Elogio de la tolerancia
Diputado del PSOE por ValladolidProfesor de Universidad
En 1688, en las primeras páginas de sus Caracteres, La Bruyére decía: «Todo está dicho, y se llega demasiado tarde, desde hace más de 7.000 años hay hombres que piensan». Y estas palabras, que se pueden aplicar a tantas cosas, pueden serlo, desde luego, a la, idea y a la praxis de la tolerancia. Prescindiendo de los precedentes antiguos y medievales, ya en el mundo moderno son impresionantes los cantos a la tolerancia que se hacen en Francia, en Holanda y en Alemania para acabar con las guerras de religión y con el sectarismo religioso. También lo son algunas posiciones pacificadoras en Inglaterra y, sobre todo, en las colonias americanas. Nombres como Moro, Postel, Castellón, Bodino, De la Noue, Bayle, Coornherk, Grocio, Goodwin y Roger Willians, entre otros, son inseparables, en los siglos XVI y XVII, de la historia de la tolerancia.
En el siglo XVIII, el gran siglo de la defensa de la tolerancia, hay páginas definitivas en el tratado sobre la tolerancia que en 1763 publica Voltaire. Y no me resisto a reproducir un hermoso texto de Vanvenargues, tomado de su obra Reflexiones y máximas, de 1746... ¿Y quién puede arrogarse el derecho de someter a los otros hombres a su tribunal? ¿Quién puede ser tan temerario que crea que no necesita la indulgencia que niega a los demás? Me atrevo a decir que son más sufribles los vicios de los malos que la austeridad altiva de los reformadores, y he observado que apenas hay severidad que no tenga su fuente en la ignorancia de la naturaleza, en un amor propio excesivo, en una envidia disimulada, en fin, en la mezquindad del corazón...».
Desde el siglo XVIII, la construcción de la democracia y de la libertad pasa por la defensa de la tolerancia y el origen histórico de los derechos fundamentales está también en la lucha por la tolerancia en materia religiosa como muy certeramente señala Jellinek, en su estudio sobre la declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. La tolerancia, es pues un valor central de la sociedad europea, y ocupa un sitio de excepción en la norma de cultura que legitima los intereses políticos y los ordenamientos jurídicos, junto con las ideas de libertad, de igualdad y de pluralismo.
Sin embargo, no basta con el reconocimiento histórico de esa realidad, ni basta con que todo esté dicho para que todo se realice; en eso La Bruyère era muy idealista. En nuestro país, por ejemplo, hay que seguir haciendo el elogio y la defensa de la tolerancia, con la misma pasión con que lo hacían los hombres del siglo XVIII. Desgraciadamente, no es un valor arraigado en los espíritus de los españoles. No es, en el umbral de 1978, superfluo un elogio de la tolerancia; por el contrario, pienso que su reivindicación es un deber para todos los demócratas y también para todos los socialistas, herederos de los mejores valores liberales para llevarlos hasta sus últimas consecuencias.
La sociedad democrática presupone una cierta idea del hombre, un respeto a su libertad y a la igualdad para que todos puedan realizarse plenamente en ella, pero, sobre todo, presupone la tolerancia, el respeto a todas las opciones, incluso a las más minoritarias. Como decía el juez Jackson, del Tribunal Supremo federal de Estados Unidos, en una sentencia en 1943, «La libertad de disciplina no se limita a cosas de escasa importancia. Esa sería una nueva sombra de libertad. La prueba fundamental es el derecho a discrepar en cosas que alcanzar el orden existente ...». Con esta filosofía la tolerancia no es sólo un fundamento del orden, sino también del progreso.
Todavía en nuestro país hay demasiado dogmatismo, demasiada certeza en nuestra propia verdad y una confianza ciega en determinadas recetas para conseguir la sociedad mejor. No están ajenos a estas posiciones dogmáticas, mecanismos sicológicos de seguridad, que buscan en los sistemas cerrados un aseguramiento que los permita saber a qué atenerse, sin necesidad de arriesgarse en la reflexión libre, como si la certidumbre total fuera una materia que pudiera comprarse en el mercado de la inteligencia.
Y, naturalmente, que esta constatación se encuentra en la derecha y en la izquierda, en todo sistema cerrado y así vemos con sentimiento como hasta el pensamiento más liberador, como puede ser el pensamiento marxista, puede esclavizar, alienar a aquellos hombres que lo asumen sin sentido crítico, como un dogma a seguir, como un tranquilizante, como un sistema asegurador.
Junto a eso encontramos, sobre todo en la derecha, aquellos hombres que no quieren pensar, los esclavos felices, los partidarios del «¡ Vivan las cadenas! », que se mantienen con el simplismo de una o dos ideas (!) retóricas, pero que son militantes dogmáticos contra otras ideas y que llegan incluso a matar en su nombre. Estamos ante una patología humana grave y peligrosa, entre otras cosas porque puede ser instrumentalizada contra la democracia. Desgraciadamente, este simplismo de unas pocas ideas (!) retóricas que hasta ahora era un monopolio casi exclusivo de la derecha, se encuentra también en algunos sectores de la extrema izquierda, que están siendo manipulados en posiciones de beligerancia violenta y antitolerante.
Por fin, también en diversos grupos sociales, vemos como la defensa de sus intereses respectivos se hace con una cerrazón total a posiciones de otros sectores, sin escuchar las razones de los adversarios, con egoísmo y sin apertura a los intereses generales o a los derechos de los más débiles y oprimidos.
Frente a todo eso hay que recordar una vez más el valor funcional y fundamental de la tolerancia y de toda su tradición. Eso supone para los hombres más conscientes de nuestro tiempo la necesidad de defender tres postulados fundamentales para la consolidación de la democracia en España.
Primero. En el plano de la realidad social, humana y política, y en su correspondiente nivel de conocimiento, en las creencias humanas o sociales, ninguna doctrina, ninguna teoría, puede pretender el valor de exactitud que se pretende, y que hoy también está en entredicho, en las ciencias naturales. No existe una verdad social indubitada y los hombres no pueden imponer a otros hombres una doctrina en base a su fundamento cierto o al error del adversario. El relativismo es así esencial.
Segundo. Hay que respetar en los hombres que no piensan como nosotros, sus mecanismos éticos y de razón, como único camino para alcanzar lo que a nosotros nos parece cierto, sin duda alguna.
No hay que someter a los liberados bajo la mentalidad de los liberadores, porque como decía, en 1810, Moreno, el patriota argentino, «cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a que canten himno a la libertad». Eso no sería cantar a la libertad, sino a la sumisión.
Tercero. Desde los momentos de la Enseñanza General Básica hasta los últimos niveles de la enseñanza universitaria es necesario implantar una pedagogía de la libertad y de la tolerancia que favorezca el desarrollo de los resortes más profundos del hombre y de sus energías morales y espirituales, de la necesidad de la participación libre y crítica de todos en la vida social y de la tolerancia hacia todas las opiniones que discrepen de las nuestras.
La tolerancia produce un cierto distanciamiento de nuestras propias creencias, evita el absolutizar y el caer en la tentación intelectual del «seréis como dioses» y excluye la secularización de la idea cristiana de redención que asume una cierta idea ingenua y superficial de revolución. Nos sitúa ante un realismo que excluye tareas imposibles, pero, sobre todo, la tolerancia nos ayuda a respetar a los demás.
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