado, pero necesario, del desamparado por el ordenamiento jurídico. Pero no es, o no debe ser, lo normal, a pesar de la corriente ácrato-romántica que se percibe en el subsuelo europeo y con responsabilidades complejas.
En el campo laboral, los sindicatos, principales protagonistas, tienen como primera tarea la de «identidad asociativa», es decir, la constitución y organización de la representación. Aunque sea difícil precisar la correlación, se puede decir que un sindicato es fuerte, en términos de reconocimiento, de estructura de organización y de aparato, en cuanto sea más reticente a fomentar y secundar la movilización de masas. En el caso italiano, Pizzorno ha dicho recientemente que la debilidad estructural del Sindicato explica su tendencia a utilizar la «plusvalía» de la movilización.
Es preciso que tengamos sindicatos fuertes y responsables, y para ello es preciso que los otros protagonistas, como el Gobierno y los empresarios, sepan estar a la altura de estas circunstancias de nuestro país y no sean ciegos a la realidad sociológica que cualquier manual sindical europeo de solvencia nos muestra.
El talante es algo que en nuestra latitud, quizá por el clima, no encuentra abono. Hay mal talante y ello estropea muchas cosas. Parece preciso, por parte de los protagonistas, decir las cosas con acritud, con exageración y pensando en la parroquia. Entonces resulta que la lectura del periódico o la escucha de la radio a primeras horas del día comienza a poner al español medio en un estado de ánimo invernal. A mí me parece bien que se hable pensando en la clientela, pero hay que plantearse, cada vez con más urgencia, la necesaria conexión de los objetivos parciales con los globales. Y esto vale para todos. Si la progresividad en los planteamientos y en la soluciones de tipo laboral se mide sólo con criterios cuantitativos, no ayudamos a la democracia. Nada más fácil que ser progresista en el «cuánto». Lo honesto, y difícil, está en unir lo deseable con lo posible.
Y respecto de los temas, he de confesar que si los protagonistas y su talante lo permiten es lo menos complicado. Está el tema de los recursos, de la estrategia y del marco legislativo.
En cuanto a los recursos, no hay duda de que el patrimonio sindical es el, centro de la cuestión y que el Gobierno ha de resolver con la colaboración de los interesados, que es muy posible que tengan que posponer intereses en función de legitimidades.
La estrategia es algo privativo de los actores sociales y quizá baste con el respeto mutuo. Hay que acostumbrarse a ganar sin algarada y a perder sin pataleo. Estamos en una sociedad conflictiva, y por ello no hay que considerar al conflicto como algo espúreo, sino como condimento.
Pero es preciso el marco legislativo. En ello se está por parte del Gobierno y me parece injustificado o excesivo el ataque a alguno de los proyectos presentados. Por ejemplo, el de accion sindical y representación de los trabajadores en la empresa.
Para valorar este proyecto hay que tener presentes tres puntos:
a) Los líderes sindicales -muchos- han pasado de la cárcel al Parlamento.
b) Es distinto un sindicato de colaboración que uno de contestación global o revolucionario.
c) La acción sindical en nuestro país, tradicionalmente, desborda la norma.
He leído declaraciones en la prensa claramente exageradas o, al menos, no contrastadas con el derecho francés o italiano, por ejemplo, que no han instaurado la cogestión. Entre otras razones, porque, en el caso italiano, sería la cogestión de la crisis, que no resulta grata.
En cuanto a los convenios colectivos y huelgas, entiendo que no resultará difícil ponerse de acuerdo en su regulación, previa conciencia de que es necesario regular lo regulable. Es curioso constatar el contraste entre la petición, a veces clamorosa, del «espontaneismo-laboral» y el afán documentista-oficial que las partes sociales tienen. Papeles y sellos. Laudos. Resoluciones. Y luego aborrecimiento del intervencionismo. Hay que ser coherentes.
Podrían citarse más temas. Y los hay. Pero quizá convenga resaltar que en estos momentos nada sería más peligroso que la fatalidad. Ni nada más fructífero que saber distinguir lo coyuntural de lo permanente. Y siempre con libertad. En ese terreno, y con tales coordenadas, creo que debe moverse el debate social.
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