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Tribuna
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Una precipitación y un lenguaje

Creo sinceramente que el pleno de la asamblea episcopal española debiera haberse limitado, por el momento, a examinar el borrador constitucional, publicado por la prensa, «inter domésticos parietes». Una crítica a un texto constitucional no se improvisa y hay que suponer qué la Iglesia española no desea, en modo alguno, instrumentalizar una situación política como para que no pudiera dejar escapar la ocasión de pronunciarse.Una menor precipitación y, por tanto, un texto episcopal crítico del borrador constitucional mucho más reflexivo hubiera evitado, sin duda, las ambigüedades, generalizaciones e incluso crípticas alusiones que tiene el actual, y, desde luego, no hubiera dado esa imagen entre miedosa y de institución poderosa que recuerda su presencia en el poder. Tal imagen podrá no responder a la realidad ni a las intenciones de quienes la han dado, pero no deja de ser, por eso, la imagen que va a recibir, que está recibiendo y que ha recibido ya, desde los primeros momentos, buena parte de la opinión pública española.

Pero a los mismos católicos, ¿qué es lo que les aclara este comunicado? ¿Cómo se puede afirmar, por ejemplo, la aceptación del Estado laico si el Estado ha de recoger en su Constitución «nuestra conciencia como pueblo en la que la concepción cristiana del hombre y de la sociedad ha supuesto un elemento importante»? ¿Cómo es que «no basta afirmar la no confesionalidad del Estado para instaurar en nuestra patria la paz religiosa y las relaciones respetuosas y constructivas entre el Estado y las Iglesias»? Un Estado laico es simplemente aquel que tiene tareas y objetivos únicamente exteriores y relativos, provisionales y circunscritos a la temporalidad cambiante y que nada saben del «de dónde» y «hacia dónde» y del «por qué» y del «para qué» de la vida y de la historia humana. Como ha explicado Carl Barth, ésta es la condición esencial de la comunidad civil que, «como tal, es espiritualmente ciega e ignorante. No tiene fe, ni esperanza, ni caridad; no tiene confesión ni mensaje. En ella no se ora, en ella no se es hermano o hermana. En ella sólo se puede preguntar como preguntó Pilatos: ¿Qué es la verdad?, porque toda respuesta a esta pregunta anularía su supuesto previo». Y esto tanto si la respuesta es cristiana como si es atea o se ajusta a cualquier otro tipo de cosmovisión filosófica de la vida y de la historia.

Cuando se da esta última respuesta, el Estado se convierte de «laico» en «laicista», o juzgador del hecho religioso y sostendrá, por ejemplo, a tenor de la filosofía del iluminismo, que sigue imperando en muchas familias políticas, que lo religioso hay que recluirlo al ámbito de las conciencias y de lo subjetivamente opinable, sin relevancia pública alguna. Pero, por la misma razón, si el Estado diera una respuesta cristiana, aunque ésta estuviera recogida en su tradición nacional de épocas de cristiandad, quedaría igualmente y de manera automática convertido en un Estado cesaropapista o en una teocracia o implicado en una singular simbiosis con la Iglesia, de hecho, ha ocurrido en nuestra historia nacional: las cosas de Dios volverían a ser las cosas del César y los intereses del César pasarían por ser los intereses de Dios. Y se diría que tanto el concepto de Estado laico como la necesidad de esta distinción de su ámbito propio desde la sociedad de los creyentes o Iglesia es un concepto pacífico e indiscutible para todos, máxime cuando el propio Vaticano II ha puesto un cierto énfasis en su aceptación, pero la historia está ahí, pesando y nos enturbia todo.

La dramática historia de este país es, sin duda, la que hace que todos estos supuestos teóricos se llenen en seguida de sonoridades sentimentales igualmente dramáticas; y unos españoles querrían convertirse seguramente en vengadores de centurias enteras de predominio católico, en laicistas a ultranza, en lo que durante el mandato del presidente Calles, de México, se llamaron «desfanatizadores», y en la Segunda República española se proponían descatolizar al país, mientras otros españoles, la Iglesia católica en primer lugar, muestran su miedo a lo que entre nosotros pueda significar lo laico, a que se circuscriba la libertad religiosa al puro ámbito privado y a perder toda relevancia sociológica. Revanchismos y miedos vuelven a asomar, entonces, su cabeza y siempre han sido malos consejeros, pero peores que nunca en esta hora.

¿Es que van a volver a levantarse en el país, de nuevo, las dos Españas: la España católica, con su simbiosis político- religiosa, su identificación de español y católico o viceversa, y la otra España, no menos «teologizada» de «lenda est Ecclesia»? Pero, aun si esto fuera a suceder, la Iglesia debería hacer todo por no tener nada que ver con esta nueva división cainita: tal es la elemental exigencia cristiana muy superior a todos los argumentos del Derecho Público Eclesiástico o de las doctrinas teológicas más seguras en este momento.

Estado laico

En mi opinión, la aceptación estricta de lo que es un Estado laico suficientemente explicitada y garantizada impedirá su manipulación posterior, interesada en uno u otro sentido, y esa aceptación es lo único que puede evitar ciertamente el dramático retorno de lo que aquí se ha llamado tradicionalmente y con total impropiedad «la cuestión religiosa», el choque Iglesia-Estado y la ruptura nacional por cuestiones de Iglesia. Porque, por lo demás, todo el problematismo que esas relaciones Iglesia-Estado pueden plantear y plantearían desde las cuestiones de enseñanza a las de matrimonio, puede y debe resolverse mediante el diálogo, la discusión pacífica, los acuerdos e incluso el puro realismo político.

Porque es cierto, por ejemplo, que un nuevo Estado democrático se suicidaría a sí mismo, si no contara con la realidad sociológica aplastante del catolicismo español y Melquíades Alvarez, en 1909, ya advirtió de ello a los políticos de su tiempo, que trataban de resolver la laicidad en orillamiento o aplastamiento de la realidad sociológica y católica del país. «Lo que estoy afirmando -dijo- es que la religión católica es un factor en la vida política de mi país y que un hombre de Estado que pretenda gobernar mediante la descatolización de España puede ser un filósofo o un escritor, pero no un hombre de Estado.» Pero si esto es cierto, y lo es, tal advertencia quizá no es la Iglesia la que debería hacerla -como parece subyacer en el documento episcopal-, sino los hombres públicos, En boca de la Iglesia corre el peligro de aparecer como una amenaza o una presión, un acto de poderosa presencia que vuelve a mostrar a esa Iglesia, ante todo, como una potencia de este mundo.

Y quizá por la circunstancia misma en que vivimos, el texto del episcopado español ha dado esta penosa impresión, y exactamente, como en el caso del «Syllabus», la Iglesia ha dicho cosas absolutamente justas, en un lenguaje o un tono inadecuados y situándolas al mismo nivel, sin las necesarias distinciones formales, de otras muchas cosas harto discutibles: la necesidad de proteger la vida humana, por ejemplo, al lado del deseo de que la Constitución sea dinámica, etcétera.

El «Syllabus» fue tan inhábil en su lenguaje como todo esto y todo el mundo sabe cuántas angustias, hemorragias y dramas produjo, pero yo creo que si en seguida no se hace una «ammende honorable» o un esclarecimiento por parte de la Iglesia, puede suceder otro tanto, ahora, a nivel de este país. Preferiría equivocarme.

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