Un servicio para el público
Presencié hace unos días un interesante espacio de RTVE en el que se enfrentaron un representante del grupo gubernamental y otro del Partido Socialista para examinar de cara al público problemas relacionados con el más potente medio de comunicación de masas hasta ahora conocido.El coloquio me decepcionó dolorosamente, como me decepcionaron otras intervenciones parecidas; y no porque los contendientes no dieran prueba de sus excelentes aptitudes para la polémica y del vigor con que defendieron sus respectivas posiciones, sino por el limitadísimo horizonte desde el que enfocaron el problema. Para ambos, al menos en el momento polémico en que los observé, todo el magno problema de la televisión se reducía al número de puestos que van a usufructuar en el nuevo organismo rector, las dos formaciones políticas que se reparten amigablemente -al menos, hoy por hoy- los papeles del grupo que gobierna por tolerancia y del partido que le permite gobernar por condescendencia. ¿Significaban algo en el ánimo de los amistosos contendientes los espectadores representados en el Parlamento por otros grupos minoritarios o simplemente por partidos sin representación parlamentaria? Parecía que no. ¿Pensaron siquiera que existe una gran masa de opinión no vinculada a partido alguno? Creo sinceramente que tampoco. El telespectador tenía la sensación de que nos encontrábamos ante una manifestación harto expresiva de una especie de totalitarismo bipartidista, que no se para a reflexionar siquiera que la política es una cosa y la sociedad otra muy diferente.
Hace años recordé en una publicación el resultado de una encuesta practicada en Francia por el Centre d'E'tudes Sociologiques acerca de los núcleos asociativos registrados oficialmente en la capital de un departamento francés de población más bien reducida. El trabajo reveló la existencia de 270 grupos, que englobaban el 55 % de los cabezas de familia. El número de los miembros de esos grupos socia les era cuatro veces superior al de los adheridos a los partidos políticos. Figuraban en primer término las asociaciones deportivas en número de ochenta, desde el club alpino al de judo, pasando por veintiséis clubs de jugadores de «petanca». Venían después 64 asociaciones de tipo cultural, comenzando por las sociedades científicas y acabando por los cine-clubs y las masas corales. Los grupos varios, que ascendían a 114, englobaban en sus filas a antiguos combatientes, a dadores de sangre y a asociaciones protectoras de animales. Después, mucho después, venían los partidos políticos.
La vida social es infinitamente más rica que las formaciones partidistas con sus acuerdos, sus contubernios y sus pequeñas maniobras. Olvidar esta verdad conduce a serias equivocaciones con repercusiones muy hondas y muy extensas.
En la formación de la opinión pública, es decir, en la concreción de un juicio suficientemente homogéneo de una colectividad humana con madurez bastante para orientar sus propios destinos, han influido poderosamente desde mediados de la última centuria los medios informativos. Cuando los verdaderos centros de decisión abarcaban tan sólo escasas decenas de miles de ciudadanos, bastaban contados medios informativos de limitadísima difusión para influir en una opinión pública las más de las veces indiferente o escéptica. Pero cuando la realidad social acusa el fenómeno de cientos de miles de millones de seres humanos que se preparan para las grandes decisiones políticas y para las crecientes exigencias económicas, los medios de comunicación social constituyen un factor de potencia decisiva.
De entre esos factores, no hay uno sólo que pueda compararse a la televisión. Su fuerza de penetración es, hoy por hoy, incontrastable. La pequeña pantalla se ha instalado como un huésped permanente en la inmensa mayoría de los hogares españoles. De la mañana a la noche, su presencia se hace sentir como una necesidad para el hombre que regresa cansado del trabajo, para la madre agobiada por las tareas domésticas, para los niños ávidos de las últimas emociones antes de irse a la cama, para la familia campesina que ve en ella la única posibilidad de evasión del tedio de la vida rural.
No me gustan las generalizaciones injustas, máxime cuando hay excepciones muy loables. Pero es preciso convenir que los factores negativos abundan por desgracia.
Los locutores empeñados en destacar un hombre o un acontecimiento, los «cámaras» en cuyas manos está subrayar con máximo grafismo un gesto o anular una expresión, la publicidad privilegiada que exalta el consumismo cuando no otras cosas peores, la película extranjera y la imitación española que presentan la violencia como un hecho social irreversible y contagioso, la noticia tantas veces maliciosamente manipulada..., toda esa gigantesca masa de factores deformadores del alma se sitúa en los lugares de reposo del hogar y hasta se sienta a la mesa con nosotros. Y aún cuando, en ocasiones, el espíritu reaccione, incluso con indignación saludable, y corte la emisión perturbadora, el tentador queda al acecho y aprovechará cualquier momento de debilidad para presentarse de nuevo con un espacio de contenido positivo o incluso artístico al que nada hay que censurar o con unos dibujos animados que hagan las delicias de la gente menuda, en tanto llegue la nueva hora de la labor negativa.
¿Es lícito convertir esta arma en monopolio político de un partido o en instrumento de un contubernio del interés, que la opinión tragará como una píldora bien dorada entre un espacio publicitario del alcohol y una película de gansters y pervertidos?
No me atrevo a decir rotundamente que no. Puesto que la televisión va a reorganizarse, que no sea sólo para acabar con irregularidades administrativas que aun en el caso de ser ciertas, no serían el peor de los males del poderosísimo medio de información.
Comprendo que el partido que esté en el poder, obrando en soterrado acuerdo con el que pretende reemplazarle, no quiera perder tan insustituible instrumento de propaganda. Mientras la televisión esté en manos de un Gobierno, su neutralidad no se conseguirá con sólo poner a disposición de las distintas fuerzas políticas o sociales unos mismos minutos de proyección. La frecuencia de las emisiones; la hora que se les reserva; la selección de los días y circunstancias en que se hacen llegar hasta el público; las manipulaciones en los espacios no en directo; e incluso el juego de los primeros planos en los momentos felices o desgraciados de un orador, cambian radicalmente la figura de un partido o de un hombre ante los ojos de inmensas multitudes.
El señor Suárez, buen conocedor de las interioridades de la televisión desde los tiempos en que la tuvo bajo su dirección, sabe bien cual es la temible eficacia del arma cuyo monopolio no quiere perder.
Los hombres que le apoyan, y que tantas veces compartieron los juicios que aquí se sostienen, no pueden prestarse a ese juego de tan dudosa corrección.
La televisión ha de considerarse como un servicio público. Mejor aún, como un servicio al público, si queremos expresar la misma idea con mayor vigor. Los usuarios no pueden quedar al margen de la gestión del mismo y mucho menos abandonarlo en manos de un grupo político que puede usufructuario al margen de lo que conviene a la colectividad nacional.
Estamos, al parecer, en vísperas de que se elabore un estatuto de la televisión. Si de verdad; el Gobierno quiere despolitizarla, le sugerimos que dé forma a estas elementales ideas hace ya tiempo defendidas:
Primera: La televisión constituiría un organismo autónomo de interés público, regido por un Consejo integrado por representantes del Estado, de los organismos profesionales informativos, siempre que estos estuvieran estructurados en un régimen de libertad, y de los propios usuarios. La intervención estatal en dicho organismo no habría de ser en ningún caso mayoritaria o determinante, aunque tampoco tan escasa que no permitiera hacer oír la voz del interés público.
Segunda: El presidente de ese Consejo Rector, así como los jefes de servicios, serían nombrados por el propio Consejo.
Tercera: Se daría la debida publicidad a las deliberaciones y acuerdos del Consejo.
El señor Suárez ha dicho que la UCD tiene vocación política y por ello desea mantenerse en el poder. Nada he de oponer a ello. Cuando se tiene fe en unas ideas, la ocupación del poder es la forma más eficaz a corto plazo de hacerlas triunfar. Pero si una parte fundamental del ideario del Centro es implantar una democracia verdadera, nada habría más en contradicción con ese propósito que mantenerse en el poder a base de prolongar el caciquismo rural mediante las artimañas de la nueva ley electoral municipal ya preparada, y de reforzar el monopolio gubernamental de una televisión deformadora de las conciencias.
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