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Tribuna:Ante el debate constitucional
Tribuna
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La significación de las palabras

Perdone el lector este artículo, que no debería ser necesario escribir. Siento un poco de vergüenza al tener que recordar que desde Aristóteles es sabido que hay palabras unívocas (con una significación única), equívocas (con significaciones dispares y sin conexión) y, sobre todo, analógicas (con varias significaciones, referidas, a un núcleo semántico común). Palabras unívocas hay muy pocas; supongamos que lo son «hombre» o «perro»; «león» (animal) y «León» (ciudad) son enteramente equívocas; «cabo» (geográfico, del ejército o de vela) es una palabra analógica, de significaciones solamente enlazadas por la referencia a «cabeza» o «extremo». Las voces que se refieren a asuntos humanos, y sobre todo históricos, políticos, sociales, nunca son unívocas. «República» es el gobierno del público, la «cosa pública». «En cada una de las tres formas de República: monarquía, aristocracia y democracia, son diversos los gobiernos», decía Saavedra Fajardo. ¿Es esa la «república» que piden los republicanos? Se les podría responder que ya está establecida, pero no es probable que se contentaran.Diversos autores han escrito artículos para comentar -y condenar- lo que he dicho sobre «nación» y «nacionalidad». La palabra «nación» tiene larguísima historia y una compleja evolución semántica. Se refiere a la noción de «nacimiento». Se dice de alguien que es «ciego de nación» o «tonto de nación». Se llamaban «naciones» en las universidades medievales a los grupos de escolares, según su origen natal. En el Dictionnaire de l'Académie Francaise (1789) puede leerse: «La Faculté des Arts de l'Université de Paris est composée de quatre nations, qui ont chacune leur titre particulier. (L'honorable Nation de France, la fidelle Nation de Picardie. La vénérable Nation de Normandie, & la constante Nation de Germanie.)» En Estados Unidos se llamaba «las seis naciones indias» (the six Indian nations) a los sioux, comanches, etcétera.

No es de extrañar que don Miguel Coll i Alentorn encuentre ejemplos en que se llama «nación» a Cataluña o se habla de «nación catalana». Naturalmente. Pero sabe muy bien que esa palabra se empleaba en un sentido bien distinto del vigente hoy cuando decimos que Francia, Alemania, Italia, España, Suecia son «naciones». Esté sentido se inicia cuando, en el último cuarto del siglo XV, se supera la concepción patrimonial de las monarquías, el feudalismo de los ejércitos nobiliarios, de la administración de justicia, etcétera, y se llega a una concepción nacional de la sociedad y del Estado. En una nación moderna, el gran poeta Ausias March no hubiera podido plantar horca en sus dominios, adminitrar justicia por sí mismo y mandar cortar la mano derecha a un vasallo moro acusado de robo, como cuenta Martín de Riquer en su espléndida Historia de la Literatura Catalana, volumen II. Y cuando de Ausias March se decía que era «caballero Valenciano de nación Catalán», ¿qué significaba? ¿Era una nación Cataluña, otra Valencia, otra Aragón? ¿O era una nación Aragón, quiero decir el Reino de Aragón en su conjunto? En el sentido medieval, cualquiera y todos; en el moderno, ninguno.

El proceso de nacionalización de España, de constitución de una nación española, fue lento e «inexacto», como todo lo humano. La fecha 1474 es aquella en que Fernando e Isabel empezaron a reinar juntos en Castilla, en que un rey aragonés reinó con una reina castellana en el reino mayor, comenzando a realizar el sentido de unidad que ya era antiguo. En la biblioteca del rey Martín el Humano, muerto en 1410, se encontraban las Canoniques del Rey de Castella, Istorias de Castella, Chróniques, Cróniques de Castella, La Segona part de les Croniques d`Espanya, La Terça part de la Gran Crónica d`Espanya, Canónicas de España, La Segona partida de les Cróniques dels Conqueridors d`Espanya. Y en 1462, los catalanes ofrecen la corona del Principado a Enrique IV de Castilla, y los diputados juran «que sia feta perpetual unió e incorporació de aquest Principat ab lo regne de Castella».

En cuanto a «nacionalidad», es claro que es una palabra abstracta, que indica una cualidad o afección; ahora algunos reconocen que con ella quieren decir nación, pero no se atreven, porque temen que esta palabra «no vaya a pasar». Me interesa mucho esta afirmación. Si en el anteproyecto de Constitución se hubiera hablado de «naciones», mi respuesta habría sido política e histórica, no lingüística. Creo que en el siglo XX no hay más que una nación en España, una sola en Francia, una sola en Italia; pero esto se puede discutir, lo que no me parece bien es deslizar el supuesto contrario por la puerta falsa de un uso indebido de la voz «nacionalidad».

También don Josep Meliá ha escrito (en EL PAÍS) sobre mis artículos. No ha sido muy afortunada su intervención. No soy erudito -no soy tampoco erudito-, pero suelo saber de qué hablo. El señor Meliá parece haber descubíerto una mina en el libro de Georges Weill, L`Europe du XIX siecle et l'idée de nationalité (1938). Pero tengo ese libro en mi biblioteca desde 1945, y lleno de señales en lápiz rojo, y lo cité en mi Introducción a la Filosofía, publicada hace 31 años (es decir, que cuando algunos van, vuelvo).

Y resulta que en ese libro se habla de «nacionalidad» en el sentido abstracto, que me parece perfectamente legítimo. Cuando en Alemania se combate el uso de la palabra Nationalität y se la rechaza como galicismo, se la contrapone a Volkstum, como recuerda el señor Meliá; el cual debería saber que Volkstum es una palabra abstracta, la condición de Volk, como su estructura muestra bien a las claras; nadie la contrapone a VoIk (pueblo o nación en raíz germánica). Y Cavour usa siempre la palabra nacionalidad en ese sentido abstracto (nacionalidad francesa, italiana, etcétera) y nunca como denominación de una nación o alguna de sus partes.

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Buscar con lupa media docena de textos inoperantes en el uso lingüístico e incluso leídos por muy pocos, como la traducción del libro de Prat de la Riba (cuyo título, La nacionalidad catalana, es por lo demás lingüísticamente inobjetable), y contraponerlos al abrumador uso centenario de los cientos de millones de personas que hablan español, no parece muy discreto. Es posible que esa acepción de «nacionalídad» se introduzca algún día en el uso, pero ese día no ha llegado, y no es la Constitución lugar adecuado para imponerlo aprovechando la distracción de los legisladores.

Por último, leo en La Vanguardia del 31 de enero un artículo de don Xavier Rubert de Ventós, En torno a la filosofía nacional de Julián Marías, del cual tengo que decir una palabra. No sé bien qué es «filosofía nacional», y no sabía que tuviese ninguna. Ni mi filosofía es «nacional», ni mi pensamiento sobre la nación es «filosofía», sino sociología e historia. Poco añade el señor Rubert a lo que ya se había dicho, a no ser su afirmación de que «se dice nacionalidad porque no se puede decir nación vasca o catalana». También es interesante su emparejamiento de «nacionalidad» y «vaca», porque «vaca es un nombre abstracto».

Pero el señor Rubert se permite introducir su artículo con un largo párrafo en que contrapone la «mentalidad totalitaria» a la «mentalidad liberal» y compara al «totalitario» con el «liberal» a lo largo de media columna. Y todo esto, añade, viene a cuento de mis comentarios sobre «nación» y «nacionalidad» en el anteproyecto constitucional.

No me voy a «depurar» ante nadie, y menos ante el señor Rubert. No lo he hecho nunca ante los que tenían mayor entidad y poder que él. Por no aceptar ningún totalitarismo he conocido por dentro las prisiones franquistas -esas de que tanto hablan muchos de oídas - y no he tenido acceso a ningún puesto público, ni siquiera universitario, que tan cómodamente han gozado muchos rebeldes de última hora. He defendido la autonomía de Cataluña, el derecho al uso libre del catalán, la fuerte personalidad histórica, social y cultural de los catalanes, cuando nadie lo hacía, cuando había una censura a la que nunca me doblegué, ya que publiqué fuera de España todo lo que era prohibido en ella, sin tener en cuenta los inconvenientes y peligros que ello acarreaba. Durante unos veinte años, si no el único liberal, creo que he sido el único liberal en ejercicio, que lo era activa y públicamente. Y voy a seguir siéndolo, guste o no. Se comprenderá que una imputación de «totalitarismo» sólo puede inspirarme un desprecio sin límites.

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