La abolición de la pena de muerte
LA ABOLICION de la pena de muerte en el proyecto constitucional, tal y como queda prefigurada en la aplastante votación favorable registrada anteayer en el Congreso, con el único voto en contra del diputado de Euskadiko Ezkerra (espectacular demostración de las conclusiones absurdas a las que conduce el maximalismo y motivo para temer que los planteamientos sectarios cortan todos los puentes entre quienes los defienden y la realidad), no sólo adecúa nuestro texto fundamental a unos principios morales por cuya implantación como norma de convivencia humana han luchado los reformadores ilustrados y las personas de bien a lo largo de los dos últimos siglos, sino que además aporta una prueba concluyente sobre los positivos cambios operados, durante los últimos meses en el partido gubernamental y sobre la sinceridad de su espíritu de consenso. El abolicionismo es una doctrina tan inatacable en su propia coherencia y en su relación con los supuestos sobre los que descansa una sociedad civilizada que obliga a sus adversarios, para combatirla, a destapar la caja de los miedos irracionales y de los terrores primigenios o a inventar dioses tribales y vengativos que reclaman la sangre de los culpables como única forma de reparar el daño. Como ha indicado el señor Garcia Añoveros al anunciar el propósito de unir el voto de UCD a los grupos parlamentarios que habían propuesto en la Comisión la derogación de la pena de muerte, la medida es la demostración del, alto grado de conciencia cívica y moral alcanzado por el pueblo español; y aunque la abolición de la pena capital no vaya a erradicar de la noche a la mañana la violencia en nuestra sociedad, es necesario que el Estado, titular del monopolio legítimo de la coerción, sea el primero en dar ejemplo de respeto a la vida humana.Y, sin embargo, no es seguro que ese ejemplo dé frutos a corto plazo. La, elevación de la abolición al rango de norma constitucional elimina, por fortuna, los riesgos de que la conmoción producida por un incremento cuantitativo o cualitativo de la violencia en nuestro país sirva de cobertura emocional para el restablecimiento de la pena capital, por sugerencia o presión de quienes sostienen que una ejecución bendecida por las leyes no es un crimen de lesa humanidad. El mantenimiento de los criterios abolicionistas a lo largo de un prolongado período es la única manera de que ese mensaje de humanismo y pacificación pueda penetrar eficazmente en la sociedad y privar de toda coartada a los asesinos que encubren, bajo motivaciones políticas, personalidades patológicas. El cobarde asesinato de José María Portell no hubiera podido ser justificado con denuncias hipócritas de la «violencia estructural», ni servir, a su vez, de cobertura al atroz atentado que lía costado la vida a la señora de Etxabe y ha hecho peligrar la de su marido. Al renunciar el Estado al terrible atributo de suprimir físicamente a sus ciudadanos, crímenes como el perpetrado en Zarauz por ETA, y del que ha sido víctima un supuesto confidente, mostrarán sus dimensiones plenamente repulsivas.
Digamos, finalmente, que la no constitucionalización del abolicionismo para delitos militares cometidos por militares no impide la supresión de la pena capital en el Código de Justicia Militar. Y que la oportuna mención hecha por el señor Fraga al asesinato por fuerzas regulares del comandante Ernesto Guevara en la Quebrada del Yuro, perpetrado después de finalizado el combate, puede servir para poner en guardia a nuestras autoridades contra eventuales repeticiones en España de ese tipo de hechos protagonizados por custodios indiciplinados del orden. La aplicación de la «ley de fugas», aunque fuera excepcional e imputable a la cólera o el miedo, vaciaría al abolicionismo legal de su contenido ejemplar y se convertiría en una forma institucionalizada de crimen.
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