La cuadratura del círculo
UNIÓN DE Centro Democrático mostró, en la primavera de 1977, ser un invento eficaz para los fines que se proponían sus patrocinadores. Tras una campaña mediocremente llevada y apoyada casi exclusivamente en la buena imagen del señor Suárez, logró en las urnas una victoria parcial que, aunque por debajo de las propias expectativas, le dio la mayoría relativa en el Congreso y con ello la posibilidad de gobernar en solitario. aprovechando las rivalidades dentro de la oposición parlamentaria. El provechoso acuerdo electoral al que llegaron los antiguos funcionarios estatales o sindicales del franquismo con los líderes democristianos, liberales y socialdemócratas de la oposición al antiguo régimen se prolongó, después, en el reparto de carteras y áreas de influencia. Pronto se vio, sin embargo, que los elementos puramente pragmáticos sobre los que había descansado la alianza coyuntural para el abordaje y ocupación del poder eran un cimiento demasiado débil para construir el edificio de una auténtica política de Estado. Las primeras fricciones serias se produjeron, poco después del éxito electoral, en torno a la configuración de la coalición ganadora. Los tímidos intentos de los antiguos grupos de la oposición al franquismo de conservar una relativa independencia dentro de una federación de partidos naufragaron ante la decidida voluntad de «los hombres del presidente», veteranos o de nueva recluta, de transformar una alianza de conveniencias en un partido unificado con disciplina organizativa y doctrina propia.
Es comprensible que una coalición que ha conquistado el poder mediante la transacción y la componenda entre sus diversas tendencias se proponga mantenerse en su disfrute. Ya lo es menos, sin embargo, que ese acuerdo pragmático se considere obligado a revestirse de justificaciones teóricas; entre otras cosas porque el electorado tiene derecho moral a recibir una información clara y distinta sobre las diferentes opciones que se le proponen. En junio de 1977 nadie se escandalizó porque los antiguos servidores de la democracia orgánica, los liberales, los democristianos y los socialdemócratas pactaran un mini programa común para enfrentarse, por la derecha, con los nostálgicos del franquismo, y por la izquierda, con los socialistas y comunistas. Los electores no fueron llamados a engaño: votaron por un conglomerado cuyas afinidades eran, en ese momento, más significativas que sus diferencias. Pero cuando la pluralidad ideológica y política de ese pacto electoral trató de transmutarse, mediante la confusión y la mala retórica, en la «unidad de destino», organizativa, programática y teórica, de un partido homogéneo, empezaron a doblar las campanas por los ocupantes del poder.
Que los señores Abril Martorell, Garrigues, Alvarez Miranda y Fernández Ordóñez decidan gobernar en comandita, a la sombra protectora del señor Suárez, sobre la base de un programa de actuación que recoja el máximo común divisor de sus concepciones sobre el Estado y la sociedad española es una opción políticamente aceptable. Sólo cabe pedirles que lo digan claramente. Pero que anuncien que son los dedos de una misma mano o las ramas de un mismo árbol implica una cierta desconsideración hacia el electorado y, sobretodo, una argucia que no convence ni a quienes la han inventado. Como la del ciprés de la novela de Miguel Delibes, la sombra del Movimiento Nacional es alargada. Las melifluas alusiones al «humanismo cristiano» y las ambiguas posternaciones ante la «economía social de mercado» son mimbres demasiado pobres para la cesta de un programa de un partido; y no anulan, sino que encubren, las diferencias de raíz que separan no sólo a los antiguos verticalistas de los miembros de la antigua oposición al régimen, sino incluso a los liberales, democristianos y socialdemócratas entre sí. Una coalición electoral admite componendas y arreglos; pero el programa de un partido no contempla cantidades sino cualidades.
Así, es evidente que las concepciones de un liberal como el señor Garrigues y de un socialdemócrata como el señor Fernández Ordóñez acerca del funcionamiento de la economía de mercado, del papel del gasto público y del ámbito de la intervención estatal son discrepantes e incluso divergentes. Y también parece claro, sobre todo después del impetuoso regreso a la arena política del Episcopado, que las referencias al «humanismo cristiano» difícilmente pueden poner de acuerdo a los laicos de UCD con sus colegas democristianos a propósito de temas tan delicados como la subvención a la enseñanza religiosa, el divorcio o el aborto.
Todas estas consideraciones deben servir para encuadrar la súbita erupción de peleas y discrepancias dentro de UCD, manifestadas en conflictos provinciales o rupturas de la disciplina de voto, una vez que los efectos euforizantes de los primeros meses de disfrute del poder comienzan a disiparse, entran en liza nuevas áreas de influencia para el reparto (como los entes preautonómicos), se demora hasta la indefinición el congreso de UCD y comienzan a plantearse en el Congreso temas que -como los anticonceptivos, el adulterio o la supresión de la indefensión de los detenidos- sacan a la luz diferentes concepciones sobre el comportamiento moral o los derechos humanos dentro del grupo parlamentario gubernamental. Justo cuando el señor Suárez ha dado instrucciones para que la bicicleta de UCD se ponga en marcha y comience su peculiar «vuelta a España», han empezado a producirse las primeras y espectaculares caídas en la «serpiente multicolor» de los gregarios del presidente y las derrotas en el Congreso.
Cabe aventurar que la coalición electoral que ocupa hoy el Gobierno seguirá agrietándose y resquebrajándose mientras no haga un serio examen de conciencia acerca de los planteamientos sobre los que descansa su actividad común. La persistencia en la simulación de que forma un partido homogéneo con una doctrina propia y un programa basado en principios y no en conveniencias es el camino más corto para que UCD estalle en mil pedazos, bien sea por la lucha de las tendencias en su seno, bien sea por el desánimo y la irritación de los electores. Seguramente, son muchos los españoles dispuestos a seguir depositando sus votos a favor de una coalición electoral en la que se presentan, con sus nombres y sus ideologías propias, gentes tan diversas entre sí como los liberales, los socialdemócratas y los democristianos, unidos para un programa mínimo de gobierno. Pero sí el señor Suárez y sus devotos, antiguos y nuevos, persisten en dar gato por liebre y en fingir que han inventado una doctrina «a la española» original y sincrética, no sólo las tendencias sofocadas en su seno librarán entre sí -como empieza ya a suceder- una feroz lucha intestina, sino que, además, los ciudadanos les perderán el respeto. La cuadratura del círculo ha sido siempre tarea de ilusos o de simuladores.
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