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Reportaje:

Tren de cercanías: fiebre de domingo noche

Poco antes de las diez de la noche del domingo, una multitud ataviada con trajes chillones, curtida por el sol violento de la sierra y un poco fatigada se acerca al tren que acaba de detenerse en la estación de Villalba son un pueblo convencido de que a treinta kilómetros de distancia madrid se convierte en una ciudad inofensiva, así que aprovechan los fines de semana para separarse lo justo y mirar desde lejos.Gracias al instinto de huida, las lectoras de fotonovelas y las de ensayos feministas coinciden bajo los pinos, mientras los niños aprenden a respirar y los gastrónomos cuyo repertorio termina en la tortilla de patata negocian los ingredientes alrededor de la lumbre.

Pero, a las diez en punto, el tren de cercanías y los ciudadanos de cercanías vuelven a Madrid.

Ciudad de cercanías

En los primeros segundos de viaje la multitud se abre paso entre macutos, revistas usadas y excedentes de merienda, y el convoy parece un barrio puesto de perfil en seguida, los viajeros vuelven a descubrir las viejas cualidades de los trenes: el enfrentamiento de bancos y poltronas pone en situación de diálogo a ciudadanos antagónicos; agrupa a vendedores y compradores, facilita el consenso de políticos opuestos, y excepcionalmente obliga a convivir a moros y cristianos, la obsesión por encontrar tema sucede a la obsesión por encontrar asiento.Y de repente todos empiezan a hablar. Entonces el tren es una calle principal en la que no circulan los transeúntes, pero se cruzan las miradas y las intenciones.

Por alguna incomprensible razón los pasajeros se restablecen en zonas independientes. En ciertos vagones, especialmente en los departamentos de equipajes, se concentran cientos de jóvenes cuya preocupación es el rock. Casi todos llevan botas, escarpines y gruesos jerseys con medallones grabados: en ellos puede pedirse el voto a los dieciocho años, la resurrección de elvis presley o simplemente el número de teléfono de las chicas más próximas el pequeño país de los jóvenes es un sitio donde se ríe con facilidad y se canta incesantemente: allí alguien tiene siempre una guitarra escondida y recuerda una letra en inglés, pero a ratos se repone el «asturias, patria querida», que nunca dejó de ser un himno preautonómico aunque muchos de sus intérpretes no se dieran cuenta. Y, sobre todo, la canción específica de los trenes y los excursionistas.

El horario y la lencería

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En el kilómetro cinco el convoy es un raro concierto de notas, murmullos y tableteos, en el que el tren pone la batería.Un joven viajero improvisa una cuarteta irreproducible a la altura de Torrelodones.

Un vagón más allá, el ambiente comienza a ser distinto. Dos jóvenes madres de familia intercambian ideas sobre pediatras y papillas mientras sus niños están durmiendo incomprensiblemente. al lado, una señora tiene dos problemas: el aire que entra por una ventanilla atascada y su peinado de peluquería. Cuando baja las cortinas, una francesa pierde su pamela, y el revisor, dos billetes que estaba troquelando. Comienzan las críticas a la Renfe:... «Es que utilizan materiales demasiado viejos, y no lo digo por estos vagones; pero vaya usted a avila y verá qué trenes. » alguien habla de la tradicional impuntualidad, aunque de este servicio no se puede tener queja: cada diez minutos hay una combinación, y una convecina que pretendía entrar en la tertulia oye combinación, confunde el horario con la lencería y empieza a hablar de la ropa interior en las próximas rebajas de verano. Desde el fondo del vagón pueden escucharse con toda nitidez la apología que hace la francesa de los ferrocarriles comunitarios y el llanto de un niño que acaba de alarmarse por el vendaval provocado por la señora que lucha con la cortinilla.

Rastros y mercadillos

Irrumpe en el tercer vagón un hombrecito calvo, con gafas, bigote y traje de estambre gris. Su figura inspira confianza, a pesar de una gruesa bolsa de plástico con la que amenaza. Podría ser un recaudador de Hacienda camuflado o, a lo más, un agente de seguros, pero nunca un intermediario o un clandestino vendedor de acciones. Adelanta la bolsa con mucha ceremonia. «sírvase, caballero, ¿me permite, señora?, otro para el niño, si ustedes no tienen inconveniente.» El padre de familia mete la mano en el saquito y extrae un minúsculo caramelo masticable, con lo que su mujer, su hijo y sus compañeros de asiento se confian y extienden la mano. «será que Renfe quiere cambiar de imagen, como Iberia», dice un escéptico. Pero en un instante el hombre de la bolsa ha desaparecido. reaparece inmediatamente. Trae a su vez los brazos extendidos. Cuelgan de ellos, como de una percha natural, una muñeca vestida de gitana, «la hija de Lola Flores; traigo a la hija de Lola Flores», cajetillas de rubio americano y varias otras figuras de peluche. Inesperadamente abre la mano, muestra una pequeña baraja de papel y ensaya una puesta en escena con los brazos en cruz, los naipes abiertos en abanico y unos gritos cortos; es un pavo real disfrazado de jugueteria. «esto es una rifa, señores: un naipe, un duro.»Por un inevitable sentimiento de gratitud, el primer padre de familia que ha metido la mano en el saquito compra tres naipes. Rápidamente es secundado por los demás. En un minuto, el hombre de los muñecos se queda sin cartas, y la buena gente, sin calderilla. Al fin, concluye el sorteo. El agraciado es un campesino de medina del campo, que viene con su mujer: «Anda, elige tú el premio, que a mí me da lo mismo.» El hombrecito ofrece un don Nicanor; cuando los campesinos se dan cuenta de que no tiene pito ha vuelto a desaparecer, ahora para siempre. Y hay un viajero que lo sabe todo y asegura que a él un día le tocó un reloj suizo de oro. El tren ha rebasado la estación de Las Matas; está acercándose rápidamente a Las Rozas. Sobre los chaletitos pasan unas nubes cárdenas que permiten al infortunado campesino hablar de tormentas. Los recortes de nieve de las montañas próximas parecen sábanas olvidadas.

Corte de milagros

Llega al primer vagón un extraño personaje. En vez de dar caramelos va dando tumbos. Simula con absoluto rigor un principio de ataque epiléptico, el mal de Parkinson y varias disfunciones musculares que se traducen en guiños y temblores. Alarga una mano para pedir limosna y fuerza la postura con la intención de que los viajeros puedan leer una tarjeta plastificada que le cuelga de un imperdible prendido en la solapa. No es que consiga parecer un pobre, es que con la práctica se ha transformado en el pobre-módulo. Es el pordiosero de las parábolas, los cuentos y las obras de misericordia. Tiene una barba que se ha dejado crecer escrupulosamente durante siete días, por lo que siempre ha de afeitarse en domingo, seguramente al final de estos viajes.Para completar el efecto, calza unas alpargatas deshilachadas, y conoce a la perfección el arte de tropezar. Ahora ha caído sobre una hermosa viajera, que le confunde con un buscador de asiento y aprovecha la oportunidad para leerle sucesivamente la cartilla y la tarjeta. «¿Pero no ve usted que aquí ya no queda sitio? ¿Cómo? ¿Un pobre?», y le hace el donativo que no había conseguido llevarse el organizador del sorteo.

Hay, en primer plano, un viajero laboralista que dice entre dientes que «no es un pobre: es un parado», y un antiguo sacerdote que le responde con un gesto de suficiencia: «habría que decir exactamente lo contrario: es un parado, luego es un pobre.» Ambos, el cura y en laboralista, tienen un acento claramente conciliar. A la altura de las primeras chabolas de Madrid, miran de reojo a los niños, los frigoríficos y las palanganas que siempre acompañan a los chamizos, y hacen teorías sobre justicia social.

Suena después la bocina del tren. Los viajeros comienzan a inquietarse. Lloran los niños. Alguien termina de descomponerle el peinado a la señora que luchaba contra las cortinas y la Renfe. Una colegiala canta por Bonnie Tyler y su compañero le muestra dos localidades para la sesión de noche. El parado apócrifo se estira y disimula ante el revisor cuando pasan sobre el tren las sombras de las grúas y un lejano olor a formol que viene de la ciudad sanitaria La Paz. Todos recuerdan que dos horas más allá están emboscados el metro, la urgencia y el lunes. La estación de Chamartín es la señal para la desbandada.

Y alguien comenta que casi nunca sea domingo para los ciudadanos de cercanías.

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