El congreso del PSP y la unidad socialista
LA APROBACION en el IV Congreso del Partido Socialista Popular de la resolución favorable a la fusión con el PSOE hace que la unidad socialista sea inminente. A lo largo de las intervenciones de los delegados y del profesor Tierno, la melancolía por lo que pudo ser y no ha sido se ha entreverado con la real valoración de las circunstancias que hacen imposible el mantenimiento de una opción socialista independiente del PSOE y que aspire, al tiempo, a una implantación electoral y parlamentaria sólida.La aceptación hasta sus últimas consecuencias de los supuestos sobre los que descansa la democracia parlamentaria lleva en su seno implicaciones no siempre halagüeñas para quienes conciben la actividad política en términos demasiado doctrinarios. Porque la competición electoral en las sociedades desarrolladas trae consigo un sacrificio de los matices diferenciales y de las proclamaciones teóricas en favor de las opciones generales y de las propuestas prácticas. No se trata, como han pretendido ideólogos de signo autoritario, de un «crepúsculo de las ideologías, sino de una simplificación, tanto de las alter nativas ofrecidas como de las líneas que las articulan. Hay una dinámica que obliga a reducir el número de plata formas presentadas a los votantes; y, en consecuencia, que fuerza a buscar el máximo común divisor de las «diferentes actitudes y posiciones posibles dentro de los campos ideológicos genéricos.
La tensión entre lo que los políticos se proponen hacer con el poder y lo que los votantes quieren que aquéllos hagan se resuelve, inevitablemente, en favor de los electores. De esta forma, los dirigentes se ven obligados a recoger en sus programas lo que los ciudadanos desean y, a la vez, resulta compatible con sus parámetros ideológicos. El pragmatismo desnudo y el doctrinarismo excesivo marcan las fronteras de esa relación de doble dirección entre los partidos y sus electores. En cualquier caso, en un país como España el partido que se proponga gobernar en solitario o de manera hegemónica deberá conseguir alre dedor del 40% de los votos. Cuatro españoles de cada diez, al menos, habrán de entregar su confianza a las siglas que aspiren a controlar el poder. Esa es, sin duda, la razón última de la unidad socialista.
La aceptación de este cuadro de hechos llevó también, en su día, a los grupos situados entre Alianza Popular y los socialistas a forzar al máximo sus afinidades y zonas secantes. El resultado fue la UCD. En este caso, el esfuerzo por obviar diferencias y subrayar semejanzas incluso tensó la cuerda más allá de lo previsible. Así, los antiguos hombres del Movimiento, los liberales, los democristianos y los socialdemócratas borraron sus peculiaridades y, en búsqueda de los votos que les auparan al poder, buscaron cobijo bajo el tenue techo del «humanismo cristiano». Ideologías que en Europa occidental suelen servir de núcleo aglutinador para grupos políticos enfrentados entre sí han sido en España ingredientes de un mismo magma. Ganadas las elecciones, el ejercicio de la autoridad y el apoyo de intereses de diverso orden que se sienten amparados por UCD han constituido imanes suficientemente atrayentes para impedir la acción de las fuerzas centrífugas y para transformar una simple coalición electoral en disciplinado partido unitario.
Comparadas con las discrepancias que separan a los pragmáticos hombres del Movimiento del resto de sus doctrinarios compañeros de UCD, o a los liberales defensores de la libre empresa de los socialdemócratas partidarios del gasto público, o a los laicos instalados en la tradición regalista de los piadosos democristianos que consultan sus pasos con el Episcopado, las diferencias entre los militantes del PSOE y del PSP sólo serían reconocibles con un microscopio electrónico adaptado al análisis ideológico.
Nada más natural, pues, que la unidad de los socialistas encuadrados en ambos partidos. Las encontradas orientaciones en política exterior o el distinto énfasis puesto en determinadas formulaciones teóricas fueron más la consecuencia artificial que la causa natural de sus anteriores luchas, nacidas más bien del propósito de ocupar el amplísimo espacio político, sindical y electoral dejado en barbecho, durante el último período del franquismo, por el absentismo del señor Llopis y de sus compañeros de Toulouse. Los herederos legales de las siglas del PSOE ganaron esa batalla en las elecciones de junio de 1977; y dice mucho en honor de unos y de otros que vencedores y vencidos hayan olvidado anteriores ofensas y heridas y encaren sin rencores o prepotencias la fusión. La única cuestión pendiente, la militancia sindical en CCOO de parte de los afiliados al PSP, seguramente será resuelta en los próximos meses por la propia dinámica de las cosas, y, sin duda, el PSOE debe mostrarse más flexible en lo que se refiere a sus relaciones con UGT.
El reconocimiento de la lógica de las reglas de juego electoral, factor determinante de la unidad socialista, no implica, sin embargo, reducir toda la vida pública a opciones viables en las urnas. En el paisaje político también existen -y es deseable que así ocurra- alternativas que no pueden lograr adhesiones electoralmente significativas en el presente, pero que apuestan por un futuro cuyo advenimiento contribuyen a formar. Ahora bien, quienes conciben la política como ejercicio actual o inmediato del poder no tienen más salida, en una democracia representativa, que unir sus fuerzas con los afines, buscar los medios para integrar dentro de una sola opción las posiciones ideológicas emparentadas y adecuar su programa, por lo general rebajando sus exigencias y suavizando sus aristas, a los deseos del electorado. Y, sin duda, el partido que resulte de la fusión del PSOE con el PSP aspira a ejercer o compartir el Gobierno a corto plazo, no a dar testimonio moral en el presente o a prepararse para la conquista del poder a mediados del siglo XXI.
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