Descalifica, que algo queda
Todavía colea la polémica sobre si, entre 1936 y 1939, los partidos mayoritarios del Gobierno republicano deberían haber hecho la revolución al mismo tiempo que la guerra o si era imposible ganar las dos batallas a la vez -teniendo en cuenta que se perdieron las dos a la vez también- cuando nos encontramos ya prácticamente en un terreno polémico parecido.Mi amigo el historiador inglés Paul Preston, cuyo reciente libro no he leído todavía, dice en una entrevista a Cuadernos que no tiene partido tomado sobre este asunto. Creo que hará bien en manejar más datos de los que hasta ahora se han utilizado. Porque la cosa no es tan simple como una parte y otra proponen. Me refiero, sobre todo, a la CNT, que estaba más decidida a llevar a cabo transformaciones radicales en la retaguardia, y al Partido Comunista, para el cual todo el esfuerzo debía concentrarse en la victoria militar, lo que exigía contar en la retaguardia con los partidos republicanos pequeño burgueses.
Esta es, desde luego, una simplificación obligada, como referencia, porque el tema es otro.
Se trata de otro tema, en efecto, pero era preciso constatar su referencia para hablar de la nueva Constitución, que con reservas formales y adhesión efectiva, ha sido defendida, dentro del ámbito parlamentario, desde el Partido Comunista hasta el PSOE, pasando, desde luego, por la UCD, que es, no sólo la primera interesada, sino la primera beneficiada.
La cosa seria comprensible, y, hasta cierto punto admisible, si no fuera porque están entrando en juego viejos tics nada «eurocomunistas» que recuerdan los tiempos, menos «eurocomunistas» todavia de la guerra civil. Me refiero, sobre todo, a la descalificación como demócratas, progresistas, etcétera, ya la calificación de aliados «objetivos» de las fuerzas «involucionistas», de que somos objeto los que ponemos reparos a una Constitución fraguada como se ha fraguado la que nos va a caer encima.
Me apresuraré a decir que, ciertamente, era difícil hacer nada menos malo. Hay condicionamientos evidentes que lo impiden. Creo, además, que la Historia es así y que siempre se produce con condicionamientos parecidos de uno u otro signo. También añadiré que, entre los larguísimos años pasados antes del 20 de noviembre de 1975 y esta Constitución que vamos a sobrellevar como podamos, hay diferencias enormes, en favor, por supuesto, de la Constitución «consensuada». Pero todo eso ¿qué tiene que ver con la cuestión de fondo? Y, por consiguiente, ¿no es lógico que lo tratemos «en caliente incluso para que se vea que las fuerzas condicionantes están cumpliendo tan mal papel? No soy ingenuo ni pretendo que esas fuerzas se convenzan de nada. Creo que están ancladas en una nostalgia afortunadamente imposible, lo cual se debe a circunstancias objetivas en las cuales han jugado papeles decisivos instituciones y personas. Pero todo eso, siendo verdad, ¿clausura la Historia? ¿No hay que dejar constancia de que muchos estamos en desacuerdo y lo decimos, otros tampoco están de acuerdo y lo callan, y no pocos utilizan los votos que obtuvieron -los primeros de toda su vida para muchos, como yo, por ejemplo, a mis más de cincuenta años- de una manera excesivamente amplia?
Creo que la guerra civil no se perdió por la desorganización de la retaguardia o la poca organización de la primera línea -y hablo de leídas, claro está, porque tenía doce años cuando estalló-, sino porque las potencias occidentales tenían pocas ganas de que ganara la República, aunque tampoco les entusiasmara que ganara quien ganó. Pensaban que la República victoriosa no iba a ser la misma que ganó las elecciones del 14 de abril, y tenían razón. Hubiera sido, en la hipótesis, una República más revolucionaria que parlamentaria. Es por eso por lo que se declararon neutrales y crearon el Comité de no Intervención, que era algo asi como tomar asiento de barrera para ver la corrida de cerca. No resultaba muy elegante que digamos, pero explica bastantes cosas.
¿Y por qué digo todo esto? Lo digo porque sería absurdo que aceptáramos el juego imposible de que aquí no hay dominantes y dominados -«empleadores y empleados», como suelen explicar en los cursillos de formación de ejecutivos y altos empleados, para quitarle hierro a la cosa- y que los dominados renuncian a dejar de serlo y a participar en la decisión sobre cuáles tendrían que ser las reglas del juego para que no jueguen unos más y otros menos. Es verdad que no estamos en 1936, sino en 1978, y han pasado muchas cosas. Es verdad que la izquierda, si quiere hacer algo, tendrá que unirse en un «bloque histórico» pluralista y tendrá que utilizar la democracia. No va a haber más partidos hegemónicos. El esfuerzo de imaginación que habrá que hacer, la capacidad de trabajo, de estudio, de análisis, no sólo para no defenestrar a los clásicos, sino para ver cómo se enfrentarían ahora con las condiciones actuales -y Gramsci ya nos adelantó bastante camino- será grande. Pero no tanto como para excluir la contradicción de intereses. Y, por consiguiente, nadie va a creerse, por mucha sordina que se le ponga a la cosa, que los partidos revolucionarios, es decir, los que quieren no sólo comprender, sino transformar la sociedad a partir de esa comprensión, han renunciado a hacerlo.
¿Por qué, pues, no ha de haber «disenso»? ¿Por qué los que disentirnos, aun sabiendo que no vamos a conseguir gran cosa más allá de mantener viva la llama para que no se apague, hemos de padecer ese Intento de descalificación? Uno teme o, para ser más sincero, uno cree que lo que pasa es otra cosa. Lo que pasa es que cuando se está instalado en el poder -y no sólo está en el poder el que tiene el Gobierno en sus manos, sino también aquel sin el cual el Gobierno no parecería lo que quiere parecer- suele molestar que otros, testimoniales, minoritarios, etcétera, vengan enredando. Se prefiere el disfrute pacífico del intercambio de servicios; del tú gobiernas y yo me opongo, pero poco, para que se vea que tienes oposición, a cambio de que, dentro de poco, yo consiga millón y medio o dos millones de votos tuyos y se cambien las tornas. Con lo cual ¿no se corre el riesgo de que todo siga igual?
Creo que la cuestión radica en algo más que en sustituir a los que gobiernan hoy por los que gobernarán mañana. Creo que la cuestión está en que unos quieren, inteligentemente, que algo cambie para que nada cambie y otros deberían querer que cambie todo lo suficiente para que puedan cambiar las irreductibles vidas de los que, generación tras generación, no ven manera de que nada cambie. Lo cual, en esta Península, no puede ocurrir si sólo se reconocen -en virtud de pactos políticos- determinadas nacionalidades históricas y, se dejan otras para unos hipotéticos exámenes de septiembre -de dentro de cinco años- a pesar de que, por encima de los pactos y las disciplinas de partido está la realidad, que exige igualdad de oportunidades para todos los que quieran su autonomía.
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