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Reportaje:

Israel, ante la necesidad de una "revisión desgarradora"

De Bruselas a ArIon (pequeña ciudad al sur de Bélgica), en un tren cualquiera. Los viajeros en el compartimento, también gentes normales. Detrás, un cielo gris lluvioso, un cielo belga normal. Sin embargo, el momento sí es especial: se ha abierto la época de caza. La caza a los judíos, en Bélgica y en toda la Europa ocupada por la Alemania nazi.Estamos en septiembre de 1942. Me dirijo al colegio de los Hermanos Maristas en Arlon, provisto de una nueva identidad: un huérfano de guerra flamenco contratado para trabajar con los hermanos. Silenciosamente, los ojos cerrados, repito, para incrustarlo en mi memoria; mi nuevo nombre -Julien Aribeeck- debe hacer desaparecer al antiguo. Tenía dieciséis años.

Miro a mi alrededor: una joven da el biberón a un niño medio dormido. Un hombre de unos cuarenta años, la cara congestionada, lee el periódico. Un muchacho de mi edad se entretiene con el crucigrama. ¿Sospechan estas personas que viajan en compañía de un fuera de la ley? ¿De un condenado a muerte? De algo peor que un condenado a muerte. Un condenado a muerte puede interponer un recurso, su pena puede ser conmutada. Para mí, como para otros millones de judíos de la Europa nazi, no hay recurso. Somos la pieza y la caza se ha abierto. Con la diferencia que esta temporada de caza dura todo el año. Noche y día. Soy peor que un condenado a muerte, menos que un faisán. Simplemente, porque soy judío. Porque me llamo Víctor Cygielman. Perdón, Julien Anbeeck. Víctor Cygielman murió, no ha existido nunca...

La imagen de este compartimento de tren, en la línea Bruselas-Arlón, que yo creía haber olvidado, reaparece de repente, se impone como una obsesión que se materializa delante de los ojos. ¿Por qué? Me ocurre esto mientras escucho a un joven israelí, de apenas veintisiete años, nacido en el país, héroe de la guerra de octubre de 1973, expresar sus reflexiones durante una emisión televisada consagrada al trigésimo aniversario del Estado hebreo. Se llama Avishay y explica que para combatir hay que estar motivado y, en su opinión, la motivación de los combatientes nace solamente de una «convicción íntima y profunda», de una fe inquebrantable, «en la justeza de nuestra causa, de nuestro camino». Ahora bien, hay muchos -dice-, y entre ellos los mejores, que comienzan a dudar. «Sí no es para construir una sociedad diferente, más justa, mejor, si el Estado de Israel no debe ser más que una "recolección de judíos", entonces verdaderamente no vale la pena.»

Es verdad. La duda corroe a la juventud israelí. No a toda la juventud, naturalmente. Tampoco a la mayoría de los israelitas. Pero, como subrayaba otro participante en el coloquio, la duda asalta a aquellos que cuentan: a los kibutzniks, los universitarios, los que se enrolan en las unidades de élite del ejército, los muchachos que se presentan voluntarios para las misiones peligrosas. Son éstos, además, los que se plantean las preguntas más espinosas y cuya conciencia y espíritu crítico están siempre alerta.

Si esto es cierto, ¿por qué la conclusión de Avishay -«... en ese caso no vale realmente la pena»- me ha provocado tanto malestar?

Para este joven israelita de después de la fundación del Estado hebreo, un país judío, gobernado por judíos, es algo normal, natural, corriente, poco interesante en sí mismo: un país como los otros. Y aspira a algo nuevo, diferente, mejor. Tiene razón.

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La esencia del siorásmo

Dicho esto, para centenas de miles de israelitas, incluso para aquellos que, como yo, no han conocido los ghettos de Polonia, el horror de la deportación de Ios campos de la muerte, pero que han vivido la experiencia hitleriana, en la que los judíos eran considerados «como pulgas que deben ser destruidas» (Himler), un país judío, gobernado por judíos, incluso mal gobernado vale la pena.En el fondo, el sionismo, en su esencia, es eso: no querer estar nunca más a merced de «los otros» no ser una minoría eterna, protegida o perseguida por «los otros» ¿El amor a Israel debe ser, en consecuencia, incondicional? ¿Hay que sostener, ciegamente, a cualquier Gobierno israelita, aprobar cualquier política israelita? Esa sería la más grotesca, la más injusta y, en definitiva, la más antipatriótica de las actitudes.

En primer lugar, porque en un momento crucial de su historia, en que el joven Estado de Israel -a pesar de sus treinta años de existencia - debe todavía saber hacerse aceptar por sus vecinos, enraizarse en la región, una línea política equivocada puede tener consecuencias, si no fatales, al menos difícilmente reparables en un futuro previsible.

En segundo lugar, porque si no hay que olvidar nunca la terrible soledad de los judíos durante la larga noche nazi, es también un imperativo no olvidar la solidaridad activa -no la de los estados, que estuvo cruelmente ausente, como acaba de recordarlo el presidente Carter en un emotivo mensaje a la nación israelita-, sino la solidaridad de decenas de millares de hombres y mujeres que pusieron en peligro sus vidas para ayudar a la presa a escaparse de sus cazadores.

La respuesta al holocausto

En el curso de una sesión solemne en la Knesseth el «Día del Recuerdo», que precede en Israel al «Día de la Independencia», la señora Haika Grossman, diputada y antigua combatiente en el ghetto de Bialystok (Polonia), dijo: «No es fácil vivir después del holocausto. Sin embargo, debo deciros, queridos colegas, que en el mar de odio encontré compasión. Encontré no-judíos antinazis entre los partisanos soviéticos y entre los combatientes polacos. La desconfianza hacia cada no-judío -a menos que sea un aliado incondicional- no es una respuesta apropiada al holocausto. En el fondo, es el regreso al ghetto, ¿y, acaso no lo hemos abandonado para construir un futuro mejor, hecho de tolerancia, sin odios gratuitos, sin racismo, sin fanatismo? La forma en que nuestro pueblo sepa vivir a la sombra del holocausto, con ese recuerdo, es un gran test histórico para nuestro pueblo. Esta puesta a prueba e paralela a la lucha por la existencia del Estado de Israel. Forma incluso parte de esta lucha ... » Y la señor Grossman concluyó: «En el gheto nuestra lucha era una guerra si alternativa. Es hora ya de encontrar una alternativa a la guerra. »Esta inquietud por el porvenir de Israel no es solamente sentida por Haika Grossman, militante de izquierda, diputada del Mapam. El mismo malestar es vivido por todo: esos jóvenes que se interrogan, que dudan, que no aceptan todas las verdades hechas que se desfonda bajo su mirada crítica. Incluso un hombre como Yehoshafat Harkvi, profesor universitario, general en la reserva, antiguo jefe de información militar y ex consejero de Begin, comienza a salir también de los senderos trillados. Este especialista en cuestiones árabes, y catalogado aún recientemente como perteneciente a la derecha nacionalista, llega también él a la conclusión de que Israel debe dejar de basar su política sobre una mística nacionalista, que califica de anacronismo.

Derechos anacrónicos.

En una carta abierta al Gobierno de Begin, publicada en el número especial del diario Maariv (independiente, nacionalista) sobre el trigésimo aniversario, el profesor Harkavi escribe: «No creo que podamos impedir el establecimiento tarde o temprano, de un Gobierno árabe en Cisjordania y Gaza..;. nuestro derecho histórico (a la Cisjordania) es una cuestión de ideología judía subjetiva..., pero al resto del mundo nuestra reivindicación le parece un anacronismo..., nuestro derecho al Estado de Israel reconocido hoy en el mundo..»El abandono por el Gobierno Israel de estas concepciones anacrónicas es indispensable, no solamente para sacar a Israel de aislamiento y para recuperar apoyo de la opinión internacional sino también para poder reanudar una verdadera negociación con Egipto.

Finalmente, la situación interior exige también una «revisión desgarradora» de la política israelita. En efecto, un regreso a la racionalidad, a una negociación seria con los árabes, detendría la erosión progresiva de la confianza de los jóvenes israelitas, cada vez más consternados por la política de su Gobierno.

Porque para detener la emigración -a la cual recurren un número de inquietos jóvenes nacidos en el país- y reforzar la languideciente inmigración, los grandes discursos sionistas no servirán para nada. Un solo remedio-milagro: la paz.

Una nueva canción hebrea dice Tengo veinte años y tengo tu amor pero no tengo la paz./ Tengo noches y tus días / pero no tengo la paz...

Los jóvenes israelitas están enfermos de paz, como se está enfermo de amores. Ahora bien, busca honesta de la paz reconciliaría, sin duda, a un Avishay con esta «recolección de judíos» y daría todo su sentido a un presente veces penoso, pero lleno de esperanza.

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