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La firma de joyería Cartier quiere comprar Christian Dior

Cartier, la famosa firma de joyería, pretende comprar Christian Dior. El mundo de la moda se resquebraja, pero no por todos sus sectores. Unos siguen siendo prósperos. Otros tienen que cerrar o vender su ingenio a empresas más poderosas, imperios estéticos que dictan un diseño y lo mantienen mientras duren los stocks. En España, el cierre de Pertegaz, uno de los más importantes centros de confección, ha sido un aldabonazo. España no está sola en esta crisis. Nadie podía suponer que Dior llegara a estar en venta un mal día. Esta quiebra tendrá su beneficiario. La compre o no Cartier, lo que es seguro es que esta poderosa firma caerá en las manos de otro dictador estético.

Una joya firmada por Cartier y un vestido confeccionado por Christian Dior, a lo largo de la historia del mundanal ruido del lujo, han constituido el sueño dorado de todas las señoronas con pasta y de todos los hombres y mujeres militantes del buen gusto caro y bienoliente. Pero el «maridaje», en esta ocasión, es consecuencia de una catástrofe: Dior, la más célebre firma de alta costura del mundo, propiedad de un viejo cachorro de las finanzas de la cuenta de la abuela, Marcel Boussac, está en venta. Y Cartier, patronímico de los mecheros y joyas más relucientes del planeta, empresa floreciente, ha levantado el dedo el primero: compro a Dior.La noticia caracoleó esta semana por las salas de redacción y se dispersó como una polvorilla por todos los meandros de la sociedad parisina. Y, por unos momentos al menos, con chismes, chistes y consideraciones marginales, aligeró el entierro del «imperio Boussac» que, desde hace algunas semanas, afila las uñas de los banqueros y entenebrece el porvenir de 11.000 personas pendientes del «apaga y vámonos.... al subsidio de paro obrero».

Cosas de la vida, y de la crisis económica, y de la autocracia, y del paternalismo: camisero en 1910, su primer Rolls tres años más tarde, idilio católico con la célebre artista lírica Fanny Heldy, propietario de las veintiuna sociedades del «mostrador de la industria textil de Francia», amigo de la derecha de Paul Reynaud, de la izquierda de Leon Blum, de toda la plantilla más chic del París mundano, nombre puntero de todos los campos de carreras de caballos del mundo, «rey del algodón», etcétera, son todos datos de la carta de visita que podía presentar monsieur Marcel, como se le nombra al señor Boussac, 89 años de edad en este momento de su caída en picado, inexorable ya ha anunciado que para salvar su imperio industrial, en trance de liquidación judicial, ponía en venta la mayor parte de sus propiedades personales, Dior incluida, como el diario L'Aurore.

Pero los amigos políticos del señor Marcel han vuelto la espalda y los bancos no se hacen ilusiones: en mayo, la deuda total de sus empresas textiles ascendía a unos 12.000 millones de pesetas, y la pérdida mensual se calcula en unos 150 millones de pesetas. Apaga y vámonos: con el señor Marcel no hay quien pueda. La apertura de las fronteras a las importaciones, la competencia del Tercer Mundo con sus precios de costo bajos, las fibras sintéticas, el marketing, todo el tinglado comercial-económico del round tecnocrático de la historia del dinero, no le cuadra al señor Marcel que, por añadidura, hasta hoy, ha conservado atado y bien atado, el mando de una huerta personal en la que 11.000 empleados pasan por los peores pagados de Francia. Pero, eso sí: el señor Marcel los viste a medio precio, los aloja para que respiren, los confina en campos de vacaciones para que se tuesten y, al final, los acomoda en un asilo llamado Boussac para que se confiesen antes de morir.

Tal fue la historia que esta semana propició el recochineo envuelto en papel de «salvador del prestigio de Francia» de Robert Hocq, presidente-director general de Cartier. Ni más ni menos: «El grupo Dior no se despedazará. Los empleados seguirán en sus puestos y mantendré un estado de espíritu francés», dijo el joyero célebre y rico al presentarse como el primer aspirante a la digestión de Dior que, dato clave, es una de las pocas industrias del señor Marcel que viste, huele y funciona según los cánones de la productividad vigente: 15.000 millones de cifra de negocios anuales. Incluso el amo de Cartier confesó que la compra de Dior era como invertir en oro.

Y, lo dicho, por una bagatela: el señor Hocq estimó que Dior podría valorarse en unos 5.000 millones de pesetas, cifra bien decente si se considera la envergadura del comprador. Cartier, primer joyero mundial, proveedor de los magnates de todas las cuentas corrientes bancarias más o menos bien y de los atracadores serios, alimenta a ochocientos empleados, realizó 8.000 millones de pesetas de cifra de negocios el año último, seiscientos de los cuales fueron apuntados en el capítulo de los beneficios. Y, todo ello, vendiendo joyas tradicionales y, por igual, los exquisitos artículos Musi, es decir, relojes, mecheros, plumas estilográficas y otras cositas. Cartier, por lo demás, gracias a su clientela «marginal», en el plazo de tres años prevé doblar las ventas y los beneficios, tire por donde tire el eufemismo de los tiempos presentes, apellidados de «crisis económica».

Pero todo lo dicho queda pendiente del permiso del Tribunal de Comercio de París, que debe autorizar la venta, y de otros posibles interesados en la compra de Dior, entre los que se encuentra la firma fabricante de champagne Moet-Hermessy, que ya es propietaria también, en el sector de perfumería. Sin embargo, las almas tiernas y bien intencionadas suplican, para la buena salud del país, el retorno a los orígenes, corno ocurre en la religión, en la política, en la vida, en todo.

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