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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La revolución y el Estado totalitario

Secretario general de Alianza Popular

Uno de los historiadores más penetrantes de este siglo, Guillermo Ferrero, percibió antes que nadie la trascendencia del fenómeno revolucionario moderno, para la naturaleza y funcionamiento del Estado. Hasta la Revolución francesa había de vez en cuando asalto armado al poder establecido; pero en general, pocos propósitos de cambiar la misma sociedad. Todavía las revoluciones inglesas, en el XVII, y la americana, en el XVIII, fueron del tipo tradicional.

Con la Revolución francesa, con la rusa, la china, la cubana, y en general las de orientación marxista, el problema cambia. No trata de conseguir un Gobierno mejor, sino de lograr la sociedad perfecta. Entonces, las cosas cambian. Inmediatamente los objetivos del Estado se convierten en ilimitados; los medios para lograrlos no admiten ninguna clase de restricción; la población se divide, no ya en afectos y desafectos, sino en personas aceptables y aquellas que hay que liquidar, incluso físicamente; el terror es el instrumento obligado de gobierno, y el Estado, se convierte en totalitario.

Ferrero concluyó que, en realidad, en el mundo de hoy no hay más que dos clases de Gobiernos: los Gobiernos revolucionarios y los Gobiernos que no tienen este carácter. Estos últimos aceptan la limitación de sus poderes y la moderación en su ejercicio, lo que incluye el turno pacífico con otros Gobiernos. Los Gobiernos revolucionarios consideran saboteadores y enemigos del pueblo a los disidentes, y los mandan a la muerte, a los campos de concentración y a las clínicas siquíátricas

Perrero aún esperaba que, con el tiempo, a todo Gobierno revolucionarío acabaría por llegarle una moderación, una adaptación, un Thermidor. No pudo prever la capacidad de organización que las técnicas modernas dan a los Estados totalitarios, y su correspondiente capacidad de continuidad y supervivencia.

Pero lo importante es darnos cuenta de que la raíz del mal está en la admisión previa de la idea de que pueda existir una sociedad perfecta, y de que su búsqueda justifique la previa destrucción de las existentes, y después, la imposición dictatorial del esquema. La perspectiva de sesenta años de permanencia del Estado revolucionario en Rusia es muy ilustrativa al respecto. Lenin afirmó que la liquidación del régimen anterior exigía una fase de «dictadura del proletariado», después de la cual, lograda la igualdad económica, vendría otra de «desfallecimiento del Estado»; es decir, de progresiva desaparición de la dictadura. Después de tres reformas constitucionales, el Estado soviético sigue omnipotente; con todos los controles económicos, adminístrativos y policíales en su mano; con un partido único y listas electorales unificadas; y el famoso «desfallecimiento del Estado» se ha convertido para los actuales intérpretes de Marx y Engels, «en una cuestión puramente teórica».

En Occidente, los marxistas han aprendido la lección y han suprimido, a su vez, de sus programas la fase de la «dictadura del proletariado», porque han comprendido que lo importante es el control ideológico y el manejo ilimitado del aparato del Estado, así como la imposibilidad de que las libertades se mantengan una vez establecido el control central de la economía.

Debemos, pues, volver la vista atrás, para bucear en el origen de esa idea envenenadora, que está en la base de las revoluciones modernas y en la justificación de los mayores despotismos de todos los tiempos. El tema está siendo analizado a fondo por los «nuevos filósofas» franceses, y ha dado lugar a un libro estimulante de André Glucksmann, Los maestros pensadores.

Desde el Renacimiento, Europa ha entrado en una crisis religiosa, que comenzó por la fragmentación de las Iglesias, continuó por la afirmación del racionalismo filosófico; siguió por la secularización creciente de amplios sectores de la vida social y, en este momento, llega a la rebelión contra todas las manifestaciones de la moral tradicional. Se niega que haya nada trascendente sobre la vida temporal, y lógicamente, se rechaza todo freno a la realización personal. La revolución sexual es, tal vez, la más profunda expresión de esta situación porque su significado claro (y juchos jóvenes lo han entendido perfectamente) es que todo goce es lícito, y por lo mismo, es lícito también cualquier medio paraprocurárselo.

Una sociedad no puede, evidentemente, funcionar sobre tal principio. Si yo tengo derecho a procurarme goces ilimitados e inmediatos, y para conseguirlos, a usar una escopeta o una metralleta, no hay más que dos soluciones: o la guerra de todos contra todos, «el hombre sólo para el hombre», o bien... aquí empieza la gran cuestión.

Mao Tse Tung, en uno de sus más notables pasajes, dice lo siguiente: «El marxismo comporta múltiples principios que, en último análisis, se resumen en una sola frase: uno tiene razón en rebelarse.» Esa es la primera fase; en las universidades y en muchos otros lugares, las pintadas más increíbles lo recuerdan cada día; uno tiene que sublevarse contra todo. Pero, ¿qué se hace a continuación?

El marxismo, en China como en Rusia, ofrece, para después de la rebelión contra todo, la solución, en una sociedad perfecta, en la que no habrá que sublevarse contra nada. Y es cierto que, una vez establecida, ya no se podrá sublevar uno. Sería absurdo, puesto que todo es Perfecto.

Desde el Renacimiento, está en búsqueda Europa de esa sociedad terrestre perfecta. El pensamiento utópico, inaugurado por Tomás Moro, ha propuesto diversos modelos de sociedadmodélica, casi todos con fuertes resonancias de laRepública de Platón. Rabelais nos presenta la famosa Abadía de Gargantúa, en la cual se invita a cada uno a hacer lo que quiera, pero, en la práctica, a hacer lo que mande la regla.

Las guerras de religión reforzaron al Estado en toda Europa, y en el siglo XVIII el «despotismo ilustrado», con fuertes poderes administrativos en la mano, inició unos procesos de reformas en el sentido de las propuestas perfeccionistas de los filósofos y enciclopedistas. Cuando la realidad demostró que la perfección social tiene límites, los filósofos, propugnaron el cambio de régimen y la revolución. Cuando la revolución culminó en el terror, y en la dictadura de Robespierre, la gente empezó a hartarse de la Diosa Razón, y llamó a Napoleón.

Pero las revoluciones marxistas han hecho mejor las cosas. Disponían de instrumentos ideológicos más poderosos. He gel se impresionó de ver cómo los filósofos del XVIII prepararon la revolución, y afirmó que hicieron verdad la sentencia de Anaxágoras: «La razón gobierna al mundo.» Pero él mismo inició un planteamiento mucho más profundo, que, a través de la versión marxista, llegó mucho más lejos. Los marxistas han sabido minar e infiltrar más profundamente las sociedades occidentales, fieles al principio de Mao: «Para derribar un poder político se empieza siempre por preparar la opinión pública y por hacer un trabajo ideológico.»

Hay mucha gente que coopera, porque no advierte la falacia de la sociedad perfecta, y piensa que, al fin y al cabo, en algunos puntos, los revolucionarios tienen razón; les ceden sus periódicos y sus editoriales, y otras ayudas. De pronto, no hay marcha atrás; llega el momento terrible en que, como dice Michelet, «todo es posible». Viene el terror, la búsqueda del sospechoso, la guillotina y la checa. Hay que salir de la anarquía; los ingenuos van siendo liquidados; los que saben a dónde van, establecen un «nuevo orden». Como dijo Trotsky, «el río vuelve a su cauce»; la dictadura totalitaria está establecida, y es pocas veces reversible.

En esta lucha sin cuartel, los revolucionarios denuncian implacablemente toda dictadura de derecha, no dan tregua a Pinochet, airean cualquier ejecución, condenan el imperialismo y la bomba atómica. Usan las bombas atómicas espirituales, mucho más eficaces que las otras; como las que destrozaron al ejército americano y desestabilizaron su retaguardia en la guerra del Vietnam.

En esta lucha, al Estado totalitario precede la politización totálitaria de las sociedades. Carlos Sgorlon ha hablado del «panpoliticismo» de nuestro tiempo. Hubo épocas, aún recientes, en que no era así; amplios sectores de la vida social no estaban directamente politizados. Así como en la Contrarreforma todo se vio en Europa bajo el prisma religioso; y en otros momentos ha habido intentos de interpretarlo todo desde una visión de la moral victoriana, o del arte por el arte, ahora el marxismo, después de querer reducirlo todo a la economía, lo ha convertido todo en política. La escuela, la cultura, la poesía, la diversión, todo es político. Se politiza la Bienal de Venecia, la construcción de un teatro de ópera; el marxismo ha llevado a todas partes la lucha de clases y la contestación ideológica. Ni la cultura, ni el arte, ni la calidad de la vida han ganado nada con todo ello. Pero, además, se ha desnaturalizado la propia política, que no puede concentrarse ya en sus temas esenciales, y anda a la deriva.

Sociedad con política globalizada es la puerta del Estado totalitario. Los reformistas ingleses del siglo pasado inventaron la cárcel modelo, basada en el Paríopticón de Bentham, en una disposición de galerías que permitieran a los guardianes verlo todo a la vez. M. de Foticault habla del «panoptismo» político actual, en que el poder lo ve todo, y por lo mismo lo puede todo. Cada zona de intimidad que desaparece, cada secreto (como el bancario) que se liquida es un nuevo paso en la decadencia de la libertad.

Después de las matanzas masivas de la segunda guerra mundial, después de que se supo que unos pocos hombres pueden desencadenar el terror termonuclear, después que se ha publicado El archipiélago de Gulag, hay que tomar muy en serio el juego revolucionario, el mito de la sociedad perfectay el problema del Estado totalitario. Una gran parte del pesimismo y frustración de los tiempos actuales procede de haber puesto todos demasiadas esperanzas en el bienestar organizado por el Estado. El intento de reemplazar la vida religiosa por el mito revolucionario ha fracasado. Ni el nacionalismo ni el marxismo han resuelto la felicidad humana.

Hay que restablecer el sentido de la vida personal, del orden social flexible, de la conservación de lo conocido, de la obligación social, de las lealtades básicas. Sobre todo, del sentido de la medida en las cosas humanas, volviendo, a hacer de la política el arte de lo posible.

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