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Reportaje:

Rodolfo Valentino, un mito que renace

Ángel S. Harguindey

El 16 de agosto de 1926, tras una comida pantagruélica en una trattoria de Nueva York, Rodolfo Valentino sufrió un ataque fulminante. Ingresó en el Hospital Policlínico del que ya no saldría vivo. A las 12.10 horas del lunes, 23 de agosto, a los 31 años de edad, moría uno de los personajes más populares del siglo XX. Su vida se desarrolló en dos entornos concretos: la sociedad EEUU de los «locos años 20» y el mundo cinematográfico. En el primero de ellos, la mujer jugaría el papel predominante; del segundo, los intereses económicos de las ya importantes productoras.En una tarde de agosto del fatídico año de 1926 -como señalan Antonio Tello y Gonzalo Otero Pizarro en su reciente y estupendo estudio del mito cinematográfico- Jesse Lasky, Joseph Schenk y Richard Rowland, altos ejecutivos de la Paramount, la United Artist y la Metro Goldwyn Mayer, respectivamente, discutían los medios más idóneos para distribuir y comercializar las últimas películas interpretadas por Rodolfo Valentino. Los ejecutivos -como suele ser frecuente en la industria del cine- dudaban de la perdurabilidad del gancho taquillero del actor. En definitiva, las tres productoras citadas habían invertido una importante cantidad de dinero en el lanzamiento de Valentino y lo importante era recuperar y ganar todo lo posible en el plazo más corto de tiempo. El cadáver del mito comenzaba a descomponerse en la sala contigua a aquella en la que se desarrollaba la conversación de los productores. Lo que éstos ignoraban es que, a la misma hora, el público comenzaba a arremolinarse frente a la funeraria McBride intentando ver, por última vez, el rostro arrebatador del torero de Sangre y arena. Las causas del mito pueden ser explicadas desde distintas perspectivas, alegarse que la época de los años 20 propiciaba el surgimiento de ídolos, que la reciente primera guerra mundial había dejado en las sociedades del entonces un anhelo de escapismo, que la industria del cine comenzaba a dominar los métodos de lanzamiento comercial, muchas y diversas, probablemente con algo de cierto en todas ellas, pero también existe un factor indeterminado e indeterminable, lo que los flamencos llaman «duende» o los jazzman «soul», y que, todo parece indicarlo, el paso del tiempo le confiere una significación antagónica a la originaria. Para nadie es un secreto el que, en la actualidad, contemplar una interpretación melodramática de Valentino produce muchas más risas que llantos, es decir, lo contrario de lo que se perseguía. Pero esa es otra historia.

Rodolfo Gugliemi llegó a Estados Unidos en 1913, en el mismo año en que Woodrow Wilson es elegido presidente. Los inmigrantes mayoritarios tienen un claro origen: judíos, fundamentalmente de los países del Este de Europa, e italianos. Millares de europeos comienzan a invadir pacíficamente todo el territorio que, en su día, perteneció a las tribus indias. El terremoto de San Francisco marca la pauta en acontecimientos espectaculares colectivos y la consolidación de la incipiente maffia, hace lo propio en las crónicas negras de los diarios que controlan, en su mayoría, Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst, abuelo de la ya famosa, aguerrida y millonaria Patricia, militante coyuntural del pintoresco Ejército Simbiótico de Liberación. Scott Fitzgerald tenía ante sus ojos el más fantástico caldo de cultivo literario que se pueda imaginar y lo aprovecharía con creces, como lo demuestran A este lado del paraíso y El gran Gatsby, entre otras.

El joven inmigrante italiano toma contacto con el mundo del cine en 1918, en la película Alimony, de Enimet Flynn. La industria tardaría aún ocho o diez años en dar un giro espectacular, coincidente con la nueva clase dirigente, la de los ejecutivos que sustituirían a los pioneros del celuloide. Sin embargo, Valentino conseguiría su primer gran papel de protagonista tres años más tarde, en 1921. Un español, Vicente Blasco Ibáñez, daría pie con su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis a que se luciera el joven Valentino, pelo engomado y traje de gaucho, bailando un tango antológico. A partir de ahí, la locura. Catorce películas de protagonista en la que «la fábrica de sueños», como alguien llamó al cinematógrafo, permitieron que el mito se disfrazará de todo: desde torero a Caid de un exótico desierto de cartón piedra y ventiladores gigantes. Las mujeres eran derretidas físicamente con la poderosa mirada del italiano y los productores comenzaron a comprobar lo que quería decir Carlos Marx con lo de la plusvalía del trabajo. Chaplin, Keaton, la Garbo, una constelación de nombres que se traducían en estupendos dividendos, consolidarían la industria del cine, como algo más que un pasatiempo. En 1928, por ejemplo, los trust financieros decidieron invertir 162 millones de dólares en la instalación de nuevas salas. Un año después ocurriría lo que se vino en llamar «la gran depresión» pero ello no obstaculizó en absoluto el desarrollo de una industria que por poco dinero permitía sumergirse en cualquier película-río basada en folletón de Dumas, o correr por las calles de Hollywood con cientos de policías pisando los talones de Charlot. Russell y Wilder, cada uno a su manera, rinden ahora el merecido homenaje a uno de los pilares de la mitología moderna.

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