La romería del Rocío, un retorno a la vida rural
Con la procesión multitudinaria, en la que la imagen de la Virgen recorre cada una de las hermandades que han acudido a rendirle pleitesía, culminaron, el domingo, en el pequeño pueblo de Almonte (Huelva), los actos de la romería del Rocío, la fiesta popular y religiosa por excelencia de la Baja Andalucía en primavera. Muchos miles de peregrinos -algunos de Madrid, Barcelona y hasta Canarias- reiteraron una vez más la llamada devoción rociera, medio camino entre lo mágico y lo festivo. José Aguilar fue testigo este año del acontecimiento.
Cuando hace unos años, el prelado de Huelva preguntaba a un viejo peregrino qué le parecía el Rocío de hoy en comparación con el de su juventud, recibió una respuesta que no esperaba: «Demasiados obispos y muy pocos bueyes.» El rociero sentencioso no hacía más que expresar, en realidad, el disgusto colectivo por lo que consideraba intromisión de la jerarquía eclesiástica en una romería que ha sido una creación eminentemente Popular, nacida en el pueblo y vivida por él para desesperación de materialistas y malestar del establishment religioso.La verdad es que, en el fondo, la Iglesia oficial no ha visto nunca con buenos ojos esta explosión incontrolable de¡ misticismo (o de superstición, según se mire). La fiesta y romería de Santa María de las Rocinas -que así comenzó llamándose- tomó auge considerable a partir del siglo XVII, muy en contra de la voluntad de la autoridad constituida, en este caso los duques de Medina Sidonia. El cronista oficial de la devoción rociera, Juan Infante Galán, recuerda que los duques -proclamaron patrona de todos sus dominios, entre los que se encontraba Almonte, a la Virgen de la Caridad, pero los almonteños dejaron que las solemnidades oficiales se aburriesen por sí mismas mientras ellos seguían venerando a la del Rocío.
Quizá lo más característico del Rocío sea, sin embargo, lo que tiene de vuelta a la vida rural, campera, la ocasión que ofrece para la convivencia entre los miembros de una misma hermandad y de las hermandades entre sí, un motivo de amistad y familiaridad que pueden llegar a ser inquebrantables (algo se muere en el almal cuando un amigo se va). Tal vez esa sea la esencia del Rocío, una vivencia de libertad bajo los pinos, casi una semana al aire libre perdiéndose por las veredas y emborrachándose hasta reventar, durmiendo en las carretas o en el suelo, haciendo el gazpacho en el hornillo y no en la turmix, matando, pelando y guisando la gallina uno mismo...
De ahí se deriva también el que no se pueda hacer en torno al Rocío el montaje comercial que acompaña a este tipo de fenómenos sociales. Como el peregrino lleva su casa a cuestas es muy dificil mercantilizar la romería. Los gastos de viaje y manutención corren a cargo de las hermandades y de las familias.
Es esto lo que se va perdiendo. El equilibrio del Rocío se ha roto. Ya son mayoría los espectadores, los no romeros, los que van y vienen de la ciudad, no a vivir el Rocío, sino a verlo. En una muchedumbre en la que casi nadie viste de rociero y casi todos se traen la ciudad al campo (incluyendo el whisky) es imposible esa convivencia familiar y muy difícil reencontrar al amigo que se hizo el año anterior o saludar al pariente del que no se tienen noticias.
M opinan, al menos, los rocieros puros y algunos estudiosos, como el antropólogo Alfredo Jiménez: «El Rocío es una fiesta religiosa, popular y campera que cada año es menos religiosa, menos popular y menos campera: para la mayoría de los que acuden hoy la devoción religiosa ha pasado a un segundo plano, cada día van más espectadores y menos participantes y cada vez más la vida urbana invade y asfixia su carácter rural.» Para colmo, este año el muro construido por el Iryda ha impedido a los caminantes transitar por el camino tradicional.
El Rocío, cómo no, refleja la estratificación de la sociedad andaluza. Apellidos muy ilustres de la oligarquía latifundista no faltan jamás a su cita anual con el santuario que, primitivamente, mandase construir Alfonso X el Sabio en su coto de caza, en el siglo XIII. El señorito, en todo caso, vive su propio Rocío montando los mejores caballos, acompañado por los criados que cuidan de su vida material y desobedeciendo conscientemente el prolijo ritual de las hermandades. Claro que el personal popular tampoco le hace mucho caso ni le concede privilegio o preeminencia alguna en los actos propiamente religiosos. También hay una gran diferencia, por ejemplo, entre la rica hermandad de Triana, con su carreta de plata para llevar el simpecado tirada por bueyes, y la de Los Palacios, que no pasa de ser una humildísima caravana de tractores entoldados de blanco.
¿Cómo definir el Rocío? Es algo distinto para el compositor de letras de sevillanas (lo más grande del mundo) que para Manolito, el cabo de los municipales de Sanlúcar la Mayor, que este año ha cumplido cincuenta años de peregrino, o para Jaime Garcia Añoveros -todo un futuro ministro de Hacienda de Andalucía vestido de campo que quiere quitar hierro a nuestro encuentro con un «esto está por encima de la política». En cualquier caso, una compleja mezcla de rosarios y misas, vacaciones al aire libre, religiosidad y cachondeo, pitos, tamboriles y polvo, cintas de seda y trajes camperos, histeria y carretas, libertad y vivas a la blanca paloma. En fin, como ha traslucido la espontaneidad de un muchacho de quince años: «Un gazpacho con varios ingredientes, de los que el principal es la Virgen. »
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