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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Iglesia y la Constitución

LA XXVII Asamblea Plenaria del Episcopado Español ha hecho público una importante declaración sobre la futura Constitución española. Se quiera o no, como la Constitución está en trance de ser elaborada por la correspondiente comisión parlamentaria, esta declaración aparece como una toma de postura de la Iglesia española ante la labor primordial que en estos tiempos de acceso a la democracia tienen encomendada los representantes que el pueblo español eligió el pasado 15 de junio.La Iglesia y el Estado son lo que se llama «sociedades perfectas» en el lenguaje filosófico y jurídico de nuestra tradición. La Iglesia tiene todos los derechos a exponer sus ideas e influir con ellas en la sociedad en que vive, y de hecho lo hace frecuente y resonantemente. Pero hay que recordar que la Iglesia católica, como sociedad terrenal, ha adoptado posturas que han variado notablemente a lo largo de la historia, y que en muchas materias -la mayoría- sus posiciones no constituyen dogmas de fe. En muchas ocasiones ha tenido que rectificar según el ritmo y los signos de los tiempos. El número 55 del Syllabus condenaba la separación entre Iglesia y Estado, y la encíclica Miravi Vos (1832) -de obligación disciplinaria - calificaba la libertad de prensa de «la más funesta de las libertades, libertad execrable ante la cual todo horror será poco». La errónea claridad de Gregorio XVI resulta, sin duda, molesta para la memoria: pero no hay futuro sin memoria.

La Iglesia, pues, sigue interviniendo en los asuntos terrenales, y tiene todo el derecho a hacerlo: debe ser consciente, además -sin duda lo es-, del enorme peso político y social que por tradición tiene en nuestro país.

En este sentido, la Iglesia no es sólo una institución religiosa: es una estructura de poder, con todo lo bueno y lo malo que ello comporta. No pueden, en cualquier caso, los obispos desconocer la inmensa responsabilidad que sus intervenciones revisten. Sus palabras, aunque tengan origen y motivaciones estrictamente religiosas, son además políticas y provienen del mayor grupo de presión existente, desde hace muchos siglos, en nuestro país.

Tras el Vaticano II, la Iglesia ha reconocido, por razones estrictamente ideológicas, la necesidad de separación entre Iglesia y Estado, la existencia de una sociedad perfectamente civil, la plena autonomía de lo temporal, el pluralismo religioso e ideológico; en definitiva, por boca del papa Pablo VI, que hizo suya una fórmula de Cavour, la situación ideal de una Iglesia librey un Estado libre.

Este reconocimiento, tanto dejure como defacto, es un .hecho ya en la mayoría de los países democráticos modernos. Monseñor Tarancón decía así en el pasado mes de enero: «El principio que establece con claridad el Concilio -«Ia comunidad política y la Iglesia son independien.tes y autórionias, cada una en su propio terreno»- no sólo ha de aceptarse, sino que ha de llevarse a la práctica con tal elarida.d que se eviten hasta las apariencias de una mutua injerencia o de una falta de verdadera autonomía en cualquiera de las dos sociedades.»

Esta «apariencia de injerencia» es detectable, desdi chadamente, ' en el documento «constitucional» que aca ban de dar a luz los obispos españoles. En él, al lado de una serie de formulaciones teóricas de gran valor, existen matices inquietantes. Hablar de los «derechos humanos» en un país en que, por fin, y tras tantos años de ignorarlos, ve inscrito su reconocimiento en el borrador conocido de texto constitucional, es llover sobre mojado. La declara ción episcopal añade textualmente: «Ninguna dictadura, ni la mayoría de la nación, ni un grupo que pretenda ser su vanguardia, pueden legítimamente anular esos dere chos.» Pero en el mismo documento vemos que la Iglesia española,sin. dudála confesión religiosa mayoritaria en el país, se an.-oga cierta falta de respeto a los derechos de las minorías, cuando, al parecer, pretende que triunfe la concepción cristiana del hombre aun a costa de discrimi nar constitucionalmente a otras concepciones normal mente adrnitidas en todas las sociedades democráticas de nuestro siglo. Es más que discutible la pretensión de que la Constitución recoja el hecho real de la Iglesia española; a nuestrci ' Íuicio, una declaración así menoscaba la libertad religiosa, proclamada en el Concilio Vaticano II, yconsagrada en nuestra ley civil. Las relaciones entre Iglesia y Estado deben ser reguladas a otro nivel. La Constitución es un tema estrictamente político: la norma que rija la convivencia entre los españoles. No debe ser ni un tratado de filosofía, ni un documento doctrinal, sino una ley positiva que regule la organización social para todos en esta tierra. El respeto a las mayorías y a las minorías, a la religión católica y a todas las religiones -o hasta la falta de ellas- que profesen los españoles exige que la Constitución no pueda entrar legítimamente en este terreno. Identificar el catolicismo -que es la conciencia de la mayoría del pueblo español, sin duda- con «la expresión de la conciencia de nuestro pueblo», según reza el documento, aparte de no ser verdad -al menos a nivel constitucional-, porque no lo es de todo el pueblo, es algo que va contra los derechos de las minorías.

Una palabra más sobre las iluminaciones morales, con ,clara repercusión política, que los obispos han hecho sobre los temas de la familia cara a la Constitución. Para empeza_X,.Ia legalización del aborto, cuestión sobre la que no nos-Z posible entrar por ahora, ha sido tratada en numerosos países democráticos, de manera diversa. Unos admiten el aborto, otros no, y la mayoría lo hacen bajo condiciones estrictas reguladas por la ley. El principio de defensa de la vida exige, sin duda, estar contra el aborto, y es comprensible por eso la posición de la Iglesia católica al respecto, que ha dejado oír su voz en todos los países que lo han legalizado. -Pero suponer, como se hace en el documento, que los abortistas se «disfrazan de amor compasivo, de ideales políticos o de fría ciencia», es un lenguaje cargado de intención y de prejuicios. La conciencia de millones de personas que en el mundo están a favor de la despenalización del aborto merecería mayor respeto que esta declaración. Respecto al matrimonio, el documento habla de su «estabilidad», lo cual parece presuponer otra sibilina toma de posición contra el divorcio civil. El, problema se obviará el día en el que en España el matrimonio canónico deje de surtir efectos civiles y, por tanto, la sociedad civil legisle sobre la familia, apartando lo sacramental para la esfera de lo religioso. Pero los obispos, que insisten en señalar las situaciones de hecho, saben que una presión como esta contra el principio del divorcio civil conculca, sin duda, derechos de amplios sectores de españoles, creyentes o no, que han contraíd-o matrimonios religiosos durante los últimos lustros, precisamente por razones sociológicas y bajo la presión objetiva de la propia Iglesia.

Los obispos españoles han expresado su esperanza en la nobleza de propósitos de los representantes del pueblo ante la elaboración de la Constitución. Es de esperar que los representantes del pueblo alimenten la misma esperanza en los propósitos de nuestro Episcopado.

La Constitución pertenece al César; esto es, al pueblo soberano, que ya designó a quiénes tienen que hablar en su nombre.

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