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Tribuna
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Meade: un ejemplo

Catedrático de Teoría Económica de la Universidad Autónoma de Madrid

Entre las polémicas que inicié sobre Política Fiscal y Política Económica existe una interrelación estrecha que, por razón de brevedad, no he podido destacar en ningún artículo, y que es necesaria comprender su significado completo.

Pretendo cumplir hoy esta tarea, por un sentido de deber frente al público. Lo hago dirigiéndome exclusivamente al lector, porque por una parte, mis auténticos interlocutores han rehuido la discusión y, por otra, no juzgo necesario exhortarles a reiniciar el debate, ya que la dinámica política va a neutralizar, por sí sola, los aspectos nocivos de los proyectos fiscales y económicos.

El fondo del argumento que presento es la relación entre la Reforma Fiscal y la problemática económica del país. Lo desarrollo, de manera ilustrativa, construyéndolo como comentario a dos programas de investigación europeos, desconocidos en el país y de gran transcendencia para todas las naciones occidentales.

Las necesidades de capital

El primer proyecto a que debo referirme es el que Giarini (secretario general de la Asociación Internacional para la Investigación sobre Economía del Riesgo y Seguro) propone realizar a varios institutos ole investigación a lo largo de los tres próximos años.

Su primer objeto es determinar las necesidades de capital del mundo, en el próximo futuro, desde la perspectiva de los ajustes económicos que es necesario realizar en la economía mundial, como consecuencia de: 1) La escasez de materias primas, en especial energéticas (límites revelados por los estudios de Meadows, Mesarovic y Pestel, Gabor, Hoog, Ehrlich, etcétera); 2) Los cambios tecnológicos previsibles para ahorrar energía y capital (proyectados en estudios como los de Schumacher, Lovins, Colombo, etcétera); 3) Las condiciones del nuevo equilibrio político económico mundial que ello origina (pautas definidas por los estudios de Tinbergen, Lazlo, Dubos, etcétera), y 4) Las modificiaciones de conducta que todo ello producirá, (normas previstas en estudios como los Peccei, Bell, Hardin, Platt, Salk, etcétera).

De todos estos análisis se deriva la conclusión general de que, aunque la evolución tecnológica genere máquinas que utilicen cada vez menos energía y más trabajo a niveles crecientes de productividad, aunque se llegue al equilibrio internacional más eficiente en el uso de los recursos, y aunque se reduzca considerablemente el consumismo, el mundo se halla abocado a una gravísima crisis de escasez de capital. Escasez que sitúa al rnundo, a todo el mundo (no sólo al subdesarrollado), en una nueva condición «clásica» de penuria de capital (de paro estructural). Escasez, cuya causa genérica es la necesidad de sustituir materias primas (especialmente energéticas) «naturales», por materias primas «fabricadas», que requieren un altísimo coste de capital. A efectos de ilustración: sólo la sustitución (menor posible) de energía fósil por energía nuclear, supone que Occidente tiene que aumentar su tasa de inversión media (del orden del 20 % del PNB) a más del 25 % del PNB, para mantenerse en la misma pauta dinámica de evolución a largo plazo.

En otras palabras, el mundo occidental está en una situación antikeynesiana... En una condición inversa a la de los años treinta (que luego se ha superado por la guerra y el rearme). Hoy, el problema básico de Occidente es similar al de los países subdesarrollados en el pasado. No consiste, por tanto, en cómo incrementar el consumo (como lo ha sido en los últimos años), para evitar que un exceso de ahorro no encontrara posibilidades de inversión y, en consecuencia, generará paro. Radica, justo al revés, en cómo reducir el consumo y aumentar el ahorro para poder financiar la inversión que es imprescindible realizar para evitar no sólo el paro, sino el caos global.

Por ello, el segundo problema que intenta analizar y resolver Giarini es, y ahora se comprenderá su importancia, cómo incrementar el ahorro occidental de una manera radical. Propone, para ello, determinar qué factores hay que instituir para producir y gestionar adecuadamente la enorme motivación de ahorro precisa. Pretende, en otras palabras, encontrar nuevos instrumentos, a todos los niveles: instrumentos funcionales (económicos, políticos, sociales), geográficos (regionales, nacionales, internacionales), institucionales (organizaciones privadas, públicas e internacionales), de financiación, ahorro y seguro.

Cómo incentivar fiscalmente el ahorro

Un propósito complementario al de Giarini lo ha desarrollado ya Meade, el último premio Nobel de Economía (1977). Hace escasamente un mes, el Instituto de Estudios Fiscales de Inglaterra ha publicado la investigación realizada en los dos últimos años, por un equipo de abogados, contables, expertos fiscales (públicos y privados) y académicos, que ha dirigido Meade. La obra: The Structure and Reform of Direct Taxation, ha merecido los más profundos comentarios de toda la prensa internacional, y se anticipa que va a ser un estudio seminal de reflexión en torno al problema de la fiscalidad necesaria en el próximo futuro...

Meade, un liberal, propone, en contra de toda la tradición inglesa (la más ardientemente defensora del impuesto progresivo sobre la renta de todo Occidente), que la imposición directa se base sobre el consumo (el gasto) en lugar de sobre la renta, como ya había sugerido otro gran economista inglés, el laborista Lord Kaldor, hace veinte años, y como se está estudiando en este momento en Suecia y Estados Unidos.

Meade, tras constatar que el sistema impositivo centrado en el impuesto directo sobre la renta es totalmente contradictorio con las necesidades de ahorro, motivación innovativa, empresarial y laboral del mundo actual, recomienda su sustitución por un sistema centrado bien en un Impuesto Universal sobre el Gasto o un Impuesto sobre el Gasto a dos niveles.

En el Impuesto Universal sobre el Gasto, tal como lo concibe Meade, el contribuyente declara todos sus ingresos en el año (rentas de trabajo, capital, préstamos, ventas de bienes, herencias, donaciones, etcétera) y todos sus gastos que no sean de consumo (compra de valores y títulos, depósitos de ahorro, devolución de préstamos, adquisición de bienes inmuebles, etcétera). Sobre la base de esta declaración, el contribuyente paga un impuesto prorgresivo sobre la diferencia entre sus ingresos y gastos no consuntivos, es decir, sobre la renta consumida; más precisamente, sobre la renta que no pueda justificar que ha ahorrado o invertido directamente (que es lo que desea fomentar con una exención total). Este impuesto de las personas tiene su equivalente en un impuesto sobre el Cash-Flow de las sociedades; es decir, en un impuesto sobre la diferencia entre los ingresos de la sociedad (excluidas las ampliaciones de capital) y los gastos (excluidos los dividendos).

El segundo método, que sugiere (el de los dos niveles) se centra en la sustitución de los actuales impuestos indirectos sobre el consumo por un impuesto sobre el valor añadido (TVA) de tasa media más alta que la actual y aplicable a todos los bienes y servicios de consumo, impuesto que seria reforzado por el impuesto anterior, para niveles de consumo superiores a un mínimo.

Los efectos redistributivos negativos de la riqueza de estos dos impuestos pueden ser corregidos eficazmente, sin afectar al ahorro, con un impuesto progresivo sobre el patrimonio y las sucesiones y donaciones, así como sobre la emigración de capitales.

Como se observará, el propósito de Meade, en el terreno fiscal, es complementario del de Giarini en el financiero: reducir el consumo (y por tanto fomentar el ahorro) y los dos coincidentes con los criterios que he expuesto, desde 1974 para los diversos ámbitos de la política económica española.

El carácter de la crisis y la estrategia necesaria

A partir de 1974 el relanzamiento de la demanda, a través del impulso del consumo, como ha hecho esporádicamente la Administración americana, recomienda para este año la OCDE y yo mismo he aconsejado, para el último semestre del Gobierno Arias, es una táctica coyuntural que puede resultar inevitable a corto plazo, pero que no puede ser un trazo permanente de ninguna política estructural actual, porque es contradictorio con el sentido del profundo ajuste que hay que introducir en nuestra economía.

Este es exactamente mi punto de vista y la razón por la que creo que la política económica de efecto estructural que se está realizando desde 1974 y concretamente la fiscal y de rentas que, por pacto político, se está aplicando, desde junio, es contraproducente.

Sé muy bien que este punto de vista es contrario al de la ortodoxia progresista del pasado, que yo mismo he enseñado y practicado.

Comprendo, también, que quienes piensen que no ha cambiado nada, desde 1974, les desconcierta mi supuesto giro «conservador». Pero sí, como creo, estoy en lo cierto, y la crisis actual es de «escasez de capital» y falta de ahorro (en lugar de «exceso de capital» y de ahorro, como la existencia desde los treinta), habrán de concluir que la única vía progresista democrática, para salir de la situación, es la que recomiendo. En efecto, la misma ortodoxia económica, en una situación inversa, tiene necesariamente que recomendar la solución opuesta.

Conservadores y propuestas

Veámoslo: un conservador es alguien que se resiste a la introducción de nuevas ideas y soluciones. Un progresista, al contrario, el que pretende aplicarlas para obtener un mundo mejor.

En el pasado era progresista el que defendía una política de intervención pública para incrementar la demanda (léase el consumo) y, por tanto, el empleo, cuando había un exceso de ahorro respecto de las posibilidades de inversión; el que, en consecuencia, sustentaba el criterio de obtener este resultado vía un impuesto progresivo sobre la renta que, de una parte, reducía el ahorro (en el contribuyente), y de otra, aumentaba el consumo (en el receptor de la redistribución). Era conservador el que rechazaba este esquema porque creía que el mercado se ajustaba solo.

Toda mi vida profesional, hasta 1974, he sido de esos progresistas. Pero no a partir de 1974. Como he anticipado antes, el problema económico básico de Occidente es actualmente justo el inverso: las posibilidades de inversión son inmensas y conocidas; el paro se produce porque esa inversión no se puede llevar a cabo, pues el ahorro disponible es inferior al necesario, porque el consumo es excesivo (una prueba ilustrativa es que, en España, la inversión aunque baja, porque genera paro, es todavía muy superior al ahorro interno y tiene que financiarse con deuda externa). Por tanto hoy, dado que el mercado, en su libre juego, no resuelve el problema (porque reduce más el ahorro), lo realmente progresista es romper con las recetas progresistas de antaño e introducir formas nuevas de intervención que reduzcan el consumo e incrementen el ahorro (como el impuesto sobre el gasto). Por haberse invertido el problema, puede afirmarse que el progresismo de ayer es conservadurismo hoy. La inversa, sin embargo, no es válida. El progresista de hoy no es el conservador de ayer, porque sigue siendo necesario intervenir sobre el mercado: éste solo no producirá el ajuste...

Pero es necesario intervenirlo para reducir el consumo e incrementar el ahorro, para facilitar la inversión y conducirla hacia actividades intensivas de trabajo, ahorradoras de energía, competitivas internacionalmente y de bajo contenido de infraestructuras fisicas y sociales. Necesario, claro está, desde una concepción democrática. Desde un punto de vista autocrático hay otras soluciones.

Se me argumentará que esta, última conclusión es ilegítima. Se aducirá que cabe la solución de incrementar el ahorro público (por vía del impuesto sobre la renta) y la inversión pública (a través de la empresa nacionalizada) y canalizarla hacia ese tipo de inversiones (por medio de la planificación) y que es posible realizar todo ello mediante un socialismo democrático. Mi opinión ante esta argumentación, que no dudo bienintencionada, es que no es viable, porque supone, finalmente, una reducción del salario real, que sólo unos sindicatos controlados dictatorialmente pueden aceptar, y una reducción del beneficio privado, que sólo en una economía totalmente estatizada se puede obtener.

No existe término medio

He dicho ya varias veces, y lo repetiré cuantas sea necesario, que si mi diagnóstico de la crisis mundial es correcto, y cada vez hay más científicos y políticos en los países avanzados de Occidente (EEUU, Alemania, Japón, Inglaterra) que creen lo mismo, sólo hay dos formas posibles de superarla: una socialista radical (estatista) y otra liberal radical. La esperanza del término medio «liberal-intervencionista» del pasado, en que todavía se confía en Francia, Italia, España, Portugal, etcétera, puede ser suicida.

Los liberales progresistas y los socialdemócratas de los paises avanzados hace ya más de dos años que están revisando sus políticas previas. Carter, Callaghan, Schmidt están reduciendo la imposición, fomentando el ahorro, castigando el consumo, incrementando los beneficios, subvencionando la inversión, potenciando a la pequeña empresa. Y los científicos sociales de esos países están volcados en la reelaboración del instrumental preciso para perfeccionar la eficacia de esas medidas, obviamente necesarias, que se están aplicando improvisadamente.

El mérito de Meade es hoy, como otras veces, haber sabido anticiparse. Romper con la ortodoxia formal que él colaboró a construir y formalizar adecuadamente los instrumentos (esta vez fiscales) adecuados al momento.

Es un ejemplo que debe imitar, en todos los ámbitos, quien efectivamente crea en el progreso

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