Los cipreses
Cuando cogí esta casa, hace unos diez años, les comuniqué a las amistades: «Tiene chimenea y cipreses en la puerta». Es la petulancia que se tiene siempre desde hace diez años. (Ahora tenemos otra clase de petulancia). Alguna vez he escrito que esta media docena de cipreses eran como una avanzadilla del cementerio que se había venido a esperarme a la puerta de mi casa, pero lo cierto es que los cipreses tenían muy poco de funerarios. Y digo tenían porque ahora se han caído, los ha tumbado este enero cruento, con las legiones espartanas de la nieve y las vírgenes violentas del cierzo.La verdad es que los cipreses tenían ya mucho cielo y poca raíz, como un poeta romántico, como Espronceda, y los ha derribado el viento de las antologías. Dicho de otra forma, estaban plantados sobre cemento, sobre el techo del garaje, y ahora yacen ahí, en un Trafalgar de mástiles caídos y banderas arruinadas, con el oscuro torso lleno de cicatrices códices. Los miro un poco todas las mañanas, cuando bajo a por el periódico y las cocacolas. En Canadá, cuando muere alguien en invierno y le entierran entre la nieve, durante cinco días puede verse en el aire el humo del calor de su cuerpo. En España, los árboles ya no mueren de pie.
O sea que este poco de naturaleza romántica que nos venden las urbanizadoras es mentira; se atreven a erigir el ciprés de Silos sobre el cemento de un garaje, Gerardo, maestro, de modo que el ciprés resulta mucho más frágil que tu soneto. Mis cipreses, caídos en mitad de la mañana, craquelados por el relente de toda una noche, parecen ocupantes desalojados de pisos vacíos, como los que estos días trasnochan en el puro enero madrileño. Por el hueco de cielo que han dejado los cipreses aparece de cuando en cuando Garrigues Walker echando una mano a los desalojados y volando en la propia onda de su pelo, o aparece Arespacochaga expulsando ocupantes de pisos vacíos, o cruzan los guardias de Martín Villa para poner los muebles en la calle al personal. Antes los árboles no me dejaban ver el bosque, pero desde que han caído mis cipreses veo mucho mejor que Madrid es un engaño.
Sé de una constructora que llamó a una compañía gallega para retejar. Los gallegos son los que mejor retejan. Les vieron hacerlo durante un mes y les despidieron. El resto de la urbanización ha sido retejada por los ladrones madrileños de técnicas centenarias, y ahora está lleno de goteras. Al que tiene un piso le dan cipreses de pega y tejas desdentadas. Y al que no tiene un piso y ocupa el que está vacío, le ponen la palangana en la calle.
Todos vivimos en falso en la sociedad de consumo, como mis cipreses, todos vivimos con muchas fantasías consumistas y televisivas en la cabeza y muy poca raíz económica en el suelo.
Todos vivimos al día y, para mí, el único gesto realmente democrático que se ha hecho aquí, desde el 15 de junio, ha sido la ocupación de pisos vacíos por el personal. Aparte de un hermoso ademán de democracia natural, esto ha sido un test para el ánimo democrático de nuestros gobernantes. Y ya se ha visto que no hay nada que hacer.
La guerra de los pisos es una guerra que tendría que ganar el pueblo, no sólo porque el Ministerio de la Vivienda no fue capaz de ganarla en cuarenta años, o los que fuesen, sino porque, como digo, es la única guerra realmente democrática que se ha planteado en la calle. Pero seguimos presos en la opción capitalista: o comprar cipreses que se caen y tejados que se despiezan o dormir al raso.
O aceptar sonrientes el engaño de la pro, puesta social y firmar las letras o pegar una patada a la puerta del piso que se está revalorizando en silencio y soledad. En las novelas de Forster, los personajes, más intelectuales que vitales, se preguntan cómo es la habitación de uno cuando uno no está en ella. Aquí y ahora nuestra obligación es preguntarnos cómo es un piso alicatado y enmoquetado cuando una familia sin techo no vive en él y el aire vacío de las habitaciones se adensa de revalorización, pletórico de dividendos y metros cuadrados. Miro mis cipreses por tierra, esta mañana fría, y comprendo que no compré perennidad (esa alegre perennidad del ciprés que sólo el catolicismo ha entenebrecido), sino que compré especulación y mentira. Mis cipreses no creen en Dios.
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