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Tribuna
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La Constitución y el Palacio de Cristal

Cuando Dostoievski imaginó un mundo dominado por los demonios y una sociedad tiránica, habló de que ése sería el tiempo en que los hombres vivirían en el Palacio de Cristal. En él todo sería visto y ni el más pequeño pensamiento podría ser ocultado: el hombre no podría ser él mismo. Y luego ha habido otras muchas parábolas literarias sobre nuestro mundo de máquinas y computadoras y sobre el manejo de las conciencias, pero la realidad de nuestra civilización tecnológica ha encarnado ya todas esas ensoñaciones que nos parecían tan distantes y son ahora los mismos textos legales los que han de ocuparse del asunto, como ese apartado 4 del artículo 16 de la proyectada Constitución española que habla de «limitar el uso de la informática para garantizar el honor y la libertad personal y familiar de los ciudadanos». Un reciente artículo de José Beaumont en EL PAÍS tenía toda la razón en enfatizar la importancia de esta norma constitucional, que quizá no levante tanto revuelo como las relativas a la libertad religiosa o de enseñanza, pero que no es menos fundamental.

La informática policiaca

Las consecuencias, en efecto, de la acumulación y del manejo de datos sobre los ciudadanos por parte del Estado que posee ordenadores gigantescos puede tornar vanas no sólo toda declaración de libertades civiles y derechos fundamentales, sino igualmente sus garantías jurídicas. El sueño de todo Estado totalitario puede ser, ahora, alcanzado por primera vez en la historia gracias a los ordenadores, e incluso se plantea la cuestión de si el uso de la informática no desembocará fatalmente en una gigantesca sociedad policíaca, inquisitorial, demoníaca en el sentido dostoievskiano del Palacio de Cristal del que hablé más arriba.

El ordenador mítico

Porque, por lo pronto, el ordenador tiene un carácter mítico y sacral, y esa sociedad ni siquiera lo maneja como un instrumento que la permite ver de repente la historia, la etopeya moral, el grado de inteligencia y de utilidad personal y social de cada ciudadano, sino que opera sobre él con un talante místico, como si estuviera ante una pitonisa o ante algún proceso de revelación de una inteligencia superior y trascendente. El ordenador es un producto de la ciencia, y la ciencia en nuestro instante histórico ha adquirido el carácter teológico y religioso de explicación total de la vida y de la historia humanas que antes tenía la fe. Y el carácter, por tanto, de una explicación que no puede engañarse ni engañar. El manipulador del ordenador se acogerá. pues. siempre a las decisiones de éste por inhumanas que resulten, exactamente como el viejo inquisidor se amparaba en la automática salvación del alma que el juicio del Santo Tribunal comportaba. Incluso los errores de éste eran salvíficos, exactamente como ahora son inimputables a la sabia máquina, que está por encima del bien y del mal y decide conforme a parámetros objetivos que conducen a la efectividad y el rendimiento. Los resultados pueden ser aterradores.

En realidad, ya lo están siendo, y los «accidentes» que ya se pueden contar, incluidos suicidios de gentes a quienes el ordenador ha negado el pan y la sal, ha arrojado de su trabajo o las ha desposeído de sus pensiones de invalidez, deben abrirnos los ojos. Quizá ni siquiera sea suficiente la norma constitucional tal y como va redactado porque normas similares, aunque no de rango constitucional, pero hechas con la misma buena intención como en Francia, donde se creó en 1976 una comisión encargada de proponer al Gobierno «medidas tendentes a garantizar que el desarrollo de la informática en los sectores público, semipúblico y privado se realizará en el respeto de la vida privada, de las libertades individuales y las libertades públicas» no parece haber dado los resultados apetecidos. En la esencia de la Informática está el reducir el hombre a fichas y con las mejores intenciones incluso -a propósito de la salud y de la educación o de la evitación de crímenes-, el crear una sociedad totalitaria. Y una sociedad y un mundo mucho más desiguales. Las tensiones y las distancias crecerán entre los miembros de una sociedad y la élite que posee los ordenadores y que queda por eso mismo elevada a un rango de disponibilidad intelectual y de poder sin precedentes, exactamente como los países ricos que disponen de ordenadores seguirán disponiendo de tecnología sofisticada y de sofisticado armamento. Y eso para no hablar de la aplicación de los ordenadores a la genética o a la selección psicológica de los ciudadanos desde su infancia.

«Un mundo feliz»

¿Quién podría decir que una Constitución habría de encararse con las pretensiones de «un mundo feliz», la atroz visión de Aldous Huxley, que nos parecía hast a ayer mismo tan distante? Pero tal es el caso, tal es la amenaza de una sociedad totalitaria que hay que conjurar desde ahora. La utilización de ordenadores puede llegar a exigir tantos escrúpulos y precauciones como los que exige una central atómica, si es que la palabra «libertad» va a significar algo, claro está.

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