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Los cristianos y el mayo francés

¿Qué queda entre las manos, a los diez años de su explosión ruidosa y esperanzadora, de aquel mayo francés de 1968, cuya onda expansiva también alcanzó a las Iglesias? En 1968 se cumplían tres años de la clausura del Vaticano II, y, en la Iglesia católica, concretamente, a la vez que estaba en dificil rodaje un cambio de adaptación en las viejas cristiandades, como la española, para las que ese concilio suponía un giro cultural completo en relación con su vieja cultura y su catolicismo histórico, se daba una gran efervescencia: una «contestación» de la jerarquía, por ejemplo, centrada entonces en la rebelión contra la Humanae vitae; una proliferación de grupos marginales y críticos dentro de esa Iglesia, e incluso la esperanza o hasta la certidumbre de que la Iglesia, como institución, iba a morir.En su excitante ensayo De Prufock a Ringo, el teólogo norteamericano William Hamilton había datado, precisamente, el cambio de agujas histórico y cultura¡ que estaba a la vista en 1965. «La teología pos liberal, existencial y dramática que otrora había supuesto un cambio de 180 grados en el entendimiento de la fe cristiana -escribía-, y que había significado un reto al mundo (Barth, por ejemplo, y toda la teología que, en fin de cuentas, arranca de Kierkegaard), se había institucionalizado, se había puesto a la defensiva y estaba llegando a su fin; pero, sobre todo porque, aparte de su agotamiento propio, las condiciones históricas habían cambiado de tal manera que lo que estaban exigiendo era, precisamente, una teología de signo contrario: una teología no de los límites de la existencia, sino de la existencia misma, pero de una existencia optimista que ama a este mundo y esta vida. » Y Hamilton situaba este cambio en una fecha concreta: el 4 de enero de 1965, el día en que muere en Londres T. S. Éliot -un cristiano especialmente reluctante a admitir la modernidad- y en que el presidente Johnson pronuncia su discurso sobre el estado de la Unión, invitando a sus conciudadanos a asumir el siglo XX y aceptar la posibilidad de grandes y radicales revoluciones en el mundo. Y quizá debiera situarse junto a esta fecha, también como símbolo del cambio, la figura de Ringo, del conjunto musical de los Beatles, que lanzaron a lajuventud con el estrépito de su batería un mensaje y una filosofía vitales que, sólo de manera aislada y tímida, algún hombre de letras había propuesto -pienso en Saul Bellow, por ejemplo-, pero que ningún pensador había hecho.

En el continente americano, apenas se cruzaba la frontera norteamericana con M¿xico ardía una esperanza revolucionaria y se construía la llamada teología de la liberación transplantada en seguida incluso al viejo continente, y, en Medellín, una asamblea episcopal caucionaba, de alguna manera, los compromisos políticos revolucionarios de los cristianos y de los clérigos como una expresión misma de la fe más que como un deber ético. Por todas partes nacía, en efecto, un nuevo tipo de cristiano, ya no marginal o francotirador, sino radical. Este cristiano se mostraba indiferente a cuestiones tan académicas como la de «la muerte de Dios» y otras cuestiones de adaptación cultural, como la «desmitologización», la «nueva moral» e, incluso, el ecumenismo, y dirigía todas sus fuerzas a lo que el obispo anglicano John A. T. Robinson llamaba «destrozar la barraca», es decir, a introducir la revolución en la Iglesia para transformar sus modos de vida, sus hábitos de pensamiento, sus expresiones tanto colectivas como individuales y romper con lo que, a sus ojos, constituía una tradición secular de conformismo institucional y colmar el abismo que había entre Iglesia y revolución. Diez años después...

El cambio de la historia

Diez años después todo es diferente; pero no quizá porque todo haya vuelto a entrar en el orden, como piensan los supervivientes ideológicos de entonces, sino, seguramente, porque la historia ha vuelto a cambiar de agujas. Y los cristianos para el socialismo, por ejemplo, que tanto miedo tuvieron de que la Iglesia no montara en el tren de la revolución socialista, que les parecía el último y definitivo tren de la historia, y mucho más miedo a ser los últimos cristianos, comprueban ahora que están a punto de ser los últimos socialistas, que diría Maurice Clavel, y que siguen circulando otros muchos trenes. Pero esto no quiere decir, naturalmente, que aquella llamarada del mayo francés en que, sin LSD, sin gasolina y sin televisión, unos cuantos miles de muchachos se pusieron a mirar la historia con lucidez y espontaneidad por encima, incluso, de la manipulación de que fueran objeto -que también la hubo, evidentemente-, no haya dejado sino ceniza. Al menos se vio claro que en un mundo construido sobre el dinero y los prestigios o sobre dogmas políticos y tiranías de Estado era inadmisible, y los propios cristianos se percataron de que, como en aquellos mismos días de 1968 escribía el P. Chenu, «ha habido demasiados cambios, vueltas, liberaciones, ernancipaciones y revoluciones, incluso en plena Edad Media, en esta cristiandad que consideramos establecida, para que, hoy, bajo las más violentas convulsiones, los cristianos se encuentren sin referencia, como si el cambio, como tal, se produjera fuera de la órbita del Evangelio».

Durante todos estos años, muchos de esos cristianos han salido de esa Iglesia por no ser conscientes de esas referencias y haber quedado fascinados, y otros, los más atados a la institución, han enrarecido más y más sus posiciones y encuentran una cierta complacencia en invocar el apocalipsis; pero quizá estos diez años lo que han hecho, sobre todo, es relativizar todas las posiciones, maduramos a todos un poco y descubrirnos que la esperanza está hecha de lucha y de espera, que el mundo nuevo es utópico, es decir, perfectamente posible: sólo que de dura, insistente y larga construcción.

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