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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El debate atlántico

UNA DE las cuestiones menos debatidas de la política española es la de nuestro hipotético ingreso en la OTAN. Silencios, sobreentendidos o vaguedades caracterizan ahora esta opción de extraordinaria importancia para la política interior y exterior del país. No debe ser anecdótico el interés que muestran los jefes de misión acreditados en Madrid por pulsar la opinión de los periodistas sobre este tema; será que no obtienen suficiente información del partido en el Gobierno o de las minorías parlamentarias.Datos, ciertamente, no hay muchos y se prestan a confusión. El Gobierno afirma, por una parte, que el ingreso en la Alianza Atlántica debe ser objeto de debate parlamentario. Por otro lado, multiplica los contactos de militares con el cuartel general de Alexander Haig, con visitas que son algo más que mera confraternización de armas. El Ministerio de Asuntos Exteriores guarda silencio, se deja querer por la Unión Soviética y mantiene la duda de si España será o no sede de la tercera fase de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, dígase lo que se diga, lo que condicionaría nuestra entrada en la OTAN hasta 1980. UCD, al margen de su política coyuntural de gobierno, es aliancista, así como los partidos situados a su derecha; y el PSOE, junto con el resto de la izquierda parlamentaria, son antialiancistas, aun cuando, como en el caso de Soares en Portugal o de Mitterrand en Francia, si alcanzaran el poder, nuestros socialistas podrían participar sin excesiva violencia ideológica del sistema defensivo occidental.

A lo anterior es obligado sumar la particular situación de este país, que participa ya del aparato militar de la OTAN por la vía indirecta de las bases arrendadas a Washington y la alianza con Estados Unidos.

En cualquier caso, por sobre las vaguedades e indecisiones gubernamentales o partidarias, se produce una sutil venta de la mercancía atlántica a los españoles por el camino de la urgencia y necesidad de integrar a este país, decidida y definitivamente, en las instituciones europeas. Y ese legítimo camino europeista parece que conduce inevitablemente al ingreso en el Mercado Común y en la OTAN. Creemos que la opinión pública tiene bastante claro que ambos objetivos no son necesariamente el mismo. El Tratado de Roma, para muchos españoles simplemente demócratas y que estuvieron encuadrados clandestinamente en partidos, supuso un proyecto intelectual de unión europea sobre las bases de los mejores logros de la civilización occidental, que se contraponía felizmente al oscurantismo de la dictadura. Las continuas referencias a los impedimentos políticos para nuestra entrada en la CEE fueron durante años el mínimo consuelo o apoyo exterior de los españoles empeñados en la frustrante tarea de afirmar que la democracia orgánica no era homologable a los sistemas europeos de libertades cívicas elementales. Así, ahora, por encima de las dificultades y recelos económicos, la batalla por los desarmes arancelarios o las contingentaciones agrícolas, subyace aún en gran parte del país la primitiva idea de una Europa democrática y unida en libertad.

La OTAN, o si se quiere la filosofía de la alianza inspirada por Estados Unidos, despierta otros sentimientos e incide sobre otras realidades. Los diplomáticos burgueses que sirvieron los intereses de la República en guerra hallaron su desencanto en Londres y en París, y, pese a las ardientes condenas verbales de las Naciones Unidas, fueron Estados Unidos y los intereses estratégicos de la OTAN los que, a la postre, facilitaron en gran parte la prolongación de la dictadura en España. Difícilmente el pueblo español puede identificar a la Alianza Atlántica (Grecia, Turquía, el Portugal de Salazar) con una espada de la libertad. La OTAN en nuestro país ofrece una imagen ambigua, menos clara que la CEE, sin poder de seducción política.

Para España, por otra parte, los peligros balcánicos del 14 o los telones de acero del 45 quedan geográfica y anímicamente distantes. En el siglo, España no participó en las dos grandes guerras, pero padeció una guerra africana y otra civil a menos de cuarenta años de una guerra con Estados Unidos. No es que Africa comience en los Pirineos, pero este país es más mediterráneo que atlántico.

Ahora mismo sería muy difícil identificar a la opinión pública del país con los problemas centroeuropeos, el futuro de Berlín o la necesidad de acantonar una división operativa española en la República Federal de Alemania para paliar el déficit de infantería de la OTAN ante el Pacto de Varsovia. Sí preocupa, y mucho, que un destacado miembro de la OTAN como Francia se erija en gendarme del Magreb y opere militarmente al sur del cabo Bojador, interviniendo en un conflicto como el del Sahara, que se desarrolla plenamente en nuestra zona de seguridad; porque Ceuta, Melilla y el Sahara son para España lo que el Rhin es para Francia. Sin hablar de Gibraltar, colonizado por otra potencia atlántica.

Otras son las consideraciones que sobre la OTAN puedan hacerse en el estricto terreno militar. Pasan por la posibilidad ya apuntada de optar por un ejército profesional, corno el británico, y por los costes monetarios y los beneficios operativos y profesionales de la presencia en la OTAN de nuestras fuerzas armadas. Pero políticamente el ingreso en la Alianza no es necesario -como lo era en tiempos de Franco- para respaldar internacionalmente al Estado, y el entendimiento popular de esto es cuestión todavía harto enrevesada. No se puede decir sin más que los ciudadanos españoles piensen que la libertad de su soberanía popular reside en la Alianza Atlántica. Por eso, sin pretender llegar a ningún veredicto, y, sin emitir un juicio definitivo sobre el tema, ya va siendo hora de plantearnos las afinidades y disparidades de Madrid con el cuartel general de Bruselas. Y abrir un amplio debate nacional a todos los niveles.

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