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Reportaje:

La izquierda francesa recomienda el "punk" para esta temporada

París. Pigalle y sus furcias desvencijadas, y los porteros-gorilas de sus strip-tease, dictadores del vicio, que agarran por la chaqueta al transeúnte y en italiano, español, inglés o chino juran a mil a la hora: Desnudo, todo desnudo. París, es decir, Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, el Louvre, los muelles del Sena, es decir, el París de la leyenda, el París de las tarjetas postales que el savoir faire francés ha metido desde siempre en la retina de los niños del mundo para que todos, un día, ya ciudadanos medios de cualquier París del planeta, se planteen el drama de la desmitificación. Este París, con el mes de junio, a pesar de la crisis económica, según los previsores del porvenir turístico de 1978, ha empezado a funcionar a todo trapo y los diez millones de inquilinos temporeros del plaisir legendario de la dulce Francia dirán presente a razón de 120 pesetas el café en una terraza de la avenida más bella del mundo, la avenida de los Campos Elíseos, quiere decirse.Por este lado, sin novedad. Cada ciudadano medio, honestamente, volverá a su pueblo satisfecho y excitará al vecino con la narración de su noche loca en un cabaret de Pigalle con unas señoras que, dicho sea de paso, inician su labor porno, de vestirse y desvestirse, a las tres de la tarde y, repitiendo los mismo gestos cada hora, bajan la trampa a las tres de la madrugada del día siguiente.

Lo "punk"

En paralelo con el turismo inocente, hijo de la civilización del automóvil, las tecnologías de punta han parido el turismo progre, en avión, en tren, en cuatro ruedas, o en auto-stop, pero progre. Y cada año el savoir faire galo, siempre al filo de los acontecimientos, ofrece a cada cual el plato del día, del año, vaya. Este verano se imponía algo punk ni más ni menos «ahí está» «Le Palace», lo más punk que imaginar pueda cualquier mente progre de unas semanas a esta parte cinco turistas progres españoles, sí, señor, aunque podían haber sido italianos, monegascos, etcétera, en cuanto adivinaron al periodista escribiente le inquirieron, no sin misterio, morbosillos: «¿Dónde está "Le Palace"?»«Le Palace» es la traducción francesa del fenómeno sociológico apellidado punk a nivel de bailoteo, claro. Pero es preferible empezar por el principio, es decir, por lo antecedentes.

Por el año 1965, en pleno apogeo gaullista, estalló en París la bomba de la música pop, también en plan de bailoteo. Un muchacho llamado James Arch, ambiciosillo y que había viajado por Estados Unidos le contó su historia pop a madame Martini, multipropietaria de establecimientos canallescos del Pigalle.

La madame se interesó y le prestó al pionero del pop parisiense una sala destartalada, en pleno barrio de Pigalle, que se bautizó con el nombre de Bus Palladium. La madame convocó en el bus al tout-París de la Francoise Sagan y tal, convidó a la prensa y negocio redondo: desde el día siguiente los periodistas de derechas lamentaron que los buenos tiempos del agarrao hubiesen fenecido en la noche histórica del Bus, pero matizaron: el drama se consumó en presencia del tout-París. la prensa de izquierdas filosofó a todo meter y descubrió que, en efecto, el baile a lo pop, cada uno haciendo lo que le daba la gana y, al mismo tiempo, al lado del prójimo, era el entremés anunciador de la auténtica fraternidad humana. Un día tras otro, la buena nueva sensibilizó al personal y, cada noche, 3.000 bailones ejercían la libertad en comunidad, James Arch, la gallina de los huevos de oro, se convirtió en la coqueluche de los estudiosos del fenómeno sociológico. Y el tout París, como madame Martini supieron pronto que el tal Arch también tenía ideas muy concretas: «Mi ambición es ser millonario, como Onassis, por ejemplo», declaraba un día y otro. Y madame Martini, celosa de su imperio de la noche parisiense, licenció al muchacho, que trasladó su juerga de masas a otro local, pero sin éxito: la tropa se había cansado y se desperdigó por las arterias nocturnas de la capital que conducen a los guateques que se celebraban en las boites de siempre y que, a su vez, como buenas amas de casa de la democracia formal, habían aliñado la ensalada oportuna, recuperando el ritmo pop para mezclarlo con el slow, abrecorchos eternos, no más, de la necesidad beligerante.

James Arch bordeó la indigencia, pero de un brinco desesperado volvió a darse una vuelta por Estados Unidos y al amanecer de los anos setenta regresó a París con su nueva mercancía. La juerga era la misma: pop y masa, pero arropada con la escenografía de los últimos descubrimientos de la luminotecnia.

Esta vez su historia se la contó al propietario de otra multinacional del París by night, que lo financió. Pero el gaullismo moría y la izquierda unida navegaba a toda popa. El tout París de la Francoise Sagan y tal ya no era garantía de cachondeo progre. Y James Arch echó mano de la tribuna publicitaria apropiada: semanario moralista de la izquierda bien, Le Nouvel Observateur. No hacía falta más: el «Nashville», razón social del nuevo templo juerguístico de la progresía de moda, en los sótanos del célebre «Olimpia» cantarero, se convirtió de la noche a la mañana en la panacea de una nueva virginidad de este mundo de represiones sexuales y demás.

El Nouvel Observateur había asegurado en una información histórica: «Por primera vez, hombres y mujeres concurren a un lugar para divertirse sanamente, liberados, sin complejos. Los hombres no van al «Nashville» a ligar y las mujeres-objeto, deseosas de ligue, han desaparecido.» Amén. El «Nashville», algunas semanas después, pasada la calentura del desligue, cedió su pista a los jóvenes sabatinos de la periferia que se llegan hasta el centro de la gran ciudad a la conquista de un sueño roto. Y James Arch, otra vez, desapareció de la circulación.

Primavera posvotante de 1978: la izquierda fraternal del Nouvel Observateur perdió los comicios de marzo último, el giscardismo inició su tarea de normalización del país y, por fin, llegó el punk. Y se instaló en «Le Palace». Los elementos, esta vez, son idénticos: pop y masa. Las últimas evoluciones tecnológicas han aportado las iluminaciones lasser. Y la presentación es original: un antiguo teatro, «Le Palace», fracasado como tal y recuperado por otro supermercado del París nocturno: el propietario de las célebres boites de homosexuales de la «rue Sainte Anne», que se aprovechó del marchamo punk para negociar su mercancía, es decir, los homosexuales y las lesbianas acompañantes. Y una vez más, Le Nouvel Observateur, decepcionado de sus cursos de moral a la izquierda, tras el fracaso legislativo, buscó empleo en la derecha para avalar la empresa punk.

En otra información no menos histórica que la lanzadora del «Nashville», el ya redicho «Nouvel Obs», semanas atrás, les susurró a sus lectores progres que «Le Palace», en seno, era el principio del fin de todas las segregaciones y racismos que le han hecho tanta pupa a las gentes buenecicas. «Por fin, certificaba, homosexuales, lesbianas y hombres y mujeres de toda condición confraternizan y se divierten sin recelo, normalmente.» Como debe ser. París, con su leyenda, ha hecho lo demás. El mundo progre tiene chicha punk para un verano.

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