Crímenes y orden público
EL ASESINATO del señor Viola y de su esposa ha sido de inmediato condenado, con las más duras expresiones, por todos los partidos representados en el Parlamento. De seguro, en las próximas horas también lo harán las organizaciones que aún no se han sumado a la condena de un crimen tan salvaje y brutal.Esta observación no es tan obvia como se puede creer. Porque en nuestro país es un hecho nuevo, nacido con las elecciones del 15 de junio y la ley de Amnistía, que todo el espectro político coincida en rechazar crímenes como el perpetrado ayer y abandone hasta la más mínima reticencia al afirmar que hechos así no guardan el más remoto parentesco con cualquier tipo de motivación política.
Este nuevo asesinato confirma las sospechas de que la serie de atentados cometidos recientemente en España no se propone sino crispar la situación, desestabilizar el proceso democrático y ,servir de fulminante a un golpe de signo reaccionario. Hemos repetido ya en otras ocasiones los argumentos que hacen plausible esa conjetura; el asesinato del señor Viola y de su esposa sucede en el marco general de una estrategia antidemocrática perfectamente congruente.
Por eso parece inevitable volver a ocuparse también de la tendencia que muestran algunos dirigentes de partidos como Alianza Popular y las plumas a sueldo de la ultraderecha que tratan insistente y hasta irritadamente de poner en relación estos bárbaros crímenes con la situación general del país, la eficacia de los servicios de seguridad y la capacidad política del Gobierno. Así, el comunicado de Alianza Popular no condena el asesinato del señor Viola y de su esposa con mayor firmeza que el resto de los partidos, pero lo convierte en prueba definitiva e incontestable de «la total degradación del orden público y de la seguridad ciudadana, reiteradas veces denunciada». Al diagnóstico de la enfermedad sigue la localización del agente patógeno que la provoca: «El Gobierno ha de responder de la situación que él mismo está creando con su debilidad.»
Esas vociferaciones suscitan, sin duda, en la opinión pública la impresión de que los terroristas están logrando algunos de sus propósitos: la crispación en los sectores políticos nostálgicos del franquismo. El deterioro reciente del orden público es un hecho preocupante que se inscribe tanto en la delincuencia común como en el terrorismo político. Los países sin libertades públicas no padecen esta plaga, aunque el terrorismo y la delincuencia se suelen practicar en los despachos ministeriales y en las comisarías de policía. Adquieren entonces el apellido de la razón de Estado y la responsabilidad del poder, pero son, sin embargo, tan condenables o más que el execrable crimen que hoy comentamos.
El deterioro reciente del orden público es un hecho preocupante. Por lo demás, los gángsters a sueldo y los terroristas camparon también libremente por sus respetos cuando el franquismo ejercía su más dura represión en las paredes de fusilamientos. El señor Arias no pudo evitar desde el Ministerio de Gobernación el asesinato de Carrero Blanco, ni desde la Presidencia del Gobierno la actividad terrorista de ambos signos. Pero durante esas épocas el orden público, además de soportar las infracciones de los criminales, era también alterado en otro sentido por los propios gobernantes al no reconocer a los ciudadanos los derechos de expresión, de asociación, de reunión y de voto, que constituyen la esencia misma del orden democrático. Es, sin duda, necesario mejorar la eficiencia de los servicios de seguridad para mantener este orden público democrático, y la ley debe caer con rigor sobre quienes la infrinjan.
Pero no se debe aprovechar un hecho tan abominable como el asesinato del ex alcalde de Barcelona para hacer demagogia política sobre una sangre que desgraciadamente es hoy de todos los españoles.
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